La bitácora del Puerto
Un servicio digital de la
Editorial Puerto Libro editorialpuertolibro@gmail.com AÑO V – Nº 43 – octubre de 2016
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su cuaderno
de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados.
Hoy, con la noticia de los
Diarios de haber sido galardonado por el Honorable Senado de la Nación en un
acto realizado en el Salón Ilia con la Mención de Honor Domingo Faustino
Sarmiento por su trayectoria, tomamos nota en esta Bitácora de este
trascendental acontecimiento. Su nieta Sasha Pedersen, recibió en nombre de su
abuelo este importante reconocimiento, primero de un Organismo Gubernamental
conforme destaca el Senador Adolfo Rodríguez Saá impulsor del homenaje. “Como
político, como lector, no puede desconocerse la obra de una de las grandes
voces de nuestra literatura” dijo en su alocución.
El homenajeado Ricardo Piglia
(74), no pudo concurrir por razones de salud enviando un mensaje que supo leer
su nieta. En él, hizo presente los méritos literarios de Sarmiento,
especialmente refiriéndose a “FACUNDO.
Ricardo Piglia
Ricardo Piglia
|
Trayectoria
Ricardo
Emilio Piglia Renzi (Adrogué, 24 de noviembre de 1941) es un escritor y crítico literario argentino.
Después de la caída de Perón (1955), se fue con su familia de Adrogué y
se instaló en Mar del Plata.1 Piglia
estudió Historia en la Universidad
Nacional de La Plata, ciudad
donde vivió hasta 1965. Después trabajó durante una década en editoriales de Buenos Aires,
dirigió la Serie Negra, famosa colección de policiales que difundió a Dashiell Hammett, Raymond Chandler, David Goodis y Horace McCoy. «Empecé a leer policiales casi como
un desvío natural de mi interés por la literatura norteamericana. Uno lee a Fitzgerald,
luego a Faulkner y
rápidamente se encuentra con Hammett y con David Goodis. Más tarde, entre 1968
y 1976, leí policiales por necesidad profesional, ya que dirigía una
colección», dijo en una oportunidad. Durante la dictadura de Onganía abandonó el
país y marchó al exilio.
Según ha declarado, desde los 18 años leyó
a Faulkner, empezó con La
Invasión , luego siguió
con otras obras suyas durante años: «Creo que lo que más me impresiona de
Faulkner es la autonomía del que narra». Pero sus referencias son muy diversas
(en Respiración artificial hace bromas sobre el "lenguaje
faulkneriano" de los escritores), como gran lector que es. En sus orígenes
estuvieron presentes muchos escritores estadounidenses, pero también hubo otros
tales como Kafka, Musil, etc
Piglia ha señalado que dos poéticas
antagónicas y sus reversos le han interesado: la que está basada en la
oralidad, aparentemente «popular», que ha llegado a una especie de crispación
expresiva, como Guimaraes Rosa o Juan Rulfo; y la de
la «vanguardia» que trabaja con la idea de que el estilo es plural: tanto James Joyce como Manuel Puig,
por ejemplo, trabajaron con registros múltiples.
Comenzó a escribir en la segunda mitad de
los años 1950 en Mar del Plata su Diario,
y lo ha continuado durante toda su vida. Recibió una mención especial en el VII
concurso Casa de las Américas, Cuba, y ello
significó la publicación de su primer libro: el de cuentos Jaulario. Pero el
reconocimiento internacional lo debe a su primera novela Respiración
artificial, de 1980.
Piglia es, además, crítico, ensayista y
profesor académico, que ha estudiado a Brecht, Benjamin y Lukács, a Erich Auerbach,
Szondi y Vernant, a los rusos Tiniánov, Sklovski o Bajtin. Ha escrito sobre su
propia escritura (que está ligada a la crítica) y ha elaborado ensayos sobre Roberto Arlt, Borges, Sarmiento, Macedonio Fernández y otros escritores argentinos.
Piglia vivió en Estados Unidos,
donde fue profesor en diversas universidades, entre las que figuran las de Harvard yPrinceton, en las que dio clases durante una quincena de años. De
la segunda se jubiló a fines de 2010.
Aunque estaba instalado en ese país, donde
tenía casa propia (Markham Road 28) con su mujer, la artista Martha Eguía,3decidió
regresar a Argentina: en diciembre de 2011 llegó a Buenos Aires y comenzó a
escribir, con elementos autobiográficos, la novela El camino de Ida, que publicó
Anagrama en 2013.
Después de su regreso, Piglia grabó también
un programa de televisión de cuatro capítulos en los que enseña sobre Jorge Luis Borges y dirige una colección de reediciones de la literatura
argentina.
Junto al músico Gerardo Gandini compuso la ópera La
ciudad ausente, basada en su propia novela, estrenada en el Teatro Colón en 1995.
Como antólogo ha publicado, entre otros libros, Crímenes perfectos y La
fieras, ambos con obras del género policial. También junto al dibujante Luis Scafati y al
escritor Pablo De Santis realizaron una versión gráfica de la novela "La
ciudad ausente" editada en Argentina por Oceano-Temas y en España por
Libros del Zorro Rojo. En Argentina se le declaró una enfermedad degenerativa,
llamada esclerosis
lateral amiotrófica (ELA), que
afecta las neuronas que controlan los músculos, pero no su capacidad
intelectual, lo que explica que siga trabajando con la ayuda de su asistente,
Luisa Fernández, particularmente en la transcripción de sus diarios que lleva
desde 1957 y que publicará Anagrama.
