La bitácora del Puerto
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AÑO VII – Nº 61, septiembre de 2018
Capitán a
cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel
- Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su cuaderno de bitácora, permanentemente,
dejan debida constancia de todos aquellos acontecimientos que, de una forma u
otra, modifican la rutina diaria. En esta Carpeta de Bitácora –desde este
Puerto- trataremos de ir dejando nota de aquellos hombres o mujeres de letras
que entendemos son dignas de ser destacados. Hoy, la figura es Iván Turguénev
Iván Serguéievich Turguéniev - Escritor ruso
Iván Serguéyevich Turguénev, también escrito Turguéniev (ruso: Иван Сергеевич Тургенев). Nació en Oriol, Rusia central. Imperio ruso; 28 de octubre (Calendario Juliano) y 9 de noviembre de 1818 (Calendario Gregoriano). – Falleció: en Bougival, Francia; 22 de agosto (Calenda- rio Juliano) y 3 de septiembre de 1883 (Calendario Grego riano); fue un escritor, novelista y dramaturgo, considerado el más europeísta de los narradores rusos del siglo XIX.
Turguénev nació en el seno de una rica familia
terrateniente en la ciudad rusa de Oriol. Su padre, Serguéi Nikoláyevich
Turguénev, coronel de la caballería imperial, murió cuando Iván tenía dieciséis
años, dejándolo junto con su hermano Nikolái al cuidado de su abusiva madre,
Varvara Petrovna Lutovínova:
"Un niño taciturno debió de ser
Turguéniev, un niño perplejo por la contradicción entre el papel de la madre en
el hogar y el arquetipo materno propio de la sociedad en que vivían. Su
autoritarismo y comportamiento casi varonil de dueña absoluta chocaría con la
pasiva indiferencia del padre".
Juan Eduardo Zúñiga
Esa infancia tan marcada por la presencia dictatorial
de la madre y la ausencia física y afectiva del padre —que poco antes de morir
había tenido una amante— explicaría, según Juan Eduardo Zúñiga, los problemas
que Turguénev tuvo en su vida adulta para tener una relación estable con una
mujer, y el pesimismo que impregna la mayor parte de sus obras. A esta tesis se
abona también el escritor español Javier Marías, que en sus Vidas escritas,
comienza así el capítulo dedicado al escritor ruso:
El pesimismo de las novelas y cuentos de Ivan
Turgueniev, que algunos de sus colegas llegaron a reprocharle, debió de ser el
tributo mínimo y menos dañino de cuantos pudo pagar a un entorno familiar
ominoso, por no decir resueltamente malvado. Su acaudalada y célebre madre ·... era de una crueldad, mezquindad y
barbarie sólo superadas por las de su propia madre, la abuela de Ivan..."
Después de completar la escuela elemental, Turguénev
estudió durante un año en la Universidad de Moscú y luego en la Universidad de
San Petersburgo, especializándose en los clásicos, literatura rusa y filología.
En 1838 lo enviaron a la Universidad de Berlín a
estudiar filosofía, particularmente Hegel, e historia. Turguénev se impresionó
con la sociedad centro-europea de Alemania y volvió occidentalizado, pensando
que Rusia podía progresar imitando a Europa, en oposición a la tendencia
eslavófila de la época en su país. Igual que muchos de sus contemporáneos con
buen nivel de educación, se opuso especialmente al sistema de servidumbre.
Una familia vasalla le leyó los versos de Rossiáda de
Mijaíl Jeráskov, celebrado poeta del siglo XVIII. Los primeros intentos
literarios de Turguénev, incluyendo poemas y esbozos, mostraron su genio y
recibieron comentarios favorables de Belinski, por entonces el principal
crítico literario ruso. En el final de su vida, Turguénev residió poco en
Rusia, prefiriendo Baden-Baden o París, desde que conoció en el teatro
Mariinski de San Petersburgo a la cantante española Paulina García de Viardot o
Pauline García-Viardot, por quien abandonaría Rusia para establecerse en
Francia y por cuyo amor estuvo preso hasta el fin de sus días.
