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digital de la Editorial Puerto Libro editorialpuertolibro@gmail.com AÑO IV – Nº 32
- octubre de 2015
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo
Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su
cuaderno de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos
aquellos acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria.
En esta Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados.
Hoy, debemos dejar
debida nota de la ganadora del Nobel de Literatura 2015. ¿Porqué?, porque es
una periodista que supo ser robada por la literatura. Hasta sus notas
periodísticas son realmente memorables páginas literarias.

La
escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, de 67 años, es la ganadora del Premio
Nobel de Literatura 2015. El
dictamen de la Academia sueca destaca "sus escritos polifónicos, un
monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo". Escritora y
periodista, ha retratado en lengua rusa la realidad y el drama de gran parte de
la población de la antigua URSS, así como de los sufrimientos de Chernóbil, la
guerra de Afganistán y los conflictos del presente. Es muy crítica con el
Gobierno bielorruso. "Respeto el mundo ruso de la literatura y la ciencia,
pero no el mundo ruso de Stalin y Putin", ha dicho la autora en una rueda
de prensa en Minsk, tras el anuncio del galardón.
Nacida en
Ucrania, hija de un militar soviético, de origen bielorruso. Cuando su padre se
retiró del Ejército, la familia se estableció en Bielorrusia y allí ella
estudió periodismo en la Universidad de Minsk y trabajó en distintos medios de
comunicación. Se dio a conocer con La guerra no tiene rostro de mujer,
una obra que finalizó en 1983 pero que, por cuestionar clichés sobre el
heroísmo soviético y por su crudeza, solo llegó a ser publicada dos años más
tarde gracias al proceso de reformas conocido por la perestroika. El estreno de
la versión teatral de aquella crónica descarnada en el teatro de la Taganka de
Moscú, en 1985, marcó un hito en la apertura iniciada por el dirigente
soviético Mijaíl Gorbachov.
Muy
influida por el escritor Alés Adamóvich, al que considera su maestro,
Alexiévich aborda sus temas con técnica de montaje documental. Su especialidad
es dejar fluir las voces -monólogos y corales- en torno a las experiencias del
"hombre rojo" o el "homo sovieticus" y también
postsoviético. La obra de Alexiévich gira en torno a la Unión Soviética
para descomponer este concepto en destinos individuales y compartidos y, sobre
todo, en tragedias concretas. Alexiévich se mueve en el terreno del
drama, explora las más terribles y desoladas vivencias y se asoma una y otra
vez a la muerte. En 1989 publicó Tsinkovye Málchiki (Los
chicos de cinc)sobre la experiencia de la guerra en Afganistán.
Para escribirlo se recorrió el país entrevistando a madres de soldados que
perecieron en la contienda. En 1993, publicó Zacharovannye Smertiu (Cautivados por la
muerte) sobre los suicidios de quienes no habían podido sobrevivir
al fin de la idea socialista. En 1997, le tocó el turno a la catástrofe de la
central nuclear de Chernóbil en Voces de Chernóbil,
publicado en castellano en 2006 por Editorial Siglo XXI, que
reeditó el año pasado Penguin Random House.
El año
pasado lanzó El fin del homo sovieticus,
publicado en alemán y en ruso, y que en España editará Acantilado, a
principios de 2016. En este nuevo documento, Alexiévich se propone
"escuchar honestamente a todos los participantes del drama
socialista", dice el prólogo. Afirma la escritora que el "homo
sovieticus" sigue todavía vivo, y no es solo ruso, sino también bielorruso,
turcomano, ucraniano, kazajo... "Ahora vivimos en distintos Estados,
hablamos en distintas lenguas, pero somos inconfundibles, nos reconocen en
seguida. Todos nosotros somos hijos del socialismo", afirma, refiriéndose
a quienes son sus "vecinos por la memoria". "El mundo ha cambiado
completamente y no estábamos verdaderamente preparados", dijo en una
reciente entrevista a Le Monde. Atrapada aún en el espacio soviético,
Alexiévich indaga con angustia y sufrimiento sobre el fin de una cultura, una
civilización, unos mitos y unas esperanzas.
Crítica
con el régimen del presidente bielorruso Alexandr Lukashenko, la escritora
reside la mayor parte del tiempo en el extranjero y últimamente lo hace en
Alemania, donde su último libro ha tenido un enorme impacto.
El galardón es presentado en Estocolmo, Suecia, en una
celebración anual que se realiza cada 10 de diciembre, fecha del aniversario
del fallecimiento de Nobel
UNA SOLITARIA VOZ HUMANA
(Primeras
páginas de “Voces de Chernóbil”) publicado
en castellano en 2006 por
Editorial Siglo
XXI
No sé de qué hablar... ¿De
la muerte o del amor? ¿O es lo
mismo? ¿De qué?
Nos habíamos casado no
hacía mucho. Aún íbamos por
la calle agarrados de la
mano, hasta cuando íbamos de compras.
Siempre juntos. Yo le
decía: «Te quiero». Pero aún no
sabía cuánto le quería. Ni
me lo imaginaba... Vivíamos en
la residencia de la unidad
de bomberos, donde él trabajaba.
En el piso de arriba.
Junto a otras tres familias jóvenes, con
una sola cocina para
todos. Y en el bajo estaban los coches.
Unos camiones de bomberos
rojos. Este era su trabajo. Yo
siempre estaba al
corriente: dónde se encontraba, qué le
pasaba...