Su obra ha sido traducida a numerosos
idiomas, particularmente al inglés, francés, italiano, alemán y portugués.
El cine y Piglia
Ha escrito los guiones para las películas Corazón iluminado (1996), de Héctor Babenco; La
sonámbula, recuerdos del futuro (1998), de Fernando Spiner; El astillero (2000), de David Lipszyc, basada en la
novela homónima de Juan Carlos Onetti. Marcelo Piñeyro dirigió Plata Quemada (2000), con guion del mismo Piñeyro y de Marcelo Figueras basado en la novela de Piglia, film que obtuvo en España el Premio Goya 2000 al
mejor largometraje extranjero de habla hispana. También escribió el guion para
la miniserie televisiva Los
siete locos y los lanzallamas, basada en la obra Roberto Arlt.
Premios
·
Premio Planeta Argentina 1997 por Plata
quemada (Gustavo Nielsen,
finalista del premio con El
amor enfermo, se querelló contra Planeta por considerar, sin poner en duda
la calidad de la novela ganadora, que el galardón estaba apalabrado de
antemano; los tribunales le dieron la razón y multaron a la editorial).6
·
Premio Konex de Brillante 2014: Letras.
·
Mención de
Honor Domingo Faustino Sarmiento (por su trayectoria) Senado de la Nación Argentina octubre de 2016.
Obras
Novelas
·
El camino
de Ida, Anagrama, Barcelona, 2013
Cuentos
·
Tierna es la noche; Tarde
de amor; La pared; Una luz que se iba (primer premio en el concurso de la
revista Bibliograma, 1963); Desde
el terraplén; La honda; En el calabozo; Mata Hari 55; y Las actas del juicio
·
La
invasión, Editorial J. Álvarez, Buenos Aires, 1967.
Este libro es Jaulario modificado y ampliado; así, contiene
el cuento Mi amigo, no
incluido en el libro cubano, e introduce modificaciones en algunos relatos,
como los importantes enUna luz que se iba, cuento que sí se incluía en Jaulario.11 Anagrama sacó una
reedición ampliada en 2007. La edición de 1967 contiene 10 cuentos:
·
Tarde de
amor; La
pared; Una luz que se iba; En el terraplén; La honda; Mata Hari 55; Las actas del juicio; Mi amigo(primer premio,
compartido, en el concurso de la revista El
Escarabajo de Oro, 1962), La
invasión y Tierna es la noche
·
Nombre
falso, Siglo XXI Editores, México, 1975. Contenía cinco relatos — Las actas del juicio; Mata Hari 55; El laucha Benítez cantaba boleros; La caja de vidrio y El
precio del amor— y la nouvelle que da título al libro; la edición
definitiva —Seix Barral, Buenos
Aires, 1994—, quedó así: El
fin de viaje; El laucha
Benítez cantaba boleros; La
caja de vidrio; La loca y
el relato del crimen; El
precio del amor y Nombre falso
·
Prisión
perpetua, Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1988; contiene las nouvelles Prisión perpetua y Encuentro
en Saint-Nazaire; a la edición española le agregó dos relatos: El fin del viaje y La
loca y el relato del crimen. En las cuatro figura Emilio Renzi, el
personaje que adoptó el papel de narrador de Respiración
artificial
·
Cuentos
morales, con introducción de Adriana Rodríguez
Pérsico; Espasa Calpe, Buenos Aires, 1995
Ensayo
·
Crítica y
ficción, Seix Barral, Buenos Aires, 1986. La edición de
Anagrama, en 2001, incorpora entrevistas e intervenciones desde 1986 hasta 2000
y contiene:
·
La lectura
de la ficción; Sobre
Roberto Arlt; Narrar en el
cine; Una trama de relatos; Sobre Cortázar; El laboratorio de la escritura; Sobre el género policial; Parodia y propiedad; Sobre 'Sur'; Sobre Borges; Novela y utopía; Los relatos sociales; La literatura y la vida; Ficción y política en la literatura
argentina; Sobre Faulkner; Primera persona;Borges como
crítico y Conversación en Princeton
·
Formas
breves, Temas Grupo Editorial, Buenos Aires, 1999
·
Teoría del
complot, Mate, Buenos Aires, 2007
·
La forma
inicial, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2015
·
Las tres
vanguardias, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2016
Otros
·
Los
diarios de Emilio Renzi, tres
volúmenes de los diarios que Piglia escribe desde los 16 años:
·
Los años
felices, previsto para 2016
·
Un día en
la vida, previsto para 2017
Bibliografía
·
Roberto Echavarren. La
literariedad: Respiración artificial, de Ricardo Piglia, Revista Iberoamericana,
University of Pittsburg, U.S.A., vol. XLIX, octubre-diciembre 1983, nº 125, pp.
997-1008.
·
José Manuel González Álvarez. El
diario en la narrativa de Ricardo Piglia El diario como forma narrativa. Cádiz: Fundación Luis
Goytisolo, 2001, pp. 25-32
Ricardo Piglia
(Adrogué, Buenos Aires, 1941)
(Adrogué, Buenos Aires, 1941)
a F. Scott Fitzgerald
... querer tranquilizarme contra una
lettera 22 cuando Luciana está tirada allá y es inútil. Andar buscando
explicaciones, queriendo corregir no sé qué destino, escabulléndome culpas,
fatalidad, pavadas por el estilo. Ganas, en el fondo, de torcer las cosas pero
es tarde, cambiar los detalles, como si los detalles, decirle no seas estúpida,
no te hagás la trágica Luciana, decirle chiquilina sonsa, señora mía, cualquier
cosa para no verla ir acercándose bajo la lluvia, medio torcida por el agua,
con la pollera pegada a los muslos y todo estaba decidido, y yo lo más
tranquilo, cobijado en el alero, mirando llover y fumando y esperando que
amaine.