Turguénev nunca contrajo matrimonio, si bien tuvo una
hija con una de las siervas de su familia. Alto y robusto, su carácter se destacó
por su timidez, introspección y hablar suave. Su amigo literario más cercano
fue Gustave Flaubert. Sus relaciones con Lev Tolstói y Fiódor Dostoyevski
fueron a menudo tensas, considerando la tendencia proeslavista de ambos.
Fue funcionario gubernamental en San Petersburgo.
Su primer trabajo editado, el poema Parasha (1843), recibió una buena acogida entre la crítica. Participante en el enfrentamiento que surgió entre dos grupos de intelectuales, llamados occidentalizantes y eslavófilos. Los occidentalizantes animaban a incorporarse a Europa Occidental, intentando conseguir las mejoras en su nivel de vida. Los eslavófilos pensaban que debían permanecer a salvo de cualquier influencia externa. Turguéniev simpatizaba claramente con los primeros.
Pasó largos periodos de tiempo fuera de Rusia, en compañía de la célebre cantante de ópera Pauline Viardot-Garcia, su amante. Desde 1871 vivió en París, donde conoció a George Sand, Gustave Flaubert, Émile Zola y Henry James.
Entre la obra de Turguéniev se cuentan obras de teatro, relatos, novelas y apuntes no narrativos. Aparecieron muchos poemas y apuntes en prosa antes de la aparición de su primer título, Relatos de un cazador (1852), colección de cuentos sobre la vida rural. De sus muchas obras teatrales, destaca Un mes en el campo (1855), estudio de la aristocracia. De sus relatos y novelas cortas destacan, Primer amor (1860) y Torrentes de primavera(1872). Entre sus novelas aparecen La víspera (1860) y Humo (1867), tempestuosas historias de amor. En su mejor novela, Padres e hijos (1862), Bazarov, el protagonista de la novela, es un joven idealista que lucha por la libertad universal.
El primer éxito literario de Turguénev fue Diario de un cazador (Записки охотника), conocido también como Memorias de un cazador o Relatos de un cazador. Basada en las propias observaciones del autor mientras cazaba pájaros o liebres en la región natal de su madre, Spásskoye, la obra apareció en forma de colección de cuentos en 1852. De su fama habla el hecho de que se dijera que el futuro zar Alejandro II se viera muy influido por el libro en su decisión sobre la emancipación de los siervos y que su influencia haya sido señalada como equivalente a la de La cabaña del tío Tom en los Estados Unidos. En ese mismo año, entre el Diario... y su primera novela importante, Turguénev escribió un notable obituario para su ídolo Gógol en la Gazeta de San Petersburgo;
Obras
Novela
1857: Rudin
1859: Nido de hidalgos
1860: En vísperas
1862: Padres e hijos
1867: Humo
1877: Tierra virgen
Cuentos
1850: Dnevnik líshnego cheloveka
1851: Dama de provincia
1852: Memorias de un cazador
1855: Yákov Pásynkov
1856: Fausto: Historia en nueve cartas
1858: Anuchka
1860: Pérvaia Liubov
1870: El rey Lear de la estepa
1872: Aguas primaverales
1881: Cantar del amor triunfal
1882: Cuentos misteriosos
Drama
1843: Descuido
1850/1851: Conversación en la ruta
1846/1852: La fortuna del idiota
1857/1862: Carga de familia
1855/1872: Un mes en el campo
1882: Atardecer en Sorrento
Su primer trabajo editado, el poema Parasha (1843), recibió una buena acogida entre la crítica. Participante en el enfrentamiento que surgió entre dos grupos de intelectuales, llamados occidentalizantes y eslavófilos. Los occidentalizantes animaban a incorporarse a Europa Occidental, intentando conseguir las mejoras en su nivel de vida. Los eslavófilos pensaban que debían permanecer a salvo de cualquier influencia externa. Turguéniev simpatizaba claramente con los primeros.
