
La
bitácora del Puerto
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AÑO VII – Nº 62, OCTUBRE de 2018
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes, en su
cuaderno de bitácora, permanentemente dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota de
aquellos hombres o mujeres de letras que entendemos son dignas de ser
destacados. Hoy, la figura es Nadine Gordimer.
Nadine Gordimer.

Nacida en Springs, provincia de Gauteng,
en la región de East Rand, el 20 de noviembre de 1923, Nadine Gordimer vino al
mundo en el seno de una familia que como la gran mayoría de los judíos
sudafricanos, provenía de Lituania.
Su padre era relojero y su madre, un ama
de casa nacida en Londres.
Nadine comenzó sus estudios en forma
particular, a causa de una enfermedad inexistente que se le había diagnosticado
a temprana edad. Ahí tomó contacto con los libros y de esa manera nació su
pasión por la literatura, destacando entre sus autores predilectos Anton Chejov
y Marcel Proust.
Graduada de bachiller, ingresó en la
Universidad Witwatersrand de Johannesburgo pero por razones de índole personal,
no llegó a finalizar sus estudios.Cuando decepcionada abandonó los claustros,
ignoraba que en pocos años se iba a convertir en una de las mayores literatas
del mundo.
Comenzó a escribir a los nueve años de
edad y a los quince publicó su primer relato en la revista “Forum”.
Tras hacer lo propio con una serie de
cuentos cortos, pudo editar su primera antología, Face to face(Cara
a cara) y a poco de contraer matrimonio con Gerald Gavron, su primer esposo, la
colección de relatos The Soft Voice of
the Serpent (1953), con los
cuales abordó la temática social de su tierra natal, que sería recurrente en
toda su obra.
The Lying Days, también
aparecida en 1953, fue su primera novela, suerte de autobiografía, escrita
en tercera persona, donde narra la historia de una muchacha educada en una
pequeña ciudad minera de Transvaal que después de dejar su entorno familiar, se
instala en Johannesburgo, vinculándose al ámbito intelectual y el movimiento
liberal de la gran ciudad.
Declarada opositora del
apartheid, varias de sus obras fueron prohibidas por el gobierno sudafricano,
entre ellas Ocasión de amar (1963) y El último burgués (1966)
En 1954 contrajo segundas nupcias con Reinhold Cassirer y un año después fue madre de su
primer hijo. Una segunda serie de relatos apareció en 1956 bajo el título Six Feet of the Country y en 1958 otra
novela, A world os strangers, la historia de una joven inglesa que
al llegar a Sudáfrica se horroriza por el apartheid.
Su producción literaria
ha sido profusa, prueba de lo cual son Friday’s Footprint (1960), Occasion
for Loving (1963), Not for Publication (1965), The
Late Burgeois World (1966), A Guest of Honour(1970), Livingstone’s
Companions (1971), The Conservationist (1974),Selected
Stories (1975) y Burger’s Daughter (1979), la mayoría
de los cuales, tratan la problemática social de su país.
A medida que el
conflicto sudafricano iba cobrando dimensión, la pluma de Gordimer se tornaba
más filosa. Fueron los
años de A Soldier’s Embrace (1980), July’s People (1981), Something
Out There (1984), A Sport of Nature (1987) y My
Son’s Story (1990).
En 1991, la Academia de Suecia reconoció
su labor y le otorgó el Premio Nobel de Literatura, con lo que Nadine sumaba su
nombre a las letras universales y elevaba aún más el prestigio intelectual del
que ya gozaba su conflictiva tierra.
Ese mismo año salió su nuevo
trabajo, Jump and Other Stories, que tuvo amplia repercusión.
En 1994, año en que Nelson Mandela
asumió la presidencia de la Nación, Nadine Gordimer publicó No one to
Accompany Me. Tardaría cuatro años en lanzar a la venta su siguiente
obra, The House Gun en 1998, seguida por The Pickup (2001), Get
a Life (2005) y No Time Like the Present (2012), una
visión de la Sudáfrica actual a través de una pareja de dos viejos militantes
antirracistas.