De todos modos no estoy seguro si hay que contarlo así. Ahora las cosas se me diluyen, lejanas, y parece lo más natural que anoche hubiera sucedido hace muchísimo tiempo; que anoche, hoy mismo, estuvieran antes que, por ejemplo, aquella tarde los dos corríamos esquivando los coches y nos paramos muertos de risa en medio de la plaza y nos besamos por primera vez, interrumpidos por la risa, mientras la gente daba vuelta la cara para mirarnos y arriba un jet flotaba en el aire y ella dijo que me quería: “me parece que te quiero mucho, dijo ella y yo le contesté cualquier pavada, “me parece que estás loca”, algo así, en voz baja, y la luz del estúpido farol encendido a las tres de la tarde le hacía brillar todavía más el pelo colorado cuando se separó y yo pensé que iba a sentarse o algo por el estilo, pero empezó una especie de baile, “¿yo?, yo soy loca como una pata, ¿nunca viste una pata loca?”, los brazos pegados al cuerpo, las manos como alitas, pegando extraños mugidos, imitando los gritos que ella decía que eran los gritos de las patas en celo: “de las patas calientes”, dijo, y tenía los ojos grises medio veteados por el sol y la risa.
Gestos, escenas que ahora se agrandan aquí, mientras escribo en esta pieza que desemboca sobre los techos del vecino, borrando, deformando lo de anoche, la fíes—ta, la voz de ella por teléfono para invitarme y yo me reía sin entender la razón, “y de dónde sacaste que para armar una fiesta hay que tener razones”, me dijo y yo pensé: “ojo, ir sin Beatriz”. “No. Beatriz, con Antonio no sé si te acordás”. Qué estúpido, como si Luciana necesitara verme sin Beatriz o no la conociera mejor que yo mismo. “Para vos es una de esas piezas cómodas, ¿te das cuenta? Un cuarto de baño” (yo no la distinguía en la oscuridad, pero seguro se reía con todo el cuerpo) . “Eso: una especie de cuarto de baño”.
Claro que cuando Luciana lo dijo estaba totalmente borracha. Yo había escuchado ruidos, abajo, y en seguida los tacos en la escalera y alguien raspando un fósforo. “Beatriz”, dije, buscando la luz. “No. No prendás”; hablaba alzando demasiado la voz, como borracha y cuando encendí pareció que Luciana brotaba desde la oscuridad, con el pelo tirado en la cara, hermosa y gastada, fugaz. “Me voy. Si no apagas la luz me voy”. “¿Qué te pasa, estás loca?”, y ya no la veía, la adivinaba en la oscuridad dando vueltas de un lado a otro, atropellando, llevándose las' cosas por delante,. hasta que se sentó en el borde de la cama, sin hablar.
Por eso digo que fue imbécil pensar en Beatriz, que no tiene nada que ver, y ahora seguro duerme sin saber nada, con su aire entre ingenuo y malévolo y dulce, con esa cara que de repente se le ablanda y parece que se le desmorona, como si no le obedeciera, cuando ella busca endurecerla, porque yo, casi sin querer, hace unas cuadras que camino abstraído, dejándome llevar por el silencio hasta que siento la presencia de Beatriz, tensa, controlada, y al fin escucho su voz, medio enrarecida: “¿Se puede saber qué te pasa?” Y yo la miro, asombrado: “Nada, ¿qué querés que me pase?”, y es como si se le soltara algún piolín adentro y se le cayeran las mejillas. Un títere aquella mañana, cuando su cara apareció y ya era tarde porque Luciana había trepado la misma escalera, borracha, y nos despertó Beatriz, entrando, y ella le habló desde la cama, con las mantas tapándole el cuerpo desnudo. “Hola, ternerita”, le dijo, “no te enojés que ya me voy”. Y a Beatriz le latía un ángulo de la boca, apoyada en la pared, sin moverse, mientras Luciana se vestía, muy despacio, en medio de la pieza, se agachaba buscando las medias y yo, desde la cama, no sabiendo cómo hacer para alcanzar los pantalones.
Y esa, fue la última vez.
Hasta hoy, quiero decir.
Salvo una tarde que la vi cruzando con Patricio y el viento le inflaba el vestido y le tiraba como siempre el pelo en la cara, ésa fue la última vez, porque la noche antes habíamos decidido que todo se terminara, amigablemente, con la asquerosa delicadeza de esos casos.
Ya no me acuerdo a quién de los dos se le ocurrió festejar el final en esa boite, una especie de casa de té, que habíamos encontrado poco después de medianoche, hundida en el fondo de un monte de eucaliptus.
