sábado, 20 de octubre de 2018

La Bitácora del Puerto nº 63



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   La bitácora del Puerto              
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 AÑO  VII – Nº 63, octubre  de 2018
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel  - Blog: foutelej.blogspot.com

Los capitanes en su cuaderno de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta Carpeta de Bitácora –desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota de aquellos hombres o mujeres de letras que entendemos son dignas de ser destacados. Hoy, la figura es Samanta Schweblin



Samanta Schweblin
Información personal
Nacimiento
Residencia
Nacionalidad
Argentina Ver y modificar los datos en Wikidata
Información profesional
Ocupación
Género
Cuento y novela Ver y modificar los datos en Wikidata
Obras notables
·         Distancia de rescate Ver y modificar los datos en Wikidata
Distinciones
·         Premio Casa de las Américas (2008)
·         Premio Juan Rulfo (2012)
·         Premio Tigre Juan (2015)
·         Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero (2015)
·         Premio Shirley Jackson (2018) Ver y modificar los datos en Wikidata






Samanta Schweblin (Buenos Aires1978) es una escritora argentina. ​Traducida a más de veinticinco lenguas y becada por distintas instituciones, ha vivido brevemente en MéxicoItaliaChina y Alemania.  ​Desde 2012 reside en Berlín, donde escribe y dicta talleres literarios.​
Biografía
Egresada de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. En el 2001 ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El núcleo del disturbio (2002), y su relato «Hacia la alegre civilización de la capital» obtuvo el del Concurso Nacional Haroldo Conti. Su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca (2009), obtuvo el Casa de las Américas 2008. Dos años más tarde fue elegida por la revista británica Granta como una de los veintidós mejores escritores en español menores de 35 años. ​
«Un hombre sin suerte», cuento en el que narra un encuentro entre una niña y un desconocido, obtuvo el Premio Juan Rulfo 20126​ En 2014 fue distinguida con el Premio Konex, Diploma al Mérito, por su trayectoria como cuentista durante el período 2009-2013 y al año siguiente ganó el de Narrativa Breve Ribera del Duero con Siete casas vacías. ​
En 2015 ganó asimismo el Premio Tigre Juan por su primera novela, Distancia de rescate, que Claudia Llosa piensa llevar a la pantalla grande: la escritora y la cineasta trabajaron en la adaptación al año siguiente.9​ 10​La versión inglesa de la novela (publicada con el título Fever Dream por Oneworld en el Reino Unido y por Riverhead Books en EE.UU., y traducida por Megan McDowell) fue seleccionada para la shortlist del Man Booker International Prize 2017.
En 2018 Distancia de rescate obtiene el Premio Tournament of books, como "mejor libro del año publicado en los Estados Unidos"; y el premio de Nouvelle de Shirley Jackson.
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Obras
Cuentos
·         El núcleo del disturbio (2002) isbn 950-732-034-2
·         Pájaros en la boca (2009) ISBN 978-84-264-1748-0. Contiene 18 textos:
·         «Irman», «Mujeres desesperadas», «En la estepa», «Pájaros en la boca», «Perdiendo velocidad», «Cabezas contra el asfalto», «Hacia la alegre civilización», «El cavador», «La furia de las pestes», «Sueño de revolución», «Matar a un perro», «La medida de las cosas», «La verdad acerca del futuro», «La pesada valija de Benavides», «Conservas», «Mi hermano Walter», «Papá Noel duerme en casa» y «Bajo tierra»
·         Siete casas vacías, Editorial Páginas de espuma, Buenos Aires (2015) ISBN 978-84-8393-185-1
Novela
·         Distancia de rescate (2014) ISBN 978-987-3650-44-4
·         La respiración cavernaria (2017) - novela corta ISBN 978-84-8393-224-7
·         Kentukis (2018)
Premios y reconocimientos[editar]
·         Primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001 El núcleo del disturbio
·         Primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti por el cuento «Hacia la alegre civilización de la capital»
·         Premio Juan Rulfo 2012 por «Un hombre sin suerte»​
·         Premio Konex 2014: Diploma al Mérito
·         Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero 2015 por Siete casas vacías13
·         Premio Tigre Juan 2015 por Distancia de rescate1415
·         Premio Tournament of books 2018 por Distancia de rescate, como "Mejor libro del año publicado en EEUU"
·         Premio Shirley Jackson (categoría de novela corta), 2018​