En mitad de la noche oí un
ruido. Gritos. Miré por la ventana.
Él me vio:
—Cierra las ventanillas y
acuéstate. Hay un incendio en
la central. Volveré
pronto.
No vi la explosión. Solo
las llamas. Todo parecía iluminado.
El cielo entero... Unas
llamas altas. Y hollín. Un calor
horroroso. Y él seguía sin
regresar. El hollín se debía a que
ardía el alquitrán; el
techo de la central estaba cubierto de
asfalto. Sobre el que la
gente andaba, como él después recordaría,
como si fuera resina.
Sofocaban las llamas y él, mientras,
reptaba. Subía hacia el
reactor. Tiraban el grafito ardiente
con los pies... Acudieron
allí sin los trajes de lona; se
una
solitaria voz humana 21
fueron para allá tal como
iban, en camisa. Nadie les advirtió;
era un aviso de un
incendio normal.
Las cuatro... Las cinco...
Las seis... A las seis teníamos la
intención de ir a ver a
sus padres. Para plantar patatas. Desde
la ciudad de Prípiat hasta
la aldea de Sperizhie, donde vivían
sus padres, hay 40
kilómetros. Íbamos a sembrar, a arar. Era
su trabajo favorito... Su
madre recordaba a menudo que ni
ella ni su padre querían
dejarlo marchar a la ciudad; incluso
le construyeron una casa
nueva.
Pero se lo llevaron al
ejército. Sirvió en Moscú, en las
tropas de bomberos, y
cuando regresó, solo quería ser bombero.
Ninguna otra cosa. [Calla.]
A veces me parece oír su
voz... Oírle vivo... Ni siquiera las
fotografías me producen
tanto efecto como la voz. Pero nunca
me llama... Ni en
sueños... Soy yo quien lo llama a él...
Las siete... A las siete
me comunicaron que estaba en el
hospital. Corrí hacia
allí, pero el hospital ya estaba acordonado
por la milicia; no dejaban
pasar a nadie. Solo entraban
las ambulancias. Los
milicianos gritaban: «Los coches están
irradiados, no os
acerquéis». No solo yo, vinieron todas las
mujeres, todas cuyos
maridos habían estado aquella noche
en la central.
Corrí en busca de una
conocida que trabajaba como médico
en aquel hospital. La
agarré de la bata cuando salía de
un coche:
—¡Déjame pasar!
—¡No puedo! Está mal.
Todos están mal.
Yo la tenía agarrada:
—Solo quiero verlo.
—Bueno —me dice—, corre. Quince
o veinte minutos.
Lo vi... Estaba hinchado,
todo inflamado... Casi no tenía
ojos...
—¡Leche! ¡Mucha leche! —me
dijo mi conocida—. Que
beba al menos tres litros.
—Él no toma leche.
22
una solitaria voz humana
—Pues ahora la tendrá que
beber.
Muchos médicos, enfermeras
y, especialmente, las auxiliares
de aquel hospital, al cabo
de un tiempo, se pondrían enfermas.
Morirían... Pero entonces
nadie lo sabía.
A las diez de la mañana
murió el técnico Shishenok. Fue
el primero... El primer
día... Luego supimos que, bajo los escombros,
se había quedado otro...
Valera Jodemchuk. No
lograron sacarlo. Lo
emparedaron con el hormigón. Pero
entonces aún no sabíamos
que todos ellos serían solo los
primeros...
Le pregunto:
—Vasia,* ¿qué hago?
—¡Vete de aquí! ¡Vete! Estás
esperando un niño. —Estoy
embarazada, es cierto.
Pero ¿cómo lo voy a dejar? Él me
pide—: ¡Vete! ¡Salva al
crío!
—Primero te tengo que
traer leche, y luego ya veremos.
Llega mi amiga Tania
Kibenok. Su marido está en la misma
sala. Ha venido con su
padre, que tiene coche. Nos subimos
al coche y vamos a la
aldea más cercana a por leche.
A unos tres kilómetros de
la ciudad. Compramos muchas
garrafas de tres litros de
leche. Seis, para que hubiera para
todos. Pero la leche les
provocaba unos vómitos terribles.
Perdían el sentido sin
parar y les pusieron el gota a gota. Los
médicos nos aseguraban, no
sé por qué, que se habían envenenado
con los gases, nadie
hablaba de la radiación.
Entretanto, la ciudad se
llenó de vehículos militares, se
cerraron todas las carreteras...
Se veían soldados por todas
partes. Dejaron de
circular los trenes de cercanías, los expresos...
Lavaban las calles con un
polvo blanco... Me alarmé:
¿cómo iba a conseguir
llegar al pueblo al día siguiente para
comprarle leche fresca?
Nadie hablaba de la radiación... Solo
los militares iban con
caretas. La gente de la ciudad llevaba
su pan de las tiendas, las
bolsas abiertas con los bollos. En los
* Diminutivo de
Vasili. (N.
del T.)
una
solitaria voz humana 23
estantes había pasteles...
La vida seguía como de costumbre.
Solo... lavaban las calles
con un polvo...