“Carajo, uno se moja todos los pies con este yuyo”, dije yo porque lloviznaba y el pastito me embarraba la bocamanga, y creo que mientras yo zapateaba en el felpudo como un imbécil, ella descubrió la hamaca. “Pero es absurdo”, dijo, “no te parece increíble una hamaca en una boîte” y ya corría. “¿Qué hacés, boba?”, le dije, metido entre los árboles, y ella subía y bajaba con el cuerpo y la nuca y todo el pelo tirado para atrás y la hamaca pegaba unos chillidos como de conejo y ella déle gritar “es como tener un viento en la panza”, parecida a un papel, una hoja yendo y viniendo, arrastrada por la lluvia o el viento.
Después cruzamos el salón achinado, alumbrado con farolitos verdes, para secarnos en el baño, las dos puertas separadas por una mampara. “Entro con vos”, dijo sonriendo, el pelo chorreado en la cara. “¿Cómo?” Y se curzó los dedos en los labios. “Sh, con vos para ver cómo son”. “Estás loca a ver si nos ve alguien”. “No hay nadie, no ves que no hay nadie”, y la luz cruda del baño parecía aislar los gestos, multiplicarlos en el espejo y ella miraba todo entre asombrada y divertida, “Así que ustedes usan estas cosas, ¡qué plato!, pero si son como escupideritas”, y se reía, girando de un lado a otro, cuando entró un tipo y la miró pensando que se había equivocado, pero me descubrió en seguida mientras ella lo saludaba haciendo reverencias...
A veces uno necesita creer en señales, en avisos que no supo ver. Ahora (ahora después que abrí la puerta de a pieza de Luciana y me tiré para atrás, como encandilado) esa madrugada en la boîte me parece una repetición, un signo de todo lo que pasó esta noche. A lo mejor por eso se me mezclan, por eso no sé si fue hoy a la madrugada o aquella vez, hace más de tres meses, cuando Luciana levantó la cara como buscando la lluvia que se adivinaba en el viento, y yo le vi los ojos, dos llagas en medio de la cara, hasta que ella se movió, imperceptiblemente, como queriendo esquivar la luz filosa del amanecer y en voz muy baja, casi un susurro, me dijo que se iba. “Mejor me vuelvo sola”, dijo y yo la dejé ir, la miré alejarse, perderse entre la gente, sin hacer nada, sin llamarla.
Y después, esa noche, ella subió por última vez a mi pieza, medio borracha, y ya no la vi más, hasta la noche de la fiesta, ayer.
Entré y estaba acurrucada tocando la guitarra, con gente desparramada en los sitios más inverosímiles; y ella cantaba con su voz tan ronca, envuelta en el humo pálido de los cigarrillos.
Cuando alzó la cara todos aplaudieron, hablaron, como obedeciéndola. Se levantó y el vestido le destapó los muslos; el pelo recogido, la cara agrisada por el humo, “una estatua”, pensé, “una imagen de yeso, gastada”.
Agitó la mano, yo sonreí.
La miré venirse, eludiendo a los que bailaban; su cara se iba construyendo, afirmando a medida que se acercaba. Me acuerdo que traté de pensar una frase para recibirla. “Te queda muy bien el pelo atado, parecés una estatua”, algo en ese estilo; pero ella se paró imprevistamente en mitad del camino y yo me quedé quieto, mirándola bailar con Patricio.
Había tanta gente que se podía ignorar confiadamente a los conocidos. Todo era una mezcla de caras y gritos saltando a destiempo. Recortada por el montón, cada tanto me encontraba con Luciana, con su vestido color ocre.
Dos o tres veces nos miramos, pero ella siguió bailando, sonriendo y como divertida.
Me dejé ir de un lado a otro, escurriéndome hacia el fondo de vez en cuando, para buscar la mesa donde se amontonaban las botellas.
Al cuarto o quinto whisky las cosas mejoraron y terminé bailando algunos tangos, sin mucho fervor, con una niña que era lánguida y levemente bizca, lo cual le daba un aire entre malvado y obsesivo.
Por fin me tiré en un sillón que me obligaba a hundirme en una posición realmente absurda, con los codos aplastados entre las rodillas.
—¿Te divertís?
La voz vino de atrás y para confirmar que era Luciana tuve que girar todo e! cuerpo y verla apoyada contra la pared.
—Como loco.
Inclinada se investigaba el vestido. Una hilacha, un hilo blanco todo torcido y ella lo sostenía con dos dedos a la altura de los ojos y lo estudiaba, atenta.
—Estás rara con el pelo así.
De todos modos era muy absurdo seguir incrustado ese sillón haciendo contorsiones para poder mirarla.
—Parecés una estatua —le dije mientras trataba de incorporarme, braceando torpemente.
—¿Ah sí? —dijo ella, siempre con aire distraído, soplando la hebra que se hamacaba en el aire.
Cuando conseguí sentarme con dificultad en el brazo del sillón, la miré de frente por primera vez, y fue como recordarle los ojos, ese modo gatuno de crecer y achicársele la pupila.
—Lo único que no te cambian son los ojos —le dije, pero ella no me contestó y siguió tomando el whisky hasta vaciarlo.
Me miraba sin mover la cabeza, con el vaso levantado contra los dientes, dándole golpecitos con la punta (le los dedos hasta que el cubo de hielo resbaló por el borde.
—¿Para qué me llamaste?
—¿A Beatriz la dejaste en casita? —dijo ella como si me contestara.
—No jugués.
—No seas tonto —dijo imitándome el tono, sin dejar de mirarme.
En el labio le brillaba una raya amarillenta, espuma o algo así que le había dejado el filo de la copa.