Gordimer dictó numerosas conferencias
tanto en su país como en las más prestigiosas universidades de Europa y América
del Norte. Estuvo afiliada al Congreso Nacional Africano y perteneció a la
Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias y la Royal Society of
Literature de Londres. En 1990 Nancy Topping Bazin y Marilyn Dallman
Seymour publicaron su libro Conversaciones con Nadine Gordimer.
A lo largo de su carrera, Nadine
Gordimer recibió numerosas condecoraciones, tanto en Sudáfrica como en el
extranjero, entre ellas, no menos de una quincena de doctorados “honoris causa”
de diversas universidades y academias. Especialmente invitada a la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, México en el año 2005, compartió la
mesa con junto a Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.
Falleció el 13 de julio de 2014, en su
residencia de Johannesburgo, a los 90 años de edad, acompañada por sus dos
hijos y el resto de su familia.
Toda Sudáfrica le rindió homenaje, siendo de destacar el de la Fundación Nelson Mandela, que hizo público su pesar a través de una nota que en sus párrafos más destacados decía: “…sentimos una profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura de Sudáfrica" y "Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo.
Toda Sudáfrica le rindió homenaje, siendo de destacar el de la Fundación Nelson Mandela, que hizo público su pesar a través de una nota que en sus párrafos más destacados decía: “…sentimos una profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura de Sudáfrica" y "Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo.
Un hallazgo
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Que se las lleve el diablo.
Un hombre que había tenido mala suerte con las
mujeres decidió vivir solitario por un tiempo. Dos veces se había casado por
amor. Despejó la casa de cuanto de alguna manera se le había escapado a su
abnegada segunda esposa cuando se largó con las posesiones favoritas que
juntos habían coleccionado ‑cuadros, cristal fino, hasta los mejores vinos
sacados de la cava‑; botó los libros en cuya guarda la primera mujer había
escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En seguida se fue de vacaciones
sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera vez, que pudiera recordar.
Pero aquellas rameras y vagabundas de quienes
se creyó enamorado habían resultado tan infieles como las honestas esposas
que juraron quererlo eternamente.
Se fue solo a un balneario donde las rocas
lanzaban el mar hacia arriba en forma de abanicos ásperos y la marea siseaba
y se chupaba las charcas. No había arena. Sobre piedras, semejantes a
confites hirvientes, a rayas, punteadas o estriadas, la gente ‑las mujeres‑
se acostaba en colchonetas descoloridas por la sal y se acariciaba con
aceites aromáticos. Aquel año llevaban el cabello recogido y sujeto por
gorros elásticos de flores artificiales, o chorreaba suelto ‑al salir del
agua con cuentas cristalinas como joyas sobre sus brillantes miembros‑ y
cogido por hebillas doradas que intercambiaban señales luminosas con las
candongas que formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos y sobre
el pubis vestían triángulos invertidos de tela fosforescente, asegurados por
un cordón que subía por la división entre las nalgas, para encontrarse con
dos cordones que bajaban del vientre y las caderas. En su línea de visión,
mientras se alejaban hacia el mar, parecían totalmente desnudas; cuando
subían del mar, acezando de placer, en dirección a su línea de visión, sus
pechos danzaban y se colgaban al agacharse; reían mientras recogían toallas,
peines y bronceador. Los cuerpos de algunas tenían diseños parecidos a telas
estampadas: listones y parches blancos o rojos donde la ropa había tapado
algunos trozos de sus cuerpos de la llameante inmersión en el sol. Otras
tenían los pezones en carne viva, como fresas, y se podía observar que a
duras penas soportaban tocarlos con bálsamo. Había hombres, pero él no los
veía. Cuando cerraba los ojos y oía el mar alcanzaba a oler a las mujeres ‑el
aceite.
Nadaba mucho; adentrándose en la serena bahía,
entre surfistas crucificados contra sus vistosas velas, o más cerca a la
orilla, donde la espuma le golpeaba la cabeza bajo aludes de aguas blancas.