Por la noche no me dejaron
entrar en el hospital... Había
un mar de gente en los
alrededores. Yo estaba frente a su
ventana; él se acercó a
ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan
desesperado! Entre la
muchedumbre, alguien entendió lo que
decía: que aquella noche
se los llevaban a Moscú. Todas las
esposas nos arremolinamos
en un corro. Y decidimos: nos vamos
con ellos. ¡Dejadnos estar
con nuestros maridos! ¡No
tenéis derecho! Quisimos
abrirnos paso a golpes, a arañazos.
Los soldados..., los
soldados ya habían formado un doble cordón
y nos impedían pasar a
empujones. Entonces salió el médico
y nos confirmó que se los
llevaban aquella misma noche
en avión a Moscú; que debíamos
traerles ropa; la que llevaban
en la central se había
quemado. Los autobuses ya no funcionaban,
y fuimos a pie, corriendo,
a casa. Cuando volvimos
con las bolsas, el avión
ya se había marchado... Nos engañaron
a propósito. Para que no
gritáramos, ni lloráramos...
Llegó la noche... A un
lado de la calle, autobuses, cientos
de autobuses (ya estaban
preparando la evacuación de la
ciudad), y al otro,
centenares de coches de bomberos. Los
trajeron de todas partes.
Toda la calle cubierta de espuma
blanca... Íbamos pisando
aquella espuma... Gritando y maldiciendo...
Por la radio dijeron que
evacuarían la ciudad, para tres o,
a lo mejor, cinco días.
«Llévense consigo ropa de invierno y
de deporte, porque van a
vivir en el bosque. En tiendas de
campaña.» La gente hasta
se alegró: «¡Nos mandan al campo!
». Allí celebraremos la
fiesta del Primero de Mayo. Algo
inusual. La gente
preparaba carne asada para el camino, y
compraban vino. Se
llevaban las guitarras, los magnetófonos...
¡Las maravillosas fiestas
de mayo! Solo lloraban las
mujeres a cuyos maridos
les había pasado algo.
No recuerdo el viaje.
Cuando vi a su madre, fue como si
despertara:
24
una solitaria voz humana
—¡Mamá, Vasia está en
Moscú! ¡Se lo llevaron en un vuelo
especial!
Acabamos de sembrar el
huerto: patatas, coles... [¡Y a la
semana evacuarían la
aldea!] ¿Quién
lo iba a saber? Por la
noche tuve un ataque de
vómito. Era mi sexto mes de embarazo.
Me sentía tan mal...
Esa noche soñé que me
llamaba. Mientras estuvo vivo me
llamaba en sueños:
«¡Liusia, Liusia!». Pero, una vez que murió,
ni una sola vez. No me
llamó ni una sola vez. [Llora.] Me
levanté por la mañana y me
dije: «Me voy sola a Moscú. Yo
que...».
—¿Adónde vas a ir en tu
estado? —me dijo llorando su
madre. También se vino
conmigo mi padre:
—Será mejor que te
acompañe. —Sacó todo el dinero de
la libreta, todo el que
tenían. Todo...
No recuerdo el viaje.
También se me borró de la cabeza
todo el camino... En Moscú
preguntamos al primer miliciano
que encontramos a qué hospital
habían llevado a los bomberos
de Chernóbil y nos lo
dijo; yo hasta me sorprendí de ello
porque nos habían
asustado: «No os lo dirán; es un secreto
de Estado,
ultrasecreto...».
—A la clínica número seis.
A la Schúkinskaya.
En el hospital, que era una
clínica especial de radiología,
no dejaban entrar sin
pases. Le di dinero a la vigilante de
guardia y me dijo: «Pasa».
Me dijo a qué piso debía ir. No sé
a quién más le supliqué,
le imploré... Lo cierto es que ya estaba
en el despacho de la jefa
de la sección de radiología:
Anguelina Vasílievna
Guskova. Entonces aún no sabía cómo
se llamaba, no se me
quedaba nada en la cabeza. Lo único
que sabía era que debía
verlo... Encontrarlo...
Ella me preguntó
enseguida:
—¡Pero, alma de Dios!
¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?
¿Cómo iba a decirle la
verdad? Estaba claro que tenía
que esconderle mi
embarazo. ¡No me lo dejaría ver! Menos
mal que soy delgadita y no
se me nota nada.
una
solitaria voz humana 25
—Sí —le contesto.
—¿Cuántos?
Pienso: «He de decirle que
dos. Si solo es uno, tampoco
me dejará pasar».
—Un niño y una niña.
—Bueno, si son dos, no
creo que vayas a tener más. Ahora
escucha: su sistema
nervioso central está dañado por completo;
la médula está
completamente dañada...
«Bueno —pensé—, se volverá
algo más nervioso.»
—Y óyeme bien: si te pones
a llorar, te mando al instante
para casa. Está prohibido
que os abracéis y que os beséis. No
te acerques mucho. Te doy
media hora.
Pero yo ya sabía que no me
iría de allí. Si me iba, sería con
él. ¡Me lo había jurado a
mí misma!
Entro... Los veo sentados
sobre las camas, jugando a las
cartas, riendo.
—¡Vasia! —lo llaman.
Se da la vuelta.
—¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha
encontrado! ¡Estoy perdido!
Daba risa verlo, con su
pijama de la talla 48, él, que usa
una 52. Las mangas cortas,
los pantalones... Pero ya le había
bajado la hinchazón de la
cara... Les inyectaban no sé qué
solución...
—¿Tú, perdido? —le
pregunto.
Y él que ya quiere
abrazarme.