Sorteando las vicisitudes de la crisis europea, la editorial Páginas de Espuma, consagrada a la publicación del género cuentístico dentro de un mercado que apuesta cada vez más por las novelas, otorgó en 2015 el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero a la escritora Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) por su libro Siete casas vacías. Una colección de relatos que disecciona los terrores cotidianos, centrándose en la locura, la muerte y las complejas relaciones familiares, como si fuera una “científica cuerda contemplando locos o gente que está pensando seriamente en volverse loca”, escribió Rodrigo Fresán.
Schweblin es una pluma que goza de un lugar destacado gracias a los reconocimientos internacionales que ha obtenido. En 2008, su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca, fue acreedor del Premio Casa de las Américas, en Cuba, y en 2012 logró el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, en México. Esta serie de reconocimientos le abrieron las puertas hacia nuevos lectores gracias a la intensa campaña emprendida por Páginas de Espuma en España, Argentina, Chile y México.

En Siete casas vacías, Schweblin trabaja con el tema de la familia desde ángulos decididamente obtusos, que muestran esa parte abyecta de las relaciones entre padres e hijos, parejas consolidadas o incluso entre vecinos, personajes con los que uno está obligado a convivir. Sus personajes están circunscriptos a un concepto de familia que actualmente está en crisis, y atraviesan los horrores de los malos entendidos, las consecuencias del exceso de confianza o incluso los silencios. “Cuando formamos al otro, cuando tratamos de prepararlo para el mundo, también lo deformamos. Lo estructuramos. Y en ese afán, le heredamos nuestros miedos y vicios. Es algo inevitable”, dice la escritora argentina en entrevista para Gatopardo. “Este libro se relaciona con el fenómeno de la comunicación. Creo que jamás podremos comunicar algo con exactitud y fidelidad. La manera más efectiva que yo encuentro para comunicarme es con la literatura”.

Los mejores cuentos literarios de la Historia: “Perdiendo velocidad”, de Samanta Schweblin
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Samantha Schweblin. Fuente de la imagen

Urbano Pérez Sánchez, prometedor poeta extremeño que acaba de publicar en la Editora Regional de Extremadura el poemario Del tiempo, los cambios, nos recomienda el relato corto “Perdiendo velocidad”, de Samanta Schweblin. El cuento está incluido en el libro Pájaros en la boca (Lumen, 2010).




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PERDIENDO VELOCIDAD, un cuento de Samanta Schweblin
Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.

Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
Miró los huevos.
—Creo que me estoy por morir.
Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.

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Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
—¿Café? —pregunto.
—¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.


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Un hombre sin suerte
Samanta Schweblin

El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi. –Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento. La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar. Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar. Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate la bombacha. Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha! Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital. Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
–Vamos, vamos –dijo papá. Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo. Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
–¿Qué tal? –preguntó. Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien –dije.
–¿Estás esperando a alguien? Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo: –¿Y por qué estás sentada en la sala de espera? No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado. El papelito tenía el número 92.
–Vale por un helado, yo te invito –dijo. Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.
–No. Miré al frente y nos quedamos en silencio.
–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse. Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es mi cumpleaños –dije. “Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.
–Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera? Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
–No tengo bombacha. No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir. –Pero es tu cumpleaños –dijo él. Asentí.
–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado. El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo. –¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó. Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó. con una mano a las asistentes.
–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños
–y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él. Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él. –Ok, darling –dijo. –Quiero saber a dónde vamos.
–Te estás poniendo muy quisquillosa. Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría. –Es acá –dijo. Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady? Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
–Esta –dije–. Pero no tengo dinero. Se acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso no hace falta.
–¿Sos el dueño de la tienda?
–No. Es tu cumpleaños. Sonreí.
–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
–Ok Darling –dije.
–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento. Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
 –Todavía podés elegir el otro. Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
–Hay que probarla –dijo. Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.
–Eso no puedo decírtelo.
–¿Por qué? El se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
–Porque estoy ojeado.
–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir. Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías escribírmelo.
–¿Escribirlo?
 –Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
–¿Y cómo se enteraría?
–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
–Yo sé lo que te digo. Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
–Pero es mi cumpleaños –dije. Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos. Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí. Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

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