—Tenés sucio —le dije y ella se tiró para atrás y se pasó la mano por la cara—. No. Ahí. Más cerca de la boca. —Me incliné y le froté la boca con los dedos. Cuando levanté la cara me topé con el cuerpo de Patricio.
—Emilio ¿cómo andás? —dijo, y Luciana le agarró la muñeca, no la mano sino la muñeca, como si fuera un objeto, el respaldo de una silla.
Hablamos los tres, una vez cada uno, para que los silencios no se alargaran demasiado, mientras la música y el ruido de los pies y los gritos se mezclaban en un bochinche fenomenal.
—Esto es demasiado cerrado —dijo Patricio—. Hubiera sido mejor el jardín. Lástima la llovizna.
—¿Qué festejan? —pregunté mirando la cara de Patricio, el color raro, medio violáceo de la cara de Patricio.
—Nada —me contestó Luciana—. No veo por qué hay que hacer fiestas solo para festejar cosas.
—A Luciana e a por rachas —dijo Patricio que buscaba mi complicidad dulcemente—. Ahora las fiestas, hace un tiempo se le había dado por pintar, llenó la casa de telas y cuando...
—Está bien, querido, dejemos mis rachas ahora —lo cortó ella, soltándole la muñeca—. Prefiero bailar.
Patricio se movió como queriendo salir al medio y yo sentí la mano de Luciana en el brazo, mientras ella se alzaba en puntas de pie para rozar la cara de Patricio con los labios.
Adiviné la sonrisa de él atrás parado en un rincón, cuando en una vuelta quedamos frente a frente y me saludó levantando el vaso. Volvimos a girar, Luciana quedó de cara a Patricio y después nos internamos en medio de todos los que nos arrastraban de un lado a otro.
Luciana parecía no tener huesos, sólo la carne floja que colgaba de mí.
—¿Qué andás buscando —le dije, al rato.
—Nada. No ando buscando nada. ¿Qué querés que ande buscando? No seas elemental.
—Y para qué me llamaste? ¿Por joder?
De cerca, la cara de Luciana era una máscara hermosa y manchada, con dos lamparones oscuros al lado de los ojos donde el sudor había corrido el rimmel.
—¿Sabés lo que ando buscando? Piedritas. Juguetes que perdí. Por ejemplo que alguien se enamore de mí como antes. Como hace muchísimo tiempo aquellos muchachitos sonsos a los que yo quería como una loca. Eso ando buscando.
Sin querer me llegaba su olor a whisky mezclado con extracto francés y sudor.
—Sacarme de encima todo esto —le costaba modular la voz y hablaba torpemente—. Toda esta mugre.
—Si lo decís por el olor a whisky casi no se te nota.
Se quedó como clavada. Los que venían atrás nos empujaron riendo y yo la agarré de un brazo para sacarla, pero ella se soltó con un gesto brusco.
Yo seguí solo y me paré contra una mesa, cerca de la ventana. La miré acercarse, insegura, atropellada y sonriendo, hasta que aplastó el cuerpo contra la mesa y me llamó agitando la mano, con movimientos torpes y absurdos.
—Venga pichón, venga que Luciana quiere decirle una cosa en el oído —fue diciendo en voz baja mientras se inclinaba, y los dos hicimos un puente sobre la mesa.
—Sos un pelotudo —susurró.
Después se cruzo la mano por la cara corno si estuviera espantando un bicho y yo la miré caminar, rígida, hacia Patricio.
Me quedé un rato ahí, recostado contra la ventana.
Afuera, la bruma diluía la silueta afilada de las lanzas, en la verja de fierro que encerraba la casa.
La noche estaba quieta, muy calurosa.
Caminé por el jardín costeando la verja hasta el fondo. Vista desde atrás la casa parecía un cajón, alto y oscuro. La música se apagaba y crecía, arrastrada por el viento. Empezó a lloviznar. Era como una niebla amarillenta que rodeaba la luz de los faroles. Sobre el costado, la luz de la casa se escurría entre los árboles, y cuando me topé con la escalera, de golpe se borró y todo quedó en sombras. Empecé a subir tanteando. La luz me golpeó la cara otra vez y durante un momento los vi amontonados en medio del salón; las caras brillosas se apagaron de pronto y terminé de entrar, puteando al de la idea de jugar con la luz.
Habían formado un circulo y en el medio Luciana se movía sola, se hamacaba al compás de la música, descalza y con el pelo suelto. En la oscuridad solo se escuchaba el golpe de las manos y cuando volvía la luz la cara sudorosa de Luciana parecía brotar de repente, borrada por el pelo que le tapaba los ojos. Hasta que, bruscamente, hubo una confusión de voces y de ruidos y Patricio y Luciana cruzaron la puerta, iluminados. El la llevaba del brazo, casi en el aire, arrastrándola, mientras ella se tiraba el pelo para atrás con gestos duros, y la música seguía sonando y todos se miraban, las caras brillosas, como disculpándose, en silencio.
Se quedaron inmóviles un momento y después empezaron a moverse, turbados. Las voces fueron creciendo de a poco.
Siguieron bailando un rato más, desganados porque la cosa estaba lista y era inútil querer alargarla, mientras un mozo empezaba a juntar las botellas y todos se desbandaban en grupos furtivos hasta que quedaron tres o cuatro parejas, bailando solas en el medio de la pieza vacía.
Yo me quedé hasta lo último pero no vi a Luciana. Así que terminé la ginebra y bajé solo, despacio, siguiendo a los rezagados que cruzaban el jardín desaliñados y ojerosos.
