
La bitácora del Puerto
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digital de la Editorial Puerto Libro editorialpuertolibro@gmail.com
AÑO VII
– Nº 63, octubre de 2018
Capitán a cargo de
la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog:
foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su cuaderno de bitácora,
permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos acontecimientos que,
de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta Carpeta de Bitácora
–desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota de aquellos hombres o mujeres
de letras que entendemos son dignas de ser destacados. Hoy, la figura es Samanta Schweblin
Samanta Schweblin
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Información personal
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Nacimiento
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Información
profesional
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Obras notables
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Distinciones
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Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una
escritora argentina. Traducida a más de
veinticinco lenguas y becada por distintas instituciones, ha vivido brevemente
en México, Italia, China y Alemania. Desde 2012
reside en Berlín, donde escribe y
dicta talleres literarios.
Biografía
Egresada de la carrera
de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. En el 2001 ganó el primer premio
del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El
núcleo del disturbio (2002), y su relato «Hacia la alegre civilización
de la capital» obtuvo el del Concurso Nacional Haroldo Conti. Su segundo libro de
cuentos, Pájaros en la boca (2009), obtuvo el Casa de las Américas 2008. Dos años más tarde fue
elegida por la revista británica Granta como
una de los veintidós mejores escritores en español menores de 35 años.
«Un hombre sin suerte»,
cuento en el que narra un encuentro entre una niña y un desconocido, obtuvo
el Premio Juan Rulfo 20126 En 2014 fue
distinguida con el Premio Konex, Diploma al Mérito,
por su trayectoria como cuentista durante el período 2009-2013 y al año
siguiente ganó el de Narrativa Breve Ribera del Duero con Siete
casas vacías.
En 2015 ganó asimismo
el Premio Tigre Juan por su primera
novela, Distancia de rescate, que Claudia Llosa piensa llevar a
la pantalla grande: la escritora y la cineasta trabajaron en la adaptación al
año siguiente.9 10La versión inglesa de
la novela (publicada con el título Fever Dream por Oneworld en
el Reino Unido y por Riverhead Books en EE.UU., y traducida por Megan McDowell)
fue seleccionada para la shortlist del Man
Booker International Prize 2017.
En 2018 Distancia de rescate obtiene el Premio Tournament
of books, como "mejor libro del año publicado en los Estados
Unidos"; y el premio de Nouvelle de Shirley Jackson.

Obras
Cuentos
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«Irman», «Mujeres desesperadas», «En la estepa», «Pájaros en la boca»,
«Perdiendo velocidad», «Cabezas contra el asfalto», «Hacia la alegre
civilización», «El cavador», «La furia de las pestes», «Sueño de revolución»,
«Matar a un perro», «La medida de las cosas», «La verdad acerca del futuro»,
«La pesada valija de Benavides», «Conservas», «Mi hermano Walter», «Papá Noel
duerme en casa» y «Bajo tierra»
Novela
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La respiración cavernaria (2017) - novela
corta ISBN 978-84-8393-224-7
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Kentukis (2018)
·
Primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001 El núcleo del
disturbio
·
Primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti por el cuento «Hacia la
alegre civilización de la capital»
·
Premio Tournament of books 2018 por Distancia de rescate, como
"Mejor libro del año publicado en EEUU"
Sorteando las vicisitudes de la crisis europea, la
editorial Páginas de Espuma, consagrada a la publicación del género cuentístico
dentro de un mercado que apuesta cada vez más por las novelas, otorgó en 2015
el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero a la escritora
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) por su libro Siete casas vacías. Una colección de relatos que
disecciona los terrores cotidianos, centrándose en la locura, la muerte y las
complejas relaciones familiares, como si fuera una “científica cuerda
contemplando locos o gente que está pensando seriamente en volverse loca”,
escribió Rodrigo Fresán.
Schweblin es una pluma que goza de un lugar destacado
gracias a los reconocimientos internacionales que ha obtenido. En 2008, su
segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca, fue acreedor del Premio Casa de las Américas, en
Cuba, y en 2012 logró el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, en México.
Esta serie de reconocimientos le abrieron las puertas hacia nuevos lectores
gracias a la intensa campaña emprendida por Páginas de Espuma en España,
Argentina, Chile y México.
En Siete casas vacías, Schweblin trabaja con el tema de la familia desde
ángulos decididamente obtusos, que muestran esa parte abyecta de las relaciones
entre padres e hijos, parejas consolidadas o incluso entre vecinos, personajes
con los que uno está obligado a convivir. Sus personajes están circunscriptos a
un concepto de familia que actualmente está en crisis, y atraviesan los
horrores de los malos entendidos, las consecuencias del exceso de confianza o
incluso los silencios. “Cuando formamos al otro, cuando tratamos de prepararlo
para el mundo, también lo deformamos. Lo estructuramos. Y en ese afán, le
heredamos nuestros miedos y vicios. Es algo inevitable”, dice la escritora
argentina en entrevista para Gatopardo. “Este libro se relaciona con el fenómeno de la
comunicación. Creo que jamás podremos comunicar algo con exactitud y fidelidad.
La manera más efectiva que yo encuentro para comunicarme es con la literatura”.
Los mejores
cuentos literarios de la Historia: “Perdiendo velocidad”, de Samanta Schweblin

Samantha Schweblin. Fuente de
la imagen
Urbano
Pérez Sánchez, prometedor poeta extremeño que acaba de
publicar en la Editora Regional de Extremadura el poemario Del tiempo, los cambios, nos recomienda el relato
corto “Perdiendo velocidad”, de Samanta
Schweblin. El cuento está incluido en el libro Pájaros en la
boca (Lumen, 2010).
PERDIENDO
VELOCIDAD, un cuento de Samanta Schweblin
Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando
finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de
comérselos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo
velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta
y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi
veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—,
todavía estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En
atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un
calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta
kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el
centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el
clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco
plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo
brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y
metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían
silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran
los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos.
Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero
tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría,
sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento
todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego.
Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo
daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible
pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y
Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con
esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido
pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se
movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada
rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía.
Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
Miró los huevos.
—Creo que me estoy por morir.
Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para
hacerlo rabiar.
—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno
mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última
conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living,
y cayó muerto en el piso.

