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José Lezama Lima
(La Habana, 1910 - 1976) Poeta, ensayista y novelista cubano considerado,
junto a A. Carpentier, una de las más grandes figuras que ha dado la
literatura insular. Nació en el Campamento de Columbia, cerca de La Habana,
donde su padre era coronel. Ya en la capital participó en los alzamientos
estudiantiles contra la dictadura de G. Machado e ingresó en la universidad
para cursar la carrera de derecho. En toda su vida sólo abandonó la isla
durante dos breves estancias en México y Jamaica. Entre sus actividades
divulgativas, fundó la revista Verbum y estuvo al frente de la tribuna
literaria cubana más importante de entonces, Orígenes, de la que fue
fundador, con J. Rodríguez Feo, en 1944.
En esta última revista se expusieron las tendencias literarias de sus
fundadores y colaboradores: lirismo estetizante e intelectualismo, clasicismo
inclinado hacia el neoculteranismo y ausencia de todo compromiso social, lo
que determinó su carácter altamente elitista y le permitió tener entre sus
colaboradores poetas como J. R. Jiménez. Los principales amigos y compañeros
de ruta de Lezama por entonces fueron C. Vitier, E. Diego, V. Piñera y O.
Smith, además del también poeta y sacerdote español Á. Gaztelú, que influyó
enormemente en su formación espiritual.
Pero aparte de éste y otros grupos minoritarios que frecuentó en
distintos períodos, la vida de Lezama nunca tuvo una gran resonancia pública,
ni antes ni después de la Revolución, a causa de su singularidad y de una precaria
salud que colaboraba a su aislamiento. Precisamente el agravamiento de su
asma crónica y problemas causados por la obesidad que padecía parecen haber
sido la causa de su muerte, tras una larga estancia hospitalaria, el 9 de
agosto de 1976.
Gran conocedor de L. de Góngora y de las corrientes culteranas y
herméticas, devoto del idealismo platónico y ferviente lector de los poetas
clásicos, Lezama vivió plenamente entregado a los libros, a la lectura y a la
escritura. Por lo que respecta a su poesía, no se alteró especialmente en la
forma ni el fondo con la llegada de la Revolución y se mantuvo como una
suerte de monumento solitario difícilmente catalogable. Para muchos
especialistas, el conjunto de la obra lezamiana representó dentro de la
literatura hispanoamericana una ruptura radical con el realismo y la
psicología, y aportó una alquimia expresiva que no provenía de nadie. J.
Cortázar fue sin duda el primero en advertir la singularidad de su propuesta.
Su libro de poemas inicial fue Muerte de Narciso (1937) al que
siguieron Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La
fijeza (1949) y Dador (1960), entregas que son otros tantos hitos
de la poesía continental en la línea hermética y barroca de la expresión
lírica.
Sin embargo, la obra que consagró a Lezama dentro de las letras
hispanoamericanas fue la novela Paradiso (1966), en la que se ha
querido ver una doble alusión a la inocencia bíblica anterior al pecado
original y a la culminación del ciclo dantesco. Al mismo tiempo, en Paradiso
se refleja la tradición y la esencia de lo cubano en una vertiginosa
proliferación de imágenes que protagonizan la obra: un mundo de sensaciones,
de recuerdos y de lecturas familiares que conforman y determinan la
cosmovisión del novelista.
Esta obra, que merece un capítulo aparte en la bibliografía del autor, se
ha considerado una novela de aprendizaje por la descripción a todos los
niveles del proceso de desarrollo del protagonista, José Cemí, desde su
infancia hasta la madurez. El conjunto de la narración muestra una imagen
arquetípica en el sentido del platonismo de Cuba que es a la vez un
contrapunto actualizado con las páginas del diario de Cristóbal Colón que
describen la edénica belleza de la isla recién descubierta, que como todo
Edén alberga la certidumbre de su pérdida.
Pese a no limitarse a los elementos autobiográficos, en Paradiso
abundan las referencias al autor, a modo de enclaves verosímiles en el tejido
de la trama: en el primer capítulo el niño José Cemí aparece en la cama
enfermo de asma; luego, una regresión cronológica nos lleva al pasado del
coronel y su familia; posteriormente se narra la iniciación sexual del
protagonista en uno de los lugares de destino de su padre, con cuya muerte
termina un ciclo placentero de la vida de Cemí y comienza un intenso desfile
de personajes y situaciones, entre las que destaca la iniciación a la poesía
del protagonista por parte de un tío.