Un cardumen de madres jóvenes andaba con sus infantes por las aguas poco
profundas. Desnudos, apoyados contra su carne blanda, los niños se aferraban
a ellas, tan recientemente separados de allí que parecían aún formar parte de
aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido sembrados por varones como
él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le gustaba su roce duro y se
retorcía para ajustar sus huesos a ellas, hundiéndolos con sus movimientos
hasta que lograba acomodarlos en las depresiones, de suerte que las curvas de
su cuerpo, más que ofrecer resistencia, fuesen recibidas por ellas. Dormía, y
despertaba para ver piernas afeitadas pasar junto a su cabeza ‑mujeres‑.
Gotas desprendidas de los cabellos mojados de aquellas caían sobre sus
hombros cálidos. A veces se encontraba nadando bajo el agua, debajo de ellas,
y su cuerpo de piel áspera pasaba rozándolas, como un tiburón.
Como suelen hacer los hombres cuando están
solos, echaba piedras al mar, recordando ‑recuperando‑ el arte de lograr
hacerlas besar la superficie saltando. Acostado boca abajo fuera del alcance
de los últimos arroyuelos, colaba puñados de piedras pulidas por el mar,
entresacaba algunas y, de cerca, comenzaba a verlas como los adultos han
dejado de ver: como un niño mira y remira una flor, una hoja o una piedra,
siguiendo sus vetas aluviales, sus fragmentos de color misteriosos, las
placas de mica allí sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma de huevo o de
rombo, pulida por la mano aceitosa y acariciadora del mar.
No todas las piedras eran en realidad piedras.
Había óvalos ambarinos aplanados que el océano, tallador de gemas, había
pulido a partir de botellas de cerveza quebradas. Había cabujones de vidrios
azules y verdes (otra botella ahogada) que podrían haber pasado por
aguamarinas o esmeraldas. Los niños los recogían en gorras o en baldes. Y una
tarde, entre tales tesoros, mezclados con trozos de espuma de estireno ‑desechos
de barcos de carga‑, y con otras echazones que se arrojan al mar y flotan de
nuevo para ser botadas otra vez en las playas de todo el mundo, encontró en
las piedras con las que ocupaba una mano, como un monje que pasa las cuentas
de su camándula, un auténtico tesoro. Entre los pedruscos de vidrio de color
había un anillo de diamante y zafiro. No estaba sobre la superficie de la
playa pedregosa, así que era evidente que ninguna mujer lo había dejado caer
aquel día. Alguna querida, algún tesoro del hombre rico (o alguna esposa
oculta), al zambullirse desde un yate, allá lejos, con sus joyas puestas
mientras se iba despojando con elegancia de otros ropajes, debió sentir que
uno de los anillos se le resbalaba del dedo por acción del agua. O no lo
sintió, sólo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a buscar la póliza
de seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más hondo; y luego,
cansándose de él con el correr de los días, de los años, y empujándolo con
lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un anillo hermoso. Un
zafiro, largo y oblongo, circundado de chispas redondas; y de lado a lado de
este brillante montículo, un diamante tallado en forma de baguette que servía
de puente a un círculo grabado.
Aunque lo había sacado de una profundidad de
más de seis pulgadas mientras excavaba con sus dedos al azar, miró a su
alrededor, como si la dueña tuviera que estar allí, de pie, encima de él.
Pero ellas se estaban embadurnando, estaban
secando a los infantes con las toallas, se depilaban las cejas observándose
en espejos diminutos, estaban sentadas con las piernas cruzadas y los senos
apoyados sobre las mesas bajas donde el mesero del restaurante había colocado
sus ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al restaurante a llevar el
anillo: tal vez alguien hubiese informado de una pérdida. La administradora
se echó hacia atrás, como si un reducidor le hubiese estado ofreciendo bienes
robados. Es valioso. Llévelo a la policía.
La sospecha despierta la atención; tal vez
hubiera, en este lugar extranjero, algún motivo para sospechar, aun de la
policía. Si nadie reclamaba el anillo, alguno de los lugareños se lo quedaría.