Pasó largos periodos de tiempo fuera de Rusia, en compañía de la célebre cantante de ópera Pauline Viardot-Garcia, su amante. Desde 1871 vivió en París, donde conoció a George Sand, Gustave Flaubert, Émile Zola y Henry James.
Entre la obra de Turguéniev se cuentan obras de teatro, relatos, novelas y apuntes no narrativos. Aparecieron muchos poemas y apuntes en prosa antes de la aparición de su primer título, Relatos de un cazador (1852), colección de cuentos sobre la vida rural. De sus muchas obras teatrales, destaca Un mes en el campo (1855), estudio de la aristocracia. De sus relatos y novelas cortas destacan, Primer amor (1860) y Torrentes de primavera(1872). Entre sus novelas aparecen La víspera (1860) y Humo (1867), tempestuosas historias de amor. En su mejor novela, Padres e hijos (1862), Bazarov, el protagonista de la novela, es un joven idealista que lucha por la libertad universal.
El primer éxito literario de Turguénev fue Diario de un cazador (Записки охотника), conocido también como Memorias de un cazador o Relatos de un cazador. Basada en las propias observaciones del autor mientras cazaba pájaros o liebres en la región natal de su madre, Spásskoye, la obra apareció en forma de colección de cuentos en 1852. De su fama habla el hecho de que se dijera que el futuro zar Alejandro II se viera muy influido por el libro en su decisión sobre la emancipación de los siervos y que su influencia haya sido señalada como equivalente a la de La cabaña del tío Tom en los Estados Unidos. En ese mismo año, entre el Diario... y su primera novela importante, Turguénev escribió un notable obituario para su ídolo Gógol en la Gazeta de San Petersburgo;
Obras
Novela
1857: Rudin
1859: Nido de hidalgos
1860: En vísperas
1862: Padres e hijos
1867: Humo
1877: Tierra virgen
Cuentos
1850: Dnevnik líshnego cheloveka
1851: Dama de provincia
1852: Memorias de un cazador
1855: Yákov Pásynkov
1856: Fausto: Historia en nueve cartas
1858: Anuchka
1860: Pérvaia Liubov
1870: El rey Lear de la estepa
1872: Aguas primaverales
1881: Cantar del amor triunfal
1882: Cuentos misteriosos
Drama
1843: Descuido
1850/1851: Conversación en la ruta
1846/1852: La fortuna del idiota
1857/1862: Carga de familia
1855/1872: Un mes en el campo
1882: Atardecer en Sorrento
Una cacería de patos silvestres
[Cuento - Texto
completo.]
—¿Quiere que
vayamos a Lyove, señor? —me propuso un día Jermolai—. Allí vamos a encontrar
muchos patos.
Accedí, a
pesar de que no me atraía mucho tal clase de caza.
Lyove es una
importante aldea de la estepa, dominada por la cúpula de su vieja iglesia, y
tiene dos molinos a la orilla del Rossola, riachuelo que corre no lejos del
camino y atraviesa grandes pantanos.
A cierta
distancia de la aldea, este riachuelo forma un estanque, en medio del cual hay
islotes formados por junqueras. Viven y se multiplican allí patos salvajes de
todas las especies. Vuelan en pequeñas bandas por encima de sus abrigos
vegetales, y el cazador más perezoso no resiste las ganas de dispararles un
tiro al vuelo.
Como el
pato, en su prudencia, no se aproxima a la orilla y los perros no se arriesgan
a meterse en las aguas cenagosas y llenas de vegetación, fuimos a proveernos de
un bote. Volvíamos a la aldea, cuando en un rodeo del camino hallamos un perro
de aspecto bastante mísero. Lo seguía un cazador que llevaba su escopeta en
bandolera.
Se olieron
los perros, como acostumbran, y el hombre nos saludó cortésmente. Tenía unos
veinticinco años. Largos cabellos alisados con “kwass” pendían en mechas tiesas
alrededor de su cara y llevaba atada una pañoleta, como si tuviese dolor de
muelas. Con un tono muy insinuante me dijo:
—¿Quiere
aceptar mis servicios? Me llamo Vladimiro y soy cazador en estos parajes. Supe
de su llegada y me apresuré a venir.