Otra constante de la obra de Lezama aparece en el polémico capítulo
octavo, donde se manifiesta el predominio del erotismo. Poco a poco los
monólogos y disertaciones intelectuales, Aristóteles, San Agustín, un amplio
comentario sobre F. Nietzsche indican el doble camino de búsqueda, bifurcado
entre la erudición y la poesía, como una construcción verbal que apunta a una
finalidad desconocida. A esas alturas se advierte que, más allá de un proceso
de aprendizaje, se trata de una experiencia iniciática en la que el discurso
narrativo del autor asume el protagonismo.
Póstumamente se publicó todavía una novela incompleta, Oppiano Licario
(1977), en la que Lezama desarrolló la figura de un personaje de ese mismo
nombre que ya había aparecido en Paradiso. La crítica ha señalado que,
de modo inverso al del ciclo dantesco, a pesar de que el autor se inició en
la poesía y derivó luego hacia la novela, es conveniente adentrarse en Lezama
empezando por Paradiso, pasando después al purgatorio de sus
ensayos, reunidos mayoritariamente bajo el título La expresión americana,
y La cantidad hechizada, para acabar finalmente en su infierno
poético.
Precisamente el carácter póstumo de las versiones definitivas de la obra
de Lezama, aparecida casi siempre en forma fragmentaria durante su vida, es
una de las señales inequívocas del ambiguo y socrático magisterio que ejerció
en la literatura de su país, que puede rastrearse mejor que en sus libros en
las revistas que dirigió: Verbum (1937), Espuela de plata
(1939-1941), Nadie parecía (1942-1944) y sobre todo, una de las más
importantes publicaciones hispanoamericanas, Orígenes (1944-1957).
A través de ellas el poeta devino una figura imprescindible para la
juventud intelectual cubana, a la que sedujo también con su famoso don
conversacional y a la que animó en la creación literaria. Muchos poetas y
narradores posteriores a ese período siguen admitiendo la influencia
significativa que la propuesta del maestro ha tenido en su obra: la más
notoria se proyectó sobre S. Sarduy, que postuló su teoría del neobarroco a
partir del barroco lezamiano.
Para un final presto
[Cuento. Texto
completo.]
José Lezama Lima
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Una muchedumbre gnoseológica se precipitaba
desembocando con un silencio lleno de agudezas, ocupa después el centro de
la plaza pública. Su actitud, de lejos, presupone gritería, y de cerca, un
paso y unos ojos de encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos,
discípulos de Galópanes de Numidia, que aportaban el más decidido
contingente al suicidio colectivo, preconizado por la secta. Ese fervor lo
había conseguido Galópanes abriendo las puertas de sus jardines a jóvenes
de quince a veinte años; así logró aportar trescientos treinta y tres
decididos jóvenes que se iban a precipitar en el suicidio colectivo al
final de sus lecciones. La secta denominada El secuestro del tamboril
por la luna menguante, tenía visibles influencias orientales, y por
eso, muchos padres atenienses, que amaban más al eidos que al ideal de vida
refinada, si mandaban a sus hijos a esos jardines era para permitirse el
áureo dispendio, de que sus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de
exotismos.
La primera idea de fundar El secuestro
del tamboril, había surgido en Galópanes de Numidia, al observar cómo
el rey Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutar a un grupo de
conspiradores, había tenido que arrancarlos de la vida amenazadora que
llevaban y lanzarlos con fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, según
estuviesen más apegados a la religión que nacía o a la que moría. Al ver
Galópanes los crispamientos y gestos desiguales e incorrectos de los
jóvenes ajusticiados decidió idear nuevos planes de enseñanza. Un jardín de
amistosas conversaciones, donde los jóvenes fuesen conspiradores o amigos,
pero donde pudiesen irse preparando para entrar en la muerte, cuando se
cumpliesen los deseos del Rey. Así una de las frases que había de seguir en
la academia: un joven desmelenado, o que pasea perros o tortugas, es tan
incorrecto o alucinante como el león que en la selva no ruge dos o tres
veces al día. Con esos recursos los jóvenes iban conversando y preparándose
para morir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y buscaba con
detenimiento las mejores cabezas.
Habían acudido los trescientos treinta y
tres jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo.
Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas,
donde los jóvenes se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina.
El fuego actuaba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente.
Esa decisión e imposibilidad de traición, ninguno de los jóvenes
transparentes habían faltado, únicamente podía haber sido alcanzada por las
pandillas diseminadas de estoicos contemporáneos. Aun en el San Mauricio el
Greco, lo que se muestra es patente: se espera la muerte, no se va hacia la
muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte. Solamente los estoicos
contemporáneos podían mostrar esa calidad; ningún traidor, ningún joven
vividor y apresurado había corrido para indicarle al Rey que los jóvenes
que él utilizaba para la guerra iban con pasos cautelosos a hacer sus
propios ofrecimientos con su propio cuerpo ante el fuego.