Así pues, qué importaba ‑y lo echó en su propio bolsillo, o mejor, en la
bolsa donde guardaba el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del coche
y las gafas de sol‑. Y regresó a la playa, a acostarse otra vez sobre las
piedras, entre las mujeres. A pensar.
Puso un aviso en el periódico local: Hallado
anillo en la Playa Horizonte Azul, el primer martes, junto con el teléfono y
el número de su habitación en el hotel. La administradora tenía razón: hubo
muchas llamadas.
Algunas de hombres que aducían que, en efecto,
sus esposas, madres o novias habían de veras perdido un anillo en aquella
playa. Cuando les pedía que lo describieran corrían el albur: un anillo de
diamante. Pero cuando los presionaba, pidiéndoles más detalles, sólo les
quedaba la mentira. Si una voz de mujer era lisonjera, congraciadora (incluso
llorosa a veces), identificable como la de una estafadora de mediana edad,
colgaba en el momento en que ella intentaba describir su anillo perdido. Pero
si la voz era atractiva y a veces claramente juvenil, suave, aun vacilante en
su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que viniera al hotel a reconocer el
anillo.
Descríbalo.
Las sentaba cómodamente frente al balcón
abierto para que la luz del mar indagara en sus rostros. Sólo una lo convenció
de haber de veras perdido un anillo; lo describió en detalle y se marchó,
apesadumbrada por haberlo molestado. Otras ‑algunas bastante atractivas o
incluso muy, muy bonitas, vestidas para seducir‑ se habrían conformado con un
resultado diferente de la visita si no lograban salirse con la suya al
inventar su descripción del anillo. Parecían calcular que un anillo es un
anillo: si es valioso, debe tener diamantes, y una o dos tuvieron el ingenio
suficiente para decir que sí, que llevaba otras piedras preciosas, pero era
una herencia (abuela, tía) y no sabían en realidad los nombres de las
piedras.
¿Y el color? ¿La forma?
Se marchaban como ofendidas; o si reían con
nerviosismo culpable era que sólo habían venido por aventurarse, para
divertirse un poco. Y era bien difícil deshacerse de ellas de manera educada.
Pero hubo una cuya voz era diferente a la de
cualquiera de las demás llamadas, quizás la voz dominada de una cantante o
actriz, que expresaba timidez. Había perdido toda esperanza. De encontrarlo...
mi anillo. Había visto el aviso y pensado no, no, es inútil. Pero ¿y si había
una posibilidad en un millón...? Le pidió que viniera al hotel.
Con seguridad tenía cuarenta años, una belleza
innata de grandes ojos serenos de un gris verdoso, que sólo necesitaba ayuda
para conservar el color negro azabache de su cabello, que, comenzando en un
penacho de forma de pico que se elevaba sobre la frente curva, se recogía en
un bucle sobre la coronilla, brillante como plumas suavizadas. No había
huellas de ningún pliegue allí donde se unían sus senos, firmemente separados
en el escote de su vestido, tan negro como el cabello. Tenía manos hechas
para anillos; extendió unos dedos largos, volteó las palmas hacia afuera: Y
entonces se perdió; vi su reflejo por un instante en el agua.
Descríbalo.
Lo miró a los ojos, volvió la cabeza para
apartar la mirada, y comenzó a hablar. Muy trabajado, dijo, platino y oro...
Usted sabe, es difícil de precisar cuando se trata de un objeto que uno ha
usado durante tanto tiempo, que ya ni lo nota. Un diamante grande... varios.
Y esmeraldas, y piedras rojas... rubíes, pero creo que se habían caído
antes... Fue al cajón del escritorio tocador y de debajo de unas carpetas que
describían restaurantes, programas de TV por cable y servicios disponibles en
la habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los ojos de la
mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta hacia
él, como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a ponérselo en el
dedo corazón de la mano derecha. No le servía, pero ella corrigió su
movimiento con veloz acto de prestidigitación y se lo deslizó sobre el dedo
anular, donde se acomodó.
La llevó a cenar y no se hizo alusión al tema. Nunca
jamás. Ella se convirtió en su tercera esposa. Viven juntos y no hay entre
ambos más cosas no dichas que las que se dan en otras parejas.
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