—Sentadito. —La médico no
lo deja acercarse a mí—.
Nada de abrazos aquí.
No sé cómo, pero nos lo
tomamos a broma. Y al momento
todos se acercaron a
nosotros; vinieron hasta de las otras
salas. Todos eran de los
nuestros. De Prípiat. Porque habían
sido veintiocho los que
habían traído en avión. «¿Qué hay de
nuevo? ¿Qué pasa en la
ciudad?» Yo les cuento que han empezado
a evacuar a la gente, que
se llevan fuera a toda la
ciudad durante unos tres o
cinco días. Los chicos se callaron;
pero también había allí
dos mujeres; una de ellas estaba de
26
una solitaria voz humana
guardia en la entrada el
día del accidente, y la mujer rompió
a llorar:
—¡Dios mío! Allí están mis
hijos. ¿Qué va a ser de ellos?
Yo tenía ganas de estar a
solas con él; bueno, aunque solo
fuera un minuto. Los
muchachos se dieron cuenta de la situación
y cada uno se inventó un
pretexto para salir al pasillo.
Entonces lo abracé y lo
besé. Él se apartó.
—No te sientes cerca. Coge
una silla.
—Todo eso son bobadas —le
dije, quitándole importancia—.
¿Viste dónde se produjo la
explosión? ¿Qué es lo que
pasó? Porque vosotros
fuisteis los primeros en llegar...
—Lo más seguro es que haya
sido un sabotaje. Alguien lo
habrá hecho a propósito.
Todos los chicos piensan lo mismo.
Entonces decían eso. Y lo
creían de verdad.
Al día siguiente, cuando
llegué, ya los habían separado;
cada uno en una sala
aparte. Les habían prohibido categóricamente
salir al pasillo.
Hablarse. Se comunicaban golpeando
la pared. Punto-raya,
punto-raya. Punto... Los médicos
lo justificaron diciendo
que cada organismo reacciona
de manera diferente a las
dosis de radiación, de manera que
lo que uno aguanta puede
que no lo resista otro. Allí, donde
estaban ellos, hasta las
paredes reaccionaban al geiger.
A derecha e izquierda, y
en el piso de abajo. Sacaron a todo
el mundo de allí; no
dejaron ni a un solo paciente... Por debajo
y por encima, tampoco
nadie...
Viví tres días en casa de
unos conocidos de Moscú. Mis
conocidos me decían: coge
la cazuela, coge la olla, coge todo
lo que necesites, no
sientas vergüenza. ¡Así resultaron ser
estos amigos! ¡Así eran! Y
yo hacía una sopa de pavo para
seis personas. Para seis
de nuestros muchachos... Los bomberos.
Del mismo turno. Todos
estaban de guardia aquella noche:
Vaschuk, Kibenok, Titenok,
Právik, Tischura...
En la tienda les compré a
todos pasta de dientes, cepillos,
jabón... No había nada de
esto en el hospital. Les compré
toallas pequeñas... Ahora
me admiro de aquellos conocidos
una
solitaria voz humana 27
míos; tenían miedo, por
supuesto; no podían dejar de tenerlo;
ya corrían todo tipo de
rumores; pero, de todos modos, se
prestaban a ayudarme: coge
todo lo que necesites. ¡Cógelo!
¿Y él cómo está? ¿Cómo se
encuentran todos? ¿Saldrán con
vida? Con vida... [Calla.]
En aquellos días me topé
con mucha gente buena; no los
recuerdo a todos. El mundo
se redujo a un solo punto. Se
achicó... A él. Solo a
él... Recuerdo a una auxiliar ya mayor,
que me fue preparando:
—Algunas enfermedades no
se curan. Debes sentarte a
su lado y acariciarle la
mano.
Por la mañana temprano voy
al mercado; de allí a casa de
mis conocidos; y preparo
el caldo. Hay que rallarlo todo, desmenuzarlo,
repartirlo en porciones...
Uno me pidió: «Tráeme
una manzana».
Con seis botes de medio
litro. ¡Siempre para seis! Y para
el hospital.... Me quedo
allí hasta la noche. Y luego, de nuevo
a la otra punta de la
ciudad. ¿Cuánto hubiera podido resistir?
Pero, a los tres días, me
ofrecieron quedarme en el hotel
destinado al personal
sanitario, en los terrenos del propio
hospital. ¡Dios mío, qué
felicidad!
—Pero allí no hay cocina.
¿Cómo voy a prepararles la
comida?
—Ya no tiene que cocinar.
Sus estómagos han dejado de
asimilar alimentos.
Él empezó a cambiar. Cada
día me encontraba con una
persona diferente a la del
día anterior. Las quemaduras le
salían hacia fuera.
Aparecían en la boca, en la lengua, en las
mejillas... Primero eran
pequeñas llagas, pero luego fueron
creciendo. Las mucosas se
le caían a capas..., como si fueran
unas películas blancas...
El color de la cara, y el del cuerpo...,
azul..., rojo..., de un
gris parduzco. Y, sin embargo, todo en él
era tan mío, ¡tan querido!
¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible
escribirlo! ¡Ni siquiera
soportarlo!...
Lo que te salvaba era el
hecho de que todo sucedía de
28
una solitaria voz humana
manera instantánea, de
forma que no tenías ni que pensar,
no tenías tiempo ni para
llorar.
¡Lo quería tanto! ¡Aún no
sabía cuánto lo quería! Justo
nos acabábamos de casar...