La tormenta se olfateaba en el aire y la niebla casi no dejaba filtrar la luz blanquecina del amanecer.
Me paré a prender un cigarrillo; las luces ele la casa se iban apagando ele a una. Cuando seguí caminando hacia la verja, mientras arreciaba la llovizna, alguien me agarró la mano.
—Esperá pichón, no te apurés —dijo Luciana y parecía otra, más indefensa o algo así, se había lavado la cara, supongo, porque tenía la piel cenicienta y desnuda, los ojos como dos llagas en medio de la cara.
Caminamos despacio hasta el alero y ya el agua rebotaba ruidosamente contra las chapas.
No me puedo acordar lo que hablamos. Lo que sé es que yo no le daba importancia y que en ese momento no tenía importancia; era una de esas conversaciones entrecortadas, balbuceantes, que vienen al final de la noche, mientras aclara y uno siente el cuerpo lleno de algodón o de estopa y los ojos lastimados por la luz lechosa del amanecer.
Casi no puedo recordar otra cosa que la lluvia en el techo y la voz de Luciana mezclada con el ruido del agua. Yo sentía la cabeza vacía y lo único que esperaba era ver pasar un taxi, subirla, ir a casa, pegarme un baño y meterme con ella en la cama. Pero no pasaba un taxi ni por broma, y Luciana se paseaba de un lado a otro. Yo la tenía del codo pero ella se movía, en ese espacio insignificante, con el pelo borrándole los ojos, la cara grisácea, se movía, parecida a una bestia enjaulada o a una mano que se moviera con cautela, tanteando para levantar del piso un montón de vidrios quebrados.
Hasta que de repente me rozó apenas la cara con los labios y entró en la lluvia.
Caminaba tan despacio, toda torcida, flotando en esa bruma gris, que yo pensé que iba a volver. Absurdamente pensé que había entrado en la lluvia porque sí, pero que iba a volver; y la miré alejarse, y cuando iba a salir a buscarla se detuvo, sepultada en la lluvia; se agachó tanteando el piso y después bailoteó en un pie con el brazo extendido y yo le grité que volviera y por la lluvia o por pero ella seguía caminando, ahora descalza, con los zapatos en la mano, achicándose cada vez más hasta ser un punto color ocre en medio de la lluvia.
Y yo me quedé ahí, sin pensar en nada, esperando que aflojara la lluvia para venirme por el Bajo, caminando sin apuro, esquivando los charcos, mientras el sol se diluía entre las nubes, y la gente encorvada, y los negocios empezaban a abrirse y Luciana andaba por algún lugar de esa llovizna, mirando ella también la cara torva de los que madrugaban asombrados de ver a esa muchacha, empapada y descalza, con el pelo pegado a la cara, escondiendo los ojos para no sentir la luz filosa del amanecer entrando por los ventanales de su pieza, subiéndose a una silla para cegarlos, cobijarse en la tierna oscuridad de la noche, olvidar afuera el día que se viene de a poco mientras ella deja que el vestido le resbale por el cuerpo mojado, desnuda cuando la encontraron, las ventanas clausuradas, la pieza oscura y Luciana con el brazo tapándole los ojos como quien trata de borrar el sol, boca arriba en la arena y cerca del mar, a mediodía.
De todos modos no estoy seguro si hay que contarlo así. Ahora las cosas se me diluyen, lejanas, y parece lo más natural que anoche hubiera sucedido hace muchísimo tiempo; que anoche, hoy mismo, estuvieran antes que, por ejemplo, aquella tarde los dos corríamos esquivando los coches y nos paramos muertos de risa en medio de la plaza y nos besamos por primera vez, interrumpidos por la risa, mientras la gente daba vuelta la cara para mirarnos y arriba un jet flotaba en el aire y ella dijo que me quería: “me parece que te quiero mucho, dijo ella y yo le contesté cualquier pavada, “me parece que estás loca”, algo así, en voz baja, y la luz del estúpido farol encendido a las tres de la tarde le hacía brillar todavía más el pelo colorado cuando se separó y yo pensé que iba a sentarse o algo por el estilo, pero empezó una especie de baile, “¿yo?, yo soy loca como una pata, ¿nunca viste una pata loca?”, los brazos pegados al cuerpo, las manos como alitas, pegando extraños mugidos, imitando los gritos que ella decía que eran los gritos de las patas en celo: “de las patas calientes”, dijo, y tenía los ojos grises medio veteados por el sol y la risa.
Gestos, escenas que ahora se agrandan aquí, mientras escribo en esta pieza que desemboca sobre los techos del vecino, borrando, deformando lo de anoche, la fíes—ta, la voz de ella por teléfono para invitarme y yo me reía sin entender la razón, “y de dónde sacaste que para armar una fiesta hay que tener razones”, me dijo y yo pensé: “ojo, ir sin Beatriz”. “No. Beatriz, con Antonio no sé si te acordás”. Qué estúpido, como si Luciana necesitara verme sin Beatriz o no la conociera mejor que yo mismo. “Para vos es una de esas piezas cómodas, ¿te das cuenta? Un cuarto de baño” (yo no la distinguía en la oscuridad, pero seguro se reía con todo el cuerpo) . “Eso: una especie de cuarto de baño”.