—Aceptado.
Venga usted con nosotros.
Me refirió
su historia enseguida. Había sido “dworoin”, pero obtuvo su libertad. Sirvió
como camarero, sabía leer y escribir y hasta había leído algunas novelas.
Desgraciadamente, lo mismo que muchos en su caso, no trabajaba y no tenía un
“kopeck”. Aunque se hubiese visto obligado a contar solamente con el maná del
desierto, no habría sido más pobre. Se escuchaba y quería tener un continente
distinguido, lo que dejaba suponer que procuraba gustar al bello sexo y que sus
conquistas eran fáciles, porque las muchachas rusas adoran a los que hablan
bien.
Me hizo
entender, afectando que no tenía tal intención, que lo recibían muchos
propietarios de los alrededores, que solía jugar a los naipes en casas de su
ciudad y que conocía a personas de la capital.
Tenía varias
sonrisas a su disposición. Cuando me escuchaba, aclaraba sus labios una sonrisa
modesta y contenida. No me contradecía, pero su actitud expresaba que él
también comprendía las cosas, aunque a su manera. Jermolai lo tuteaba, pero
Vladimiro le respondía con tan graciosa política, sin tutearle, que cualquier
otro hubiera advertido la lección de urbanidad.
—¿Le duelen
a usted las muelas? —pregunté a Vladimiro.
—No. Un
accidente de caza. Un amigo, cazador novicio, vino a pedirme que lo llevase a
cazar, porque deseaba vivamente conocer esta diversión. Por no desairarlo
accedí, lo llevé conmigo, le presté una escopeta. Después de caminar algo, me
senté bajo un árbol, y él se entretenía en apuntarme, a pesar de mis observaciones.
Salió el tiro y me llevó una parte del mentón y el índice de la mano derecha.
Ya estábamos
en Lyove. Jermolai y Vladimiro se echaron en busca de un hombre llamado
Sutchok, que poseía un bote chato.
Los esperé
en el cementerio que rodea la iglesia. Mientras me paseaba, llamó mi atención
un fragmento de columna ennegrecido por el tiempo. Me acerqué. Tenía cuatro
inscripciones. Una decía, en francés: “Aquí yace Theóphile Henri, conde de
Blangy.” Otra en ruso: “Aquí reposa el cuerpo del conde de Blangy, súbdito
francés, nacido en 1737, muerto en 1799, a la edad de 62 años.” Una tercera:
“Paz a sus restos.” La última ostentaba frases pomposas para recordar que el
conde de Blangy, expulsado de su país por los tiranos, había venido a
refugiarse en Rusia y se había consagrado a la educación de la juventud.
Hacía rato
que meditaba junto a la tumba, cuando Jermolai y Vladimiro volvieron
acompañados de Sutchok.
Tendría
sesenta años por lo menos, y me dio la impresión de ser un “dvorovi” jubilado.
Venía descalzo; su traje denunciaba mucha miseria.
—¿Tienes un
bote? —le pregunté.
—Sí, pero no
es gran cosa —me respondió en voz baja y fatigada.
—¿Cómo es
eso?
—Está lleno
de agujeros y se han caído los tapones de estopa que tenía.
—Volveremos
a ponerlos —interrumpió Jermolai.
—Como
quieras —repuso Sutchok.
—¿En qué te
ocupas?
—Soy
pescador señorial.
—Si es así,
¿por qué tienes tu bote en mal estado?
—Porque no
hay peces en el estanque.
—A los peces
no les gusta el agua de los pantanos —dijo Jermolai con acento de hombre
entendido. Yo le dije:
—Busca sebo
y estopa. Sin esta precaución tendríamos que zambullirnos luego a luego.
—La
misericordia divina es grande —respondió Vladimiro, de cuyo coraje no estaba
seguro—. Pero el estanque no ha de ser muy hondo.
—No —repuso
Sutchok—, pero hay en el agua una vegetación tupida y un lodo espeso, y también
agujeros.