Aún no nos habíamos saciado el
uno del otro... Vamos por
la calle. Él me coge en brazos y se
pone a dar vueltas. Y me
besa, me besa. Y la gente que pasa,
ríe...
El curso clínico de una
dolencia aguda de tipo radiactivo
dura catorce días... A los
catorce días, el enfermo muere...
Ya el primer día que pasé
en el hotel, los dosimetristas me
tomaron una medida. La
ropa, la bolsa, el monedero, los zapatos,
todo «ardía». Me lo
quitaron todo. Hasta la ropa interior.
Lo único que no tocaron
fue el dinero. A cambio, me
entregaron una bata de
hospital de la talla 56 —a mí, que
tengo una 44—, y unas zapatillas
del 43 en lugar de mi 37. La
ropa, me dijeron, puede
que se la devolvamos, o puede que
no, porque será difícil
que se pueda «limpiar».
Y así, con ese aspecto, me
presenté ante él. Se asustó:
—¡Madre mía! ¿Qué te ha
pasado?
Aunque yo, a pesar de todo,
me las arreglaba para hacerle
un caldo. Colocaba el
hervidor dentro del bote de vidrio.
Y echaba allí los pedazos
de pollo... Muy pequeños... Luego,
alguien me prestó su
cazuela, creo que fue la mujer de la
limpieza o la vigilante
del hotel. Otra persona me dejó una
tabla en la que cortaba el
perejil fresco. Con aquella bata no
podía ir al mercado;
alguien me traía la verdura. Pero todo
era inútil: ni siquiera
podía beber... ni tragar un huevo crudo...
¡Y yo que quería llevarle
algo sabroso! Como si eso
hubiera podido ayudar.
Un día, me acerqué a
Correos:
—Chicas —les pedí—, tengo
que llamar urgentemente a
mis padres a
Ivano-Frankovsk. Se me está muriendo aquí el
marido.
Por alguna razón,
enseguida adivinaron de dónde y quién
era mi marido, y me dieron
línea inmediatamente. Aquel
una
solitaria voz humana 29
mismo día, mi padre, mi
hermana y mi hermano tomaron el
avión para Moscú. Me
trajeron mis cosas. Dinero.
Era el 9 de mayo... Él
siempre me decía: «¡No te imaginas
lo bonita que es Moscú!
Sobre todo el Día de la Victoria,
cuando hay fuegos
artificiales. Quiero que lo veas algún día».
Estoy a su lado en la
sala; él abre los ojos:
—¿Es de día o de noche?
—Son las nueve de la
noche.
—¡Abre la ventana! ¡Van a
empezar los fuegos artificiales!
Abrí la ventana. Era un
séptimo piso; toda la ciudad ante
nosotros. Y un ramo de
luces encendidas se alzó en el cielo.
—Esto sí que...
—Te prometí que te
enseñaría Moscú. Igual que te prometí
que todos los días de
fiesta te regalaría flores...
Miro hacia él y veo que
saca de debajo de la almohada
tres claveles. Le había
dado dinero a la enfermera y ella había
comprado las flores.
Me acerqué a él y lo besé.
—Amor mío. Cuánto te
quiero.
Y él, que se me pone
protestón, y me dice:
—¿Qué te han dicho los
médicos? ¡No se me puede abrazar!
¡Ni se me puede besar!
No me dejaban abrazarlo.
Pero yo... Yo lo incorporaba, lo
sentaba... Le cambiaba las
sábanas... Le ponía el termómetro,
se lo quitaba... Le ponía
y le quitaba la cuña. Lo aseaba... Me
pasaba la noche a su
lado... Vigilando cada uno de sus movimientos,
cada suspiro.
Menos mal que fue en el
pasillo y no en la sala. La cabeza
me empezó a dar vueltas y
me agarré a la repisa de la ventana.
En aquel momento pasó por
allí un médico, que me sujetó
de la mano. Y de pronto:
—¿Está usted embarazada?
—¡No, no! —Me asusté
tanto. Tenía miedo de que alguien
nos oyera.
30
una solitaria voz humana
—No me engañe —me dijo en
un suspiro.
Me sentí tan perdida que
ni se me ocurrió contestarle.
Al día siguiente me
dijeron que fuera a ver a la médico
jefe.
—¿Por qué me ha engañado?
—me preguntó en tono severo.
—No tenía otra salida. Si
le hubiera dicho la verdad, ustedes
me habrían mandado a casa.
¡Fue una mentira piadosa!
—Pero ¿es que no ve lo que
ha hecho?
—Sí, pero a cambio estoy a
su lado...
—¡Criatura! ¡Alma de Dios!
Toda mi vida le estaré
agradecida a Anguelina Vasílievna
Guskova. ¡Toda mi vida!
También vinieron otras
esposas. Pero no las dejaron entrar.
Estuvieron conmigo sus
madres. A las madres sí les dejaban
pasar. La de Volodia Právik
no paraba de rogarle a
Dios: «Llévame mejor a
mí».
El profesor
estadounidense, el doctor Gale —fue él quien
hizo la operación de
trasplante de médula—, me consolaba:
hay esperanzas, pocas,
pero las hay. ¡Un organismo tan fuerte,
un joven tan fuerte! Llamaron
a todos sus parientes. Dos
hermanas vinieron de
Belarús; un hermano, de Leningrado,
donde hacía el servicio
militar. La hermana pequeña, Natasha,
de catorce años, lloraba
mucho y tenía miedo. Pero su
médula resultó ser la
mejor... [Se
queda callada.] Ahora
puedo contarlo. Antes no
podía. He callado durante diez
años... Diez años. [Calla.]