Claro que cuando Luciana lo dijo estaba totalmente borracha. Yo había escuchado ruidos, abajo, y en seguida los tacos en la escalera y alguien raspando un fósforo. “Beatriz”, dije, buscando la luz. “No. No prendás”; hablaba alzando demasiado la voz, como borracha y cuando encendí pareció que Luciana brotaba desde la oscuridad, con el pelo tirado en la cara, hermosa y gastada, fugaz. “Me voy. Si no apagas la luz me voy”. “¿Qué te pasa, estás loca?”, y ya no la veía, la adivinaba en la oscuridad dando vueltas de un lado a otro, atropellando, llevándose las' cosas por delante,. hasta que se sentó en el borde de la cama, sin hablar.
Por eso digo que fue imbécil pensar en Beatriz, que no tiene nada que ver, y ahora seguro duerme sin saber nada, con su aire entre ingenuo y malévolo y dulce, con esa cara que de repente se le ablanda y parece que se le desmorona, como si no le obedeciera, cuando ella busca endurecerla, porque yo, casi sin querer, hace unas cuadras que camino abstraído, dejándome llevar por el silencio hasta que siento la presencia de Beatriz, tensa, controlada, y al fin escucho su voz, medio enrarecida: “¿Se puede saber qué te pasa?” Y yo la miro, asombrado: “Nada, ¿qué querés que me pase?”, y es como si se le soltara algún piolín adentro y se le cayeran las mejillas. Un títere aquella mañana, cuando su cara apareció y ya era tarde porque Luciana había trepado la misma escalera, borracha, y nos despertó Beatriz, entrando, y ella le habló desde la cama, con las mantas tapándole el cuerpo desnudo. “Hola, ternerita”, le dijo, “no te enojés que ya me voy”. Y a Beatriz le latía un ángulo de la boca, apoyada en la pared, sin moverse, mientras Luciana se vestía, muy despacio, en medio de la pieza, se agachaba buscando las medias y yo, desde la cama, no sabiendo cómo hacer para alcanzar los pantalones.
Y esa, fue la última vez.
Hasta hoy, quiero decir.
Salvo una tarde que la vi cruzando con Patricio y el viento le inflaba el vestido y le tiraba como siempre el pelo en la cara, ésa fue la última vez, porque la noche antes habíamos decidido que todo se terminara, amigablemente, con la asquerosa delicadeza de esos casos.
Ya no me acuerdo a quién de los dos se le ocurrió festejar el final en esa boite, una especie de casa de té, que habíamos encontrado poco después de medianoche, hundida en el fondo de un monte de eucaliptus.
“Carajo, uno se moja todos los pies con este yuyo”, dije yo porque lloviznaba y el pastito me embarraba la bocamanga, y creo que mientras yo zapateaba en el felpudo como un imbécil, ella descubrió la hamaca. “Pero es absurdo”, dijo, “no te parece increíble una hamaca en una boîte” y ya corría. “¿Qué hacés, boba?”, le dije, metido entre los árboles, y ella subía y bajaba con el cuerpo y la nuca y todo el pelo tirado para atrás y la hamaca pegaba unos chillidos como de conejo y ella déle gritar “es como tener un viento en la panza”, parecida a un papel, una hoja yendo y viniendo, arrastrada por la lluvia o el viento.
Después cruzamos el salón achinado, alumbrado con farolitos verdes, para secarnos en el baño, las dos puertas separadas por una mampara. “Entro con vos”, dijo sonriendo, el pelo chorreado en la cara. “¿Cómo?” Y se curzó los dedos en los labios. “Sh, con vos para ver cómo son”. “Estás loca a ver si nos ve alguien”. “No hay nadie, no ves que no hay nadie”, y la luz cruda del baño parecía aislar los gestos, multiplicarlos en el espejo y ella miraba todo entre asombrada y divertida, “Así que ustedes usan estas cosas, ¡qué plato!, pero si son como escupideritas”, y se reía, girando de un lado a otro, cuando entró un tipo y la miró pensando que se había equivocado, pero me descubrió en seguida mientras ella lo saludaba haciendo reverencias...
A veces uno necesita creer en señales, en avisos que no supo ver. Ahora (ahora después que abrí la puerta de a pieza de Luciana y me tiré para atrás, como encandilado) esa madrugada en la boîte me parece una repetición, un signo de todo lo que pasó esta noche. A lo mejor por eso se me mezclan, por eso no sé si fue hoy a la madrugada o aquella vez, hace más de tres meses, cuando Luciana levantó la cara como buscando la lluvia que se adivinaba en el viento, y yo le vi los ojos, dos llagas en medio de la cara, hasta que ella se movió, imperceptiblemente, como queriendo esquivar la luz filosa del amanecer y en voz muy baja, casi un susurro, me dijo que se iba. “Mejor me vuelvo sola”, dijo y yo la dejé ir, la miré alejarse, perderse entre la gente, sin hacer nada, sin llamarla.
Y después, esa noche, ella subió por última vez a mi pieza, medio borracha, y ya no la vi más, hasta la noche de la fiesta, ayer.
Entré y estaba acurrucada tocando la guitarra, con gente desparramada en los sitios más inverosímiles; y ella cantaba con su voz tan ronca, envuelta en el humo pálido de los cigarrillos.
Cuando alzó la cara todos aplaudieron, hablaron, como obedeciéndola. Se levantó y el vestido le destapó los muslos; el pelo recogido, la cara agrisada por el humo, “una estatua”, pensé, “una imagen de yeso, gastada”.
Agitó la mano, yo sonreí.