—En tal caso
no podremos remar —sugirió Vladimiro.
—No se rema
con un bote chato; se le va empujando. Yo iré con ustedes, tengo una percha y, además,
puede llevarse una pala.
—Pero con
una pala no se tocará el fondo en algunos sitios —observó Vladimiro.
—La verdad
que no sería cómodo —consintió Sutchok.
Me senté a
esperar sobre una tumba. También se sentó Vladimiro, pero con muestras de respeto,
a poca distancia de mí. Sutchok permaneció en pie, la cabeza inclinada hacia
adelante y las manos a la espalda, como acostumbran los sirvientes rusos. Le
pregunté
—¿Desde
cuándo eres pescador?
—Desde hace
siete años —repuso con satisfacción.
—¿De qué te
ocupabas anteriormente?
—Era
cochero.
—¿Preferiste
dejar ese empleo?
—Fue la
señora quien me hizo cambiar.
—¿Quién es
la señora?
—Se llama
Elena Timoferivna. Nos compró hace poco; es una dama gruesa, ya no joven.
—¿Y cómo te
hiciste pescador?
—Mi señora
vive ordinariamente en Tambof; llegó un día aquí y ordenó que se reunieran
todos los “dvorovi” en el patio. Nos pasó revista. Uno le besó la mano y, como
eso pareció gustarle, todos hicieron lo mismo. A cada uno le preguntó su nombre
y el trabajo que tenía en la propiedad. Cuando me llegó el turno me preguntó:
“Y tú, ¿qué hacías?” “Soy cochero.” “¡Oh, qué cochero tan feo! —exclamó
riendo—. Tienes mala traza para cochero. Serás pescador y me suministrarás el
pescado cuando esté aquí. Cuida bien el estanque.” Y se alejó. ¿Cómo quieren
que haga lo que me pidió, si no hay peces?
—¿Dónde
estabas antes?
—Con el
propietario Serguei Sergueich Peckteref. Le habíamos tocado en herencia. Pero
solo nos conservó diez años. Allí era cochero en el campo.
—¿Eras
cochero desde niño?
—No, lo fui
con Serguei Sergueich. Anteriormente era cocinero, pero no en la ciudad; en la
campaña siempre.
—¿Cuándo te
hiciste cocinero?
—Cuando
estuve en casa del tío de Serguei Sergueich, Atanasio Nefedich, que había
comprado Lyove y se lo había dejado en herencia.
—¡Ah!, ¿de
suerte que Atanasio Nefedich te compró?
—A Tatiana
Vassilevna.
—¿Cuál es tu
verdadero nombre?
—Kusma.
—¿Has sido
cocinero mucho tiempo?
—No, también
he sido actor.
—¡Imposible!
—De verdad,
sí. Nuestra ama había organizado un teatro. Se me hacía vestir hermosos trajes,
caminaba o me sentaba y repetía lo que me enseñaban a decir. En cierta ocasión
hice de ciego; me habían metido no sé qué bajo los párpados, para que los
tuviese cerrados. Me volvieron a apandar a la cocina, después, porque mi
hermano se había escapado. Cuando estaba con el padre de Tatiana Vassilevna,
también fui picador.
—¡Vaya!
¿Llevabas los perros en la cacería?
—Sí. Ahora
bien: un día me caí del caballo, el animal quedó herido y como castigo a mi
torpeza me colocaron en casa de un zapatero.
—¿De
aprendiz? Tú ya no serías un niño.
—Tenía
veinte años, creo.
—¿Cuándo
aprendiste a cocinar?
—Eso no se
aprende; por eso todas las mujeres saben cocinar.
Al decir esto
levantó hacia mí su cara chica, amarilla y arrugada.
—¡Pobre
Kusma! ¡Cuántas cosas has visto en tu vida!
—No puedo
quejarme. Andrés Pupir, viejo como yo, tiene que fabricar papel.
—¿Eres
casado?