Cuando Vasia se enteró de
que le sacarían médula espinal
a su hermana menor, se
negó en redondo:
—Prefiero morir. No la
toquéis; es pequeña.
La mayor, Liuda, tenía
veintiocho y además era enfermera,
sabía de qué se trataba:
«Lo que haga falta para que viva»,
dijo. Yo vi la operación.
Estaban echados el uno junto al otro
en dos mesas. En el
quirófano había una gran ventana... La
operación duró dos horas.
una
solitaria voz humana 31
Cuando acabaron, quien se
sentía peor era Liuda, más
que mi marido; tenía en el
pecho dieciocho inyecciones, y le
costó mucho salir de la
anestesia. Aún sigue enferma, le han
dado la invalidez... Había
sido una muchacha guapa, fuerte...
No se ha casado...
Yo iba corriendo de una
sala a otra, de verlo a él a visitarla
a ella. Él no se
encontraba en una sala normal, sino en
una cámara hiperbárica
especial, tras una cortina transparente,
donde estaba prohibido
entrar. Había unos instrumentos
especiales para, sin
atravesar la cortina, ponerle las
inyecciones, meterle los
catéteres... Y todo con unas ventosas,
con unas tenazas, que yo
aprendí a manejar. A extraer
de allí... Y llegar hasta
él... Junto a su cama había una silla
pequeña.
Entonces se empezó a
encontrar tan mal que ya no podía
separarme de él ni un
momento. Me llamaba constantemente:
«Liusia, ¿dónde estás?
¡Liusia!». No paraba de llamarme.
Las otras cámaras
hiperbáricas en que se encontraban
nuestros muchachos las
cuidaban unos soldados, porque los
sanitarios civiles se
negaron a ello, pedían unos trajes aislantes.
Los soldados sacaban las
cuñas. Limpiaban el suelo; cambiaban
las sábanas. Lo hacían
todo. ¿De dónde salieron
aquellos soldados? No lo
pregunté... Solo existía él. Él... Y
cada día oía: «Ha
muerto...». «Ha muerto...» «Ha muerto
Tischura.» «Ha muerto
Titenok.» «Ha muerto...» Como martillazos
en la sien.
Hacía entre veinticinco y
treinta deposiciones al día. Con
sangre y mucosidad. La
piel se le empezó a resquebrajar por
las manos, por los pies.
Todo su cuerpo se cubrió de forúnculos.
Cuando movía la cabeza
sobre la almohada, se le quedaban
mechones de pelo. Y todo
eso lo sentía tan mío. Tan
querido... Yo intentaba
bromear:
—Hasta es más cómodo. No
te hará falta peine.
Poco después les cortaron
el pelo a todos. A él lo afeité yo
misma. Quería hacerlo todo
yo.
32
una solitaria voz humana
Si lo hubiera podido
resistir físicamente, me hubiera quedado
las veinticuatro horas a
su lado. Me daba pena perderme
cada minuto. Un minuto, y así
y todo me dolía perderlo...
[Calla largo rato.]
Vino mi hermano y se
asustó:
—No te dejaré volver allí.
—Y mi padre que le dice:
—¿A esta no la vas a
dejar? ¡Si es capaz de entrar por la
ventana! ¡O por la
escalera de incendios!
Un día, me voy..., regreso
y sobre la mesa tiene una naranja...
Grande, no amarilla, sino
rosada. Él sonríe:
—Me la han regalado.
Quédatela. —Pero la enfermera
me hace señas a través de
la cortina de que la naranja no se
puede comer. En cuanto
algo permanece a su lado un tiempo,
no es que no se pueda
comer, es que hasta tocarlo da
miedo—. Venga, cómetela
—me pide—. Si a ti te gustan las
naranjas. —Cojo la naranja
con una mano. Y él, entretanto,
cierra los ojos y se queda
dormido.
Todo el rato le ponían
inyecciones para que durmiera.
Narcóticos. La enfermera
me mira horrorizada, como diciendo...
¿Qué será de mí? Yo estaba
dispuesta a hacer lo que
fuera para que él no
pensara en la muerte... ni sobre lo horrible
de su enfermedad, ni que
yo le tenía miedo...
Hay un fragmento de una conversación.
Lo guardo en la
memoria. Alguien intenta
convencerme:
—No debe usted olvidar que
lo que tiene delante ya no
es su marido, un ser
querido, sino un elemento radiactivo con
un gran poder de
contaminación. No sea usted suicida. Recobre
la sensatez.
Pero yo estoy como loca:
«¡Lo quiero! ¡Lo quiero!». Él
dormía y yo le susurraba:
«¡Te amo!». Iba por el patio del
hospital: «¡Te amo!».
Llevaba el orinal: «¡Te amo!». Recordaba
cómo vivíamos antes. En
nuestra residencia... Él se dormía
por la noche solo después
de cogerme de la mano. Tenía
esa costumbre, mientras
dormía, cogerme de la mano...
toda la noche.
una
solitaria voz humana 33
En el hospital también yo
le cogía la mano y no la soltaba.
Es de noche. Silencio.