Una periodista de un diario local viene a
entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la
que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de
azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere
saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir
sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me
ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
—¿Café? —pregunto.
—¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a
escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para
encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

Un
hombre sin suerte
Samanta
Schweblin
El día que cumplí ocho años, mi
hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de
un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió,
quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor.
Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca
todavía que Abi. –Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y
todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento. La sacudió por los
hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió
hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía
de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la
pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó
mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso
a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato,
pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una
vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar. Cuando me asomé
al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya
estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando
a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el
auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera
que era a mí a quien le tocaba cerrar. Hicimos las diez primeras cuadras en
menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el
cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente
parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los
coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos
pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo.
Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza
contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio
y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me
dijo:
–Sacate la bombacha. Tenía
puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era
algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido
de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y
entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha! Y yo
me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar
bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y
tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era
chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia
encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió
sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital. Dejaron el coche junto a
las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi
y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y
quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos
delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
–Vamos, vamos –dijo papá. Abrió
mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro
cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos
hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las
enfermeras.
–Quedate acá –me dijo papá, y
me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo. Me senté. Papá entró
al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un
buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había
pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos
del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha
el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la
enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir
y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una
de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé
un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde
salió, no lo había visto antes.
–¿Qué tal? –preguntó. Pensé en
decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta,
aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien –dije.
–¿Estás esperando a alguien? Lo
pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es
lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo: –¿Y por
qué estás sentada en la sala de espera? No sabía que estaba sentada en una sala
de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. El abrió un pequeño
bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó
de una billetera un papelito rosado.
–Acá está –dijo–, sabía que lo
tenía en algún lado. El papelito tenía el número 92.
–Vale por un helado, yo te
invito –dijo. Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero es gratis –dijo él–, me
lo gané.
–No. Miré al frente y nos
quedamos en silencio.
–Como quieras –dijo él al
final, sin enojarse. Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un
crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir
“no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final
de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es mi cumpleaños –dije. “Es mi
cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó el lápiz
marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de
tener otra vez su atención.
–Pero... –dijo y cerró la
revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu
cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera? Era un hombre observador. Me
enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los
hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
–No tengo bombacha. No sé por
qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en
lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome. Quizá se había
asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había
algo grosero en lo que acababa de decir. –Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
–No es justo. Uno no puede
andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya sé –dije, y lo dije con
mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el
show de Abi me había llevado. El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró
hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
–Yo sé dónde conseguir una
bombacha –dijo. –¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó
sus cosas y se incorporó. Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha,
pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la
mesa de entrada y saludó. con una mano a las asistentes.
–Ya mismo volvemos –dijo, y me
señaló–, es su cumpleaños
–y yo pensé “por dios y la
virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la
puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él. Salimos al
estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía
junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me
quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió
acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien
juntas.
–Mi dios y la virgen María
–dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme–,
es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No digas “mi dios y la virgen
María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él. –Ok,
darling –dijo. –Quiero saber a dónde vamos.
–Te estás poniendo muy
quisquillosa. Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un
shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera.
Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante
que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y
me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo
gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie
le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos,
pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros
amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas
de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa
acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se
llamaría. –Es acá –dijo. Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior
masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de
bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y
a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para
alguien de mi tamaño.
–Esas no –dijo él–, acá –y me
llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas–. Mira todas
las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady? Miré un poco. Casi todas
eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
–Esta –dije–. Pero no tengo
dinero. Se acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso no hace falta.
–¿Sos el dueño de la tienda?
–No. Es tu cumpleaños. Sonreí.
–Pero hay que buscar mejor.
Estar seguros.
–Ok Darling –dije.
–No digas “Ok Darling” –dijo
él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa
de estacionamiento. Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó
frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el
derecho. Lo abrió y estaba vacío.
–Todavía podés elegir el otro. Toqué el otro.
Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y
era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían
lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a
mamá ni a mí nos gusta.
–Hay que probarla –dijo. Apoyé
la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los
probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo que no
sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era
lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean
en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo
peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.
–Eso no puedo decírtelo.
–¿Por qué? El se agachó. Así
quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
–Porque estoy ojeado.
–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
–Una mujer que me odia dijo que
la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir. Pensé que podía ser otra
broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías escribírmelo.
–¿Escribirlo?
–Si lo escribieras no sería decirlo, sería
escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar
sola al probador.
–Pero no estamos seguros. ¿Y si
para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a
entender, a informar mi nombre del modo que sea?
–¿Y cómo se enteraría?
–La gente no confía en mí y soy
el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso no es verdad, eso no hay
manera de saberlo.
–Yo sé lo que te digo. Miramos
juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar
terminando.
–Pero es mi cumpleaños –dije. Y
quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me
llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido,
cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un
momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz,
escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces
antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó
y me empujó suavemente hacia los cambiadores Dejé pasar cuatro vestidores
vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto
guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos
sonreímos. Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver
bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente
bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e
incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la
vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan
perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo
más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar
donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento
más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí
y lo leí. Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido,
pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que
no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la
mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la
salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la
peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas
por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró
acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí
orgullosa. Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos
avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi,
sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la
avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el
estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en
cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio
gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde
salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé unos segundos mi mano
suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron
qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me
abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la
mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra
bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y
grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no
caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo
de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras
los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la
boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces,
para no olvidármelo nunca.

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