—No, nunca
fui casado. Tatiana Vassilevna no quería casamientos. Cuando se le pedía
permiso para contraer matrimonio, respondía: “Dios me guarde; soltera me he
quedado yo. ¿Qué les impide hacer lo que yo?”
—Me imagino
que tienes algún salario.
—No, señor;
se me da una ración. Pero yo no me quejo.
Volvió Jermolai
en ese momento y declaró con brusquedad:
—El bote
está listo.
Y
dirigiéndose al viejo:
—Y tú, trae
una percha.
Durante el
anterior diálogo, Vladimiro no había dejado de mirar a Sutchok con expresión de
lástima.
—¡Qué
idiota! —me dijo luego—. Todo lo que nos dice es falso. ¿Cómo quiere que haya
sido “dvorovi” semejante ignorante? ¡Qué jactancia! No es digno de la bondad
que usted le ha demostrado.
Dejamos los
perros al cochero, que los encerró en una “isba”, y nos embarcamos. Íbamos algo
apretados, pero cuando se va de caza no se exigen comodidades. Sutchok, atrás,
hacía andar el bote, yo estaba sentado en una tabla, hacia el medio, al lado de
Vladimiro, y Jermolai iba en la proa.
Pánico
general entre los patos. Nuestra brusca aparición los hizo volar ruidosamente.
Cada tiro dejaba una víctima. El ave herida paraba su vuelo, daba en los aires
una voltereta y caía en el agua. Perdimos muchas piezas, porque los patos
apenas heridos se sumergían y escapaban, y otros iban a morir en medio de los
juncos tupidos, donde el ojo ejercitado de mi cazador no conseguía señalarlos.
De todos
modos nuestra caza fue abundante y al cabo de algunas horas el bote se iba
hundiendo bajo el peso del botín. Jermolai observó con alegría que Vladimiro
era un mal tirador. Cada vez que fallaba su disparo, hacía un gesto de
sorpresa, miraba su escopeta, soplaba en el caño y siempre hallaba motivo que
pudiese explicar lo que no era sino torpeza.
Jermolai fue
hábil, como de costumbre, y yo me porté bastante bien. Sutchok nos miraba con
la impasibilidad de un servidor habituado a los amos. A veces gritaba, viendo
caer un ave: “¡Otro patito más!” Y muy contento se rascaba los omóplatos con
ese modo peculiar de los campesinos rusos.
Se hizo
tarde y fue necesario volver a la orilla y poner fin a nuestras hazañas. Pero
esta partida de placer terminó con una mala ventura.
Desde que
advertimos que el bote hacía agua, Vladimiro la echaba afuera con una
escudilla. Eso anduvo bien durante cierto tiempo. Pero al caer la tarde los
patos, como si hubieran querido desazonarnos, volaban por encima de nuestro
bote en tal número que olvidamos nuestra situación. Nos costó caro. Al querer
atrapar un pato herido, Jermolai se inclinó de tal modo que su peso hizo zozobrar
la embarcación, que se fue a fondo. En dos segundos nos vimos sumergidos en el
agua hasta el pescuezo, circundados por los patos que con tanto trabajo
habíamos cazado.
No puedo
dejar de reírme cuando recuerdo las caras deplorablemente cómicas que tenían
mis compañeros de infortunio. Sin duda, también mi facha era lamentable. Sin
embargo, cuando ocurrió el accidente, no estaba para bromas. Cada uno había
dado un grito de espanto y alzado la escopeta, instintivamente, por encima de
su cabeza. Sutchok, habituado a imitar a todo el mundo, también alzaba su
pértiga.
Jermolai fue
el primero en romper el silencio.
—¡Maldición!
—gritó escupiendo al agua, como hacen los rusos de clase inferior como
expresión de despecho y desprecio. Y mirando a Sutchok, añadió:
—¡Tú, viejo
diablo, tienes la culpa!
Luego,
furioso, encarándose con Vladimiro:
—Y tú,
animal, ¿qué dices ahora? Debías haber sacado toda el agua, tú, tú, tú…
Vladimiro
había perdido su elocuencia. Temblaba, daba diente con diente, parecía loco. No
solo había olvidado su facundia, sino también su dignidad. Yo tocaba con los
pies el bote.