Las lecciones de los últimos estoicos
transcurrían visiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases lentas,
los mantenía para los curiosos alejados de cualquier decisión turbulenta.
Muy cerca, en sótanos acerados, una banda de conservadores chinos, en
combinación con unos falsificadores de diamantes de Glasgow, había fundado
la sociedad secreta El arcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran
conservadores chinos ni falsificadores de diamantes. Era esa la disculpa
para reunirse en el sótano, ya que por la noche iban a los sitios más
concurridos del violín, la droga y el préstamo. Querían apoderarse del Rey,
para que el hijo del Jefe, que tenía unas narices leoninas de leproso,
utilizadas, desde luego, como un atributo más de su temeridad, fuese
instalado en el Trono, mientras el Jefe disfrutaría con su querida un estío
en las arenas de Long Beach.
La policía vigilaba copiosamente a la banda
de chinos y falsificadores. Pero sufrirían un error esencial que a la
postre volaría en innumerables errores de detalles. De esos errores
derivarían un grupo escultórico, una muerte fuera de toda causalidad y la
suplantación de un Rey. Era el día escogido por los estoicos de Galópanes
para iniciar los suicidios colectivos. El frenesí con que habían surgido
los gendarmes de la estación, les impedía entrar en sospechas al ver los
pasos lentos, casi pitagorizados de los estoicos. A las primeras descargas de
la gendarmería, los estoicos que iban hacia la hoguera silenciosamente,
prorrumpían en rasgados gritos de alborozo, de tal manera que se mezclaban
para los pocos espectadores indiferentes, los agujeros sanguinolentos que
se iban abriendo en los cuadros de los estoicos suicidas y las risas con
que éstos respondían. Al continuar las detonaciones, las carcajadas se
frenetizaron.
El capitán que dirigía el pelotón tuvo una
intuición desmedida. La situación siguiente a la muerte de su tío, poseedor
de un inquieto comercio de cerámica de Delft, y ya antes de morir
serenamente arruinado, con quien había vivido desde los cinco años; al
ocurrir la muerte de su tío, se obligaba a aceptar esa plaza de capitán de
gendarmes, brindada por un cuarentón comandante de húsares a quien había
conocido en un baile conmemorativo del 14 de Julio. Nuestro futuro capitán
de gendarmes había asistido al baile disfrazado de comandante de húsares,
mientras el comandante de húsares asistía disfrazado de cordelero
franciscano. Éste fue el motivo de su amistad iniciada por unas sonrisas
mefistofélicas, continuada por la espera de la plaza demandada, y
terminada, como siempre, por una apoplejía fulminante.
El comandante cuando se embriagaba abría su
Bagdad de lugares comunes. Uno de los que recordaba el actual capitán de
gendarmes era: que una carga de húsares era la antítesis del suicidio
colectivo de los estoicos. Más tarde, al recibir una beca en Yale para
estudiar el taladro en la cultura eritrea en relación con el culto al sol
en la cultura totoneca, había aclarado esa frase que él creía sibilina al
brotar mezclada con los eructos de una copa de borgoña seguida por la
ringlera inalcanzable de tragos de cerveza. Un insignificante estudiante de
filosofía de Yale, que presumía que había frustrado su vocación, pues él
quería ser pastor protestante y poseer una cría de pericos cojos del Japón,
le reveló en una sola lección el secreto, lo que él había creído en su
oportunidad un dictado del comandante en éxtasis.
La plaza pública ofrecía diagonalmente la
presencia del museo y de una bodega de vinos siracusanos. El capitán
decidió utilizar los servicios de ambos. Así, mientras lentamente iban
cesando las detonaciones mandaba contingentes bifurcados. Unos traían del
museo ánforas y lekytosaribalisco, y otros traían borgoña espumoso
de la bodega. Los estoicos se iban trocando en cejijuntos, aunque no en
malhumorados. El jefe, Galópanes de Numidia, había trazado el plan donde
estaban ya de antemano copadas todas las salidas. Días antes del vuelco
definitivo de los estoicos suicidas en la plaza pública, había hecho traer
de la bodega sus colecciones de vinos, con la disculpa de consultar
etiquetas y precios para la festividad trascendental. Los había devuelto,
alegando otras preferencias y la excesiva lejanía aun del festival, pero
regresaban los frascos portando los venenos más instantáneos. Los gendarmes
que creían transportar en esas ánforas líquidos sanguinosos cordiales
reconciliaciones con el germen y el transcurso, se quedaban absortos al
observar cómo abrevando los estoicos entraban en la Moira. Los estoicos,
con dosificado misterio causal provocado, morían al reconciliarse con la
vida y el vino les abría la puerta de la perfecta ataraxia.
