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Libro editorialpuertolibro@gmail.com AÑO 3 – Nº 24 - diciembre de 2014
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan
Foutel - Blog:
foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su cuaderno de
bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados.
De
Hans-Christian Andersen a Truman Capote, pasando por Charles Dickens, diversos
escritores recorrieron la tristeza y la luz de alegría que rodean los días de
la Natividad.
Hoy
traemos al primero de ellos con un cuento de navidad lleno de tristeza para
reflexionar.
La
escritora Ana María Shua es autora de cuentos para niños y adultos,
recopiladora de historias de las distintas tradiciones y culturas. Recibió este
año varios reconocimientos por su obra. El Premio Konex de Platino en la
categoría Cuento y el Premio Nacional. "El cuento de Navidad -dice Shua-
es de lo más triste y desesperanzador de la Tierra. Las Fiestas son
maravillosas para los chicos, pero angustiosas para los adultos. Marcan el paso
del tiempo. Nos traen el fin del mundo y siempre hay una pequeña duda en cuanto
a su posibilidad de renovación. Tienen un aspecto doloroso. Son los momentos en
que se marcan los asientos vacíos. Los grandes autores que han escrito cuentos
de Navidad saben eso, lo tienen muy consciente y aparece en los cuentos."
Hans Christian Andersen
(Odense, Dinamarca, 1805 - Copenhague, 1875) Poeta y
escritor danés. El más célebre de los escritores románticos daneses fue hombre
de origen humilde y formación esencialmente autodidacta, en quien influyeron
poderosamente las lecturas de Goethe, Schiller y E.T.A. Hoffmann.
Hijo de un zapatero de Odense, su padre murió cuando
él contaba sólo once años, por lo que no pudo completar sus estudios. En 1819,
a los catorce años, Hans Christian Andersen viajó a Copenhague en pos del sueño
de triunfar como dramaturgo. La crisis que vivía el reino a raíz de las duras
condiciones del tratado de paz de Kiel y su escasa formación intelectual
obstaculizaron seriamente su propósito.
Sin embargo, con la ayuda de personas adineradas,
logró estudiar, y en 1828 obtuvo el título de bachiller. Un año antes se había
dado a conocer con su poema El niño moribundo, que reflejaba el tono
romántico de los grandes poetas de la época, en especial los alemanes. En esta
misma línea se desarrollaron su producción poética y sus epigramas, en los que
prevalecía la exaltación sentimental y patriótica.
El escaso éxito de sus obras teatrales y su insaciable
curiosidad lo impulsaron a viajar por diversos países, entre ellos Alemania,
Francia, Italia, Grecia, Turquía, Suecia, España y el Reino Unido, y a anotar
sus impresiones en interesantes cuadernos y libros de viaje (En Suecia, En
España).
En 1835, ya de regreso en su país, alcanzó cierta fama
con la publicación de su novela El improvisador, a la que siguieron en
los años siguientes O.T. y Tan sólo un violinista, entre otras,
piezas teatrales como El mulato y una autobiografía, La verdadera
historia de mi vida.
Durante su estancia en el Reino Unido, Andersen
entabló amistad con Charles Dickens, cuyo poderoso realismo, al parecer, fue
uno de los factores que le ayudaron a encontrar el equilibrio entre realidad y
fantasía, en un estilo que tuvo su más lograda expresión en una larga serie de
cuentos. Inspirándose en tradiciones populares y narraciones mitológicas
extraídas de fuentes alemanas y griegas, así como de experiencias particulares,
entre 1835 y 1872 escribió 168 cuentos protagonizados por personajes de la vida
diaria, héroes míticos, animales y objetos animados.
Dirigidas en principio al público infantil, aunque
admiten sin duda la lectura a otros niveles, los cuentos de Andersen se
desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de la
realidad y las peripecias del mundo se reflejan en historias que, no exentas de
un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu
humanos.
En la línea de autores como Charles Perrault y los
hermanos Grimm, el escritor danés identificó sus personajes con valores, vicios
y virtudes para, valiéndose de elementos fabulosos, reales y autobiográficos,
como en el cuento El patito feo, describir la eterna lucha entre el bien
y el mal y dar fe del imperio de la justicia, de la supremacía del amor sobre
el odio y de la persuasión sobre la fuerza; en sus relatos, los personajes más
desvalidos se someten pacientemente a su destino hasta que el cielo, en forma
de héroe, hada madrina u otro ser fabuloso, acude en su ayuda y la virtud es
premiada.
La maestría y la sencillez expositiva logradas por
Andersen en sus cuentos no sólo contribuyeron a la rápida popularización de
éstos, sino que consagraron a su autor como uno de los grandes genios de la
literatura universal.
La fosforera
Hans Christian Andersen
¡Qué frío tan atroz! Caía la
nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío
y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies
desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le
habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había
usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle
para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña
caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del
frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de
fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún
comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni
un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña!
Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en
preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir
las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas
partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.
Se sentó en una plazoleta, y se
acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía
sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los
fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su
casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí
con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos
viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le
causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la
caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo
alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una
velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba
sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una
capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso!
¡Calentaba tan bien!
Pero todo acaba en el mundo. La
niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó:
ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó
otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la
pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación
en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas
porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un
perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de
que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo
clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda
cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico
nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días
en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los
arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta,
embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las
luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que
estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo. -Esto
quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era
la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho
muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono
de Dios". Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una
gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime
y radiante. -¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el
fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de
hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a
frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su
abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le
había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las
dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no
hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día seguía
sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los
labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno
ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por
completo. -¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo
saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había
entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.
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Con todo afecto desde este Puerto Imaginario les
deseamos una
UNA MUY FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO
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