Estamos solos. Me mira atentamente,
fijo, muy fijo, y de
pronto me dice:
—Qué ganas tengo de ver a
nuestro hijo. Cómo es.
—¿Cómo lo llamaremos?
—Bueno, eso ya lo
decidirás tú.
—¿Por qué yo sola, o es
que no somos dos?
—Vale, si es niño, que sea
Vasia, y si es niña, Natasha.
—¿Cómo que Vasia? Yo ya
tengo un Vasia. ¡Tú! Y no
quiero otro.
¡Aún no sabía cuánto lo
quería! Solo existía él. Solo él...
¡Estaba ciega! Ni siquiera
notaba los golpecitos de debajo del
corazón. Aunque ya estaba
en el sexto mes. Creía que mi pequeña,
al estar dentro de mí,
estaba protegida. Mi pequeña...
Ningún médico sabía que yo
dormía con él en la cámara
hiperbárica. No se les
pasaba por la cabeza. Las enfermeras
me dejaban pasar. Al
principio también me querían convencer:
—Eres joven. ¿Cómo se te
ocurre? ¡Si esto ya no es un
hombre, es un reactor
nuclear! Os quemaréis los dos. —Y yo
corría tras ellas como un
perrito. Me quedaba horas enteras
ante la puerta. Les
rogaba, les imploraba. Y entonces ellas
decían: «¡Que te parta un
rayo! ¡Estás loca perdida!».
Por la mañana, antes de
las ocho, cuando empezaba la
ronda de visitas médicas,
me hacían señas desde detrás de
la cortina: «¡Corre!». Y
yo me iba durante una hora al hotel.
Pues desde las nueve de la
mañana hasta las nueve de la
noche tenía pase. Las
piernas se me pusieron azules hasta las
rodillas, se me hincharon,
de tan cansada que me encontraba.
Mi alma era más fuerte que
mi cuerpo... Mi amor...
Mientras yo estaba con
él... No lo hacían. Pero cuando me
iba, lo fotografiaban. Sin
ropa alguna. Desnudo. Solo con una
sábana ligera por encima.
Yo cambiaba cada día esa sábana,
aunque, al llegar la
noche, estaba llena de sangre. Lo incor-
34
una solitaria voz humana
poraba y en las manos se
me quedaban pedacitos de su piel;
se me pegaban. Yo le
suplicaba:
—¡Cariño! ¡Ayúdame!
¡Apóyate en el brazo, sobre el
codo, todo lo que puedas,
para que alise la cama, para que te
quite las costuras, los
pliegues! —Cualquier costurita era una
herida en su piel. Me
corté las uñas hasta hacerme sangre,
para no herirlo.
Ninguna de las enfermeras
se decidía a acercarse a él, ni
a tocarlo; si hacía falta
algo, me llamaban. Y ellos... Ellos, en
cambio, lo fotografiaban.
Decían que era para la ciencia.
¡Los hubiera echado a
patadas a todos de allí! ¡Les hubiera
gritado y les hubiera
pegado! ¿Cómo se atrevían? Era todo
mío. Lo que más quería...
¡Si hubiera podido impedirles entrar!
¡Si hubiera podido!...
Salgo de la sala al
pasillo. Y me guío por la pared, por el
sofá, porque no veo nada.
Paro a la enfermera de guardia y
le digo:
—Se está muriendo.
Y ella me dice:
—¿Y qué esperabas? Ha
recibido mil seiscientos roentgen,
cuando la dosis mortal es
de cuatrocientos. —A ella
también le daba pena, pero
de otra manera. En cambio para
mí, él era todo mío. Lo
que más quería.
Cuando murieron todos, repararon
el hospital. Quitaron
el yeso de las paredes,
arrancaron el parqué y lo tiraron. La
madera...
Prosigo. Lo último... Lo
recuerdo a fogonazos. A fragmen...
Todo se desvanece...
Una noche, estoy sentada a
su lado en una silla. Eran las
ocho de la mañana:
—Vasia, salgo un rato. Voy
a descansar un poco.
Él abre y cierra los ojos:
me deja ir. En cuanto llego al
hotel, a mi habitación, y
me acuesto en el suelo —no podía
una
solitaria voz humana 35
echarme en la cama, de
tanto que me dolía todo—, llega una
auxiliar:
—¡Ve! ¡Corre a verlo! ¡Te
llama sin parar! —Pero aquella
mañana Tania Kibenok me lo
había pedido con tanta insistencia,
me había rogado: «Vamos
juntas al cementerio. Sin ti
no soy capaz». Aquella
mañana enterraban a Vitia Kibenok
y a Volodia Právik.
Éramos amigos de Vitia.
Dos familias amigas. Un día antes
de la explosión nos
habíamos fotografiado juntos en la
residencia. ¡Qué guapos se
veía a nuestros maridos! Alegres.
El último día de nuestra
vida pasada... La época anterior a
Chernóbil... ¡Qué felices
éramos!
Vuelvo del cementerio,
llamo a toda prisa a la enfermera:
—¿Cómo está?
—Ha muerto hará unos
quince minutos.
¿Cómo? Si he pasado toda
la noche a su lado. ¡Si solo me
he ausentado tres horas!
Estaba junto a la ventana y gritaba:
«¿Por qué? ¿Por qué?».