El Rey vigilaba a los conspiradores que no
eran conspiradores, pero desconocía a los estoicos de Galópanes. Creía,
como al principio creyó el capitán, que la salida era la de los
conspiradores falsarios. Desde una ventana conveniente contempló el primer
choque de los gendarmes con los estoicos pero al observar posteriormente
cómo conducían hasta los labios de los que él presuponía conspiradores, las
ánforas vinosas, creyó en la traición de ese pelotón, y desesperado,
irregular, ocultadizo, corrió a hacer la llamada a otro cuartel donde él
creía encontrar fidelidad.
Ante esa llamada y su noticia, la tropa
salió como el cohete sucesivo que permitiría a Endimión besar la Luna. Pero
entre la llamada y la salida a escape habían sucedido cosas que son de
recordación. En ese cuartel, en la manipulación de los nítricos, trabajaba
un pacifista desesperado. Fundador de la sociedad La blancura comunicada,
cuya finalidad era hacer por injertos sucesivos, precioso trabajo de
laboratorismo suizo, del tigre, una jirafa, y del águila, un sinsonte;
asistía furtivamente a las reuniones de los estoicos; en sus paseos
digestivos sorprendía a ratos aquellos diálogos la preparación de la
muerte, y sabía la noche en que los estoicos caerían sobre la plaza
pública. El día anterior se introdujo valerosamente en el almacén del
cuartel y le quitó a cada rifle tornillos de precisión, debilitando en tal
forma el fulminante que el plomo caía a pocos pies del tirador, formándose
tan sólo el halo detonante de una descarga temeraria.
Al llegar a la plaza la tropa del cuartel y
contemplar a los gendarmes y a los supuestos conspiradores, alzando el
ánfora de la amistad, lanzaron de inmediato disparos tras disparos. Los
estoicos ya iban cayendo por el veneno deslizado en las ánforas, pero la
tropa del cuartel admiraba su puntería, la cegadora furia les impedía
contemplar que el plomo caía, pobre de impulso, en una parábola miserable.
Cuando creían que la muerte lanzada con exquisita geometría daba en el
pecho de los conspiradores, el azar le comunicaba a sus certezas una
vacilación disfrazada tras lo alcanzado, tan distante siempre de los errores
preparados por los maestros de ajedrez que saben distribuir un fracaso
parcial, o el detalle imperfecto de algunos retratos de Goya, el perrillo
Watteau que tiene una cabeza de tagalo combatiente, hecho maliciosamente
para que el conjunto adquiera una deslizada exquisitez.
El Rey formaba un grupo escultórico. Detrás
de la ventana contemplaba la muerte refinada activísima y las detonaciones
bárbaras eternamente inútiles. Cuando llegó a la plaza pública la tropa del
cuartel, y vio sus detonaciones, corrió a llamar a los otros cuarteles,
anunciándole paz tendida y muy blanca.
El grueso de sus tropas vigilaba las
fronteras. El Jefe de la pandilla acariciaba sus parabrisas y vigilaba todo
posible gagueo de sus ametralladoras. Al pasar el Jefe por la estación del
capitán de gendarmes notó una ausencia terrible: más tarde al no encontrar
resistencia por parte de la tropa del cuartel, pensaron que todos esos
guerreros equívocos estaban rodeando al Rey para preparar una defensa real.
Al pasar por la plaza pensaron en el regreso
de las tropas fronterizas en abierta pugna con aspirantes consanguíneos. Ya
aquí pensaron que les sería fácil apoderarse del Rey, pero extremadamente
peligroso abrir las ventanas del Rey puesto, frente a esa plaza, donde no
se sabía cuándo sería el último muerto, y con quién en definitiva se
abrazaría.
La jornada de los conspiradores falsarios
era como un largo brazo que va adentrándose en un oleaje. Pudieron resbalar
en Palacio hasta llegar frente a la antecámara. Aquí el Jefe y su hijo, el
de las narices leoninas de leproso, se adelantaron, finos, capciosos, con
sus dedos como un instrumental probándose en la yugular regicida.
Un año después, el Jefe, con su querida, se
estira y despereza en las arenas de Long Beach. Contempla la cáscara de
toronja que las aguas se llevan, y el peine desdentado, con un mechón
pelirrojo, que las aguas quieren traer hasta la arena.
FIN
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