En el
momento de nuestra zambullida el agua me pareció muy fría, pero a la larga dejé
de notarlo. Cuando me repuse algo, miré a mi alrededor; cerca de nosotros la
masa de juncos ligeros, y más allá, lejos, la aldea.
—¿Qué
haremos ahora? —pregunté a Jermolai.
—Vamos a
ver. No es cosa de pasar aquí la noche.
Y
dirigiéndose con dureza a Vladimiro:
—Tú, toma mi
escopeta.
Vladimiro,
sin decir una palabra, obedeció humildemente. Jermolai continuó:
—Voy a
buscar un vado, si lo hay.
Y convencido
de que sí lo había, y tanteando con la pértiga de Sutchok, caminó resueltamente
en dirección a la orilla. Yo le grité:
—¿Sabes
nadar?
—Ni por
asomo —repuso, mientras desaparecía entre los juncos.
—Se ahogará
—dijo fríamente Sutchok.
Este se
había repuesto completamente del susto. Y ahora, al ver que no estábamos
enojados contra él, había recobrado su impasibilidad. Y solo de cuando en
cuando soltaba alguna exclamación.
Vladimiro,
entonces, me dijo que a su juicio mi cazador se exponía inútilmente.
Jermolai, al
cabo de algunos minutos, ya no respondía a los gritos que le dábamos de vez en
cuando. O habíamos dejado de oírlo.
Sonó el
toque de oración en la aldea. Después el silencio a nuestro alrededor se hizo
absoluto. Evitábamos mirarnos.
A cada
instante volaban patos salvajes por encima de nosotros. Buscaban un sitio donde
posarse. Pero, al vernos, remontaban otra vez el vuelo, lanzando roncos gritos.
Nos entumecíamos. Una hora transcurrió después de la partida de Jermolai. A
Sutchok se le cerraban los ojos, cómo si tuviese sueño. Yo había perdido las
esperanzas, cuando reapareció Jermolai.
—¿Has
encontrado algo? —le pregunté.
—Vuelvo de
la orilla. Encontré un vado. Vengan.
Antes de
hacernos pasar, Jermolai sacó de su bolsillo una cuerda, con la que ató los
patos que flotaban a nuestro alrededor. Luego sujetó la cuerda con los dientes
y tomó la delantera. Vladimiro le seguía. Yo en segundo lugar, Sutchok el
último. La distancia que nos separaba de la orilla era más o menos un cuarto de
“versta”. Jermolai avanzaba resueltamente sin vacilación; se sabía de memoria
los menores accidentes de este nuevo camino y de tiempo en tiempo gritaba:
—¡Por la
izquierda! —o bien—: ¡Cuidado que hay un agujero! ¡Más a la derecha!
A veces el
agua nos llegaba a la boca. Sutchok, el más bajo de nosotros, se hundía, con
peligro de ahogarse; se debatía, tragaba agua. Jermolai le gritaba severamente.
—¡Ánimo,
ánimo, adelante!
Y esforzándose,
y estirándose, el pobre viejo iba ganando terreno. Debo advertir que en ningún
momento la turbación le hizo olvidar las conveniencias hasta el punto de
prenderse a mi chaqueta. Llegamos sanos y salvos a la orilla, empapados hasta
los huesos, como puede imaginarse, cubiertos de greda, barro, hierbas;
estábamos irreconocibles.
Dos horas
después, en una granja, más o menos lavados, nos disponíamos a la cena, con
gran apetito. El cochero, hombre de mucho reposo, obsequiaba con rapé al viejo
Sutchok, que lo tomaba con frenesí.
Vladimiro
estaba melancólico, inclinada la cabeza. Jermolai limpiaba las escopetas.
Husmeaban los perros una sopa de avena que se cocía para ellos, y movían
alegremente el rabo. En el establo, los caballos piafaban y relinchaban
sintiéndonos.
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