Miraba al cielo y gritaba... Todo el
hotel me oía. Tenían miedo
de acercarse a mí. Pero me recobré
y me dije: «¡Lo veré por
última vez! ¡Lo iré a ver!». Bajé
rodando las escaleras. Él
seguía en la cámara, no se lo habían
llevado.
Sus últimas palabras
fueron: «¡Liusia! ¡Liusia!». «Se acaba
de ir. Ahora mismo
vuelve», lo intentó calmar la enfermera.
Él suspiró y se quedó
callado...
Ya no me separé de él. Fui
con él hasta la tumba. Aunque
lo que recuerdo no es el
ataúd, sino una bolsa de polictileno.
Aquella bolsa... En la
morgue me preguntaron:
—¿Quiere que le enseñemos
cómo lo vamos a vestir?
—¡Sí que quiero!
Le pusieron el traje de
gala, y le colocaron la visera sobre
el pecho. No le pusieron
calzado. No encontraron unos zapatos
adecuados, porque se le
habían hinchado los pies. En lugar
de pies, unas bombas.
También cortaron el uniforme de
gala, no se lo pudieron
poner.
36
una solitaria voz humana
Tenía el cuerpo entero
deshecho. Todo él era una llaga
sanguinolenta. En el
hospital, los últimos dos días... Le levantaba
la mano y el hueso se le
movía, le bailaba, se le había
separado la carne... Le
salían por la boca pedacitos de pulmón,
de hígado. Se ahogaba con
sus propias vísceras. Me envolvía
la mano con una gasa y la
introducía en su boca para
sacarle todo aquello de
dentro. ¡Es imposible contar esto!
¡Es imposible escribirlo!
¡Ni siquiera soportarlo!... Todo esto
tan querido... Tan mío...
Tan... No le cabía ninguna talla de
zapatos. Lo colocaron en
el ataúd descalzo.
Ante mis ojos. Vestido de
gala, lo metieron en una bolsa
de plástico y la ataron.
Y, ya en esa bolsa, lo colocaron dentro
del ataúd. El ataúd
también envuelto en otra bolsa. Un celofán
transparente, pero grueso,
como un mantel. Y todo eso lo
metieron en un féretro de
zinc. Apenas lograron meterlo
dentro. Solo quedó el
gorro encima...
Vinieron todos. Sus
padres, los míos. Compramos pañuelos
negros en Moscú... Nos
recibió la comisión extraordinaria.
A todos les decían lo
mismo: que no podemos entregaros
los cuerpos de vuestros
maridos, no podemos daros a vuestros
hijos, son muy radiactivos
y serán enterrados en un cementerio
de Moscú de una manera
especial. En unos féretros
de zinc soldados, bajo
unas planchas de hormigón.
Deben ustedes firmarnos
estos documentos... Necesitamos
su consentimiento. Y si
alguien, indignado, quería llevarse el
ataúd a casa, lo
convencían de que se trataba de unos héroes,
decían, y ya no pertenecen
a su familia. Son personalidades.
Y pertenecen al Estado.
Subimos al autobús. Los
parientes y unos militares. Un
coronel con una radio. Por
la radio se oía: «¡Esperen órdenes!
¡Esperen!». Estuvimos
dando vueltas por Moscú unas
dos o tres horas, por la
carretera de circunvalación. Luego
regresamos de nuevo a
Moscú. Y por la radio: «No se puede
entrar en el cementerio.
Lo han rodeado los corresponsales
extranjeros. Aguarden otro
poco». Los parientes callamos.
una
solitaria voz humana 37
Mamá lleva el pañuelo
negro... yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de
histeria:
—¿Por qué hay que esconder
a mi marido? ¿Quién es: un
asesino? ¿Un criminal? ¿Un
preso común? ¿A quién enterramos?
Mamá me dice:
—Calma, calma, hija mía.
—Y me acaricia la cabeza, me
coge de la mano...
El coronel informa por la
radio:
—Solicito permiso para
dirigirme al cementerio. A la esposa
le ha dado un ataque de
histeria.
En el cementerio nos
rodearon los soldados. Marchábamos
bajo escolta, hasta el
ataúd. No dejaron pasar a nadie
para despedirse de él.
Solo los familiares... Lo cubrieron de
tierra en un instante.
—¡Rápido, más deprisa!
—ordenaba un oficial. Ni siquiera
nos dejaron abrazar el
ataúd.
Y, corriendo, a los
autobuses. Todo a escondidas.
Compraron en un abrir y
cerrar de ojos los billetes de
vuelta y nos los trajeron.
Al día siguiente, en todo momento
estuvo con nosotros un
hombre vestido de civil, pero con
modales de militar; no me
dejó salir del hotel siquiera a comprar
comida para el viaje. No
fuera a ocurrir que habláramos
con alguien; sobre todo
yo. Como si en aquel momento hubiera
podido hablar, ni llorar
podía.
La responsable del hotel,
cuando nos íbamos, contó todas
las toallas, todas las
sábanas... Y allí mismo las fue metiendo
en una bolsa de
polietileno. Seguramente lo quemaron
todo... Pagamos nosotros
el hotel. Por los catorce días...
El proceso clínico de las
enfermedades radiactivas dura
catorce días. A los
catorce días, el enfermo muere...
Al llegar a casa, me
dormí. Entré en casa y me derrumbé
en la cama. Estuve
durmiendo tres días enteros. No me podían
despertar. Vino una ambulancia.
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