La miré venirse, eludiendo a los que bailaban; su cara se iba construyendo, afirmando a medida que se acercaba. Me acuerdo que traté de pensar una frase para recibirla. “Te queda muy bien el pelo atado, parecés una estatua”, algo en ese estilo; pero ella se paró imprevistamente en mitad del camino y yo me quedé quieto, mirándola bailar con Patricio.
Había tanta gente que se podía ignorar confiadamente a los conocidos. Todo era una mezcla de caras y gritos saltando a destiempo. Recortada por el montón, cada tanto me encontraba con Luciana, con su vestido color ocre.
Dos o tres veces nos miramos, pero ella siguió bailando, sonriendo y como divertida.
Me dejé ir de un lado a otro, escurriéndome hacia el fondo de vez en cuando, para buscar la mesa donde se amontonaban las botellas.
Al cuarto o quinto whisky las cosas mejoraron y terminé bailando algunos tangos, sin mucho fervor, con una niña que era lánguida y levemente bizca, lo cual le daba un aire entre malvado y obsesivo.
Por fin me tiré en un sillón que me obligaba a hundirme en una posición realmente absurda, con los codos aplastados entre las rodillas.
—¿Te divertís?
La voz vino de atrás y para confirmar que era Luciana tuve que girar todo e! cuerpo y verla apoyada contra la pared.
—Como loco.
Inclinada se investigaba el vestido. Una hilacha, un hilo blanco todo torcido y ella lo sostenía con dos dedos a la altura de los ojos y lo estudiaba, atenta.
—Estás rara con el pelo así.
De todos modos era muy absurdo seguir incrustado ese sillón haciendo contorsiones para poder mirarla.
—Parecés una estatua —le dije mientras trataba de incorporarme, braceando torpemente.
—¿Ah sí? —dijo ella, siempre con aire distraído, soplando la hebra que se hamacaba en el aire.
Cuando conseguí sentarme con dificultad en el brazo del sillón, la miré de frente por primera vez, y fue como recordarle los ojos, ese modo gatuno de crecer y achicársele la pupila.
—Lo único que no te cambian son los ojos —le dije, pero ella no me contestó y siguió tomando el whisky hasta vaciarlo.
Me miraba sin mover la cabeza, con el vaso levantado contra los dientes, dándole golpecitos con la punta (le los dedos hasta que el cubo de hielo resbaló por el borde.
—¿Para qué me llamaste?
—¿A Beatriz la dejaste en casita? —dijo ella como si me contestara.
—No jugués.
—No seas tonto —dijo imitándome el tono, sin dejar de mirarme.
En el labio le brillaba una raya amarillenta, espuma o algo así que le había dejado el filo de la copa.
—Tenés sucio —le dije y ella se tiró para atrás y se pasó la mano por la cara—. No. Ahí. Más cerca de la boca. —Me incliné y le froté la boca con los dedos. Cuando levanté la cara me topé con el cuerpo de Patricio.
—Emilio ¿cómo andás? —dijo, y Luciana le agarró la muñeca, no la mano sino la muñeca, como si fuera un objeto, el respaldo de una silla.
Hablamos los tres, una vez cada uno, para que los silencios no se alargaran demasiado, mientras la música y el ruido de los pies y los gritos se mezclaban en un bochinche fenomenal.
—Esto es demasiado cerrado —dijo Patricio—. Hubiera sido mejor el jardín. Lástima la llovizna.
—¿Qué festejan? —pregunté mirando la cara de Patricio, el color raro, medio violáceo de la cara de Patricio.
—Nada —me contestó Luciana—. No veo por qué hay que hacer fiestas solo para festejar cosas.
—A Luciana e a por rachas —dijo Patricio que buscaba mi complicidad dulcemente—. Ahora las fiestas, hace un tiempo se le había dado por pintar, llenó la casa de telas y cuando...
—Está bien, querido, dejemos mis rachas ahora —lo cortó ella, soltándole la muñeca—. Prefiero bailar.
Patricio se movió como queriendo salir al medio y yo sentí la mano de Luciana en el brazo, mientras ella se alzaba en puntas de pie para rozar la cara de Patricio con los labios.
Adiviné la sonrisa de él atrás parado en un rincón, cuando en una vuelta quedamos frente a frente y me saludó levantando el vaso. Volvimos a girar, Luciana quedó de cara a Patricio y después nos internamos en medio de todos los que nos arrastraban de un lado a otro.
Luciana parecía no tener huesos, sólo la carne floja que colgaba de mí.
—¿Qué andás buscando —le dije, al rato.
—Nada. No ando buscando nada. ¿Qué querés que ande buscando? No seas elemental.
—Y para qué me llamaste? ¿Por joder?
De cerca, la cara de Luciana era una máscara hermosa y manchada, con dos lamparones oscuros al lado de los ojos donde el sudor había corrido el rimmel.
—¿Sabés lo que ando buscando? Piedritas. Juguetes que perdí. Por ejemplo que alguien se enamore de mí como antes. Como hace muchísimo tiempo aquellos muchachitos sonsos a los que yo quería como una loca. Eso ando buscando.
Sin querer me llegaba su olor a whisky mezclado con extracto francés y sudor.
—Sacarme de encima todo esto —le costaba modular la voz y hablaba torpemente—. Toda esta mugre.
—Si lo decís por el olor a whisky casi no se te nota.
Se quedó como clavada. Los que venían atrás nos empujaron riendo y yo la agarré de un brazo para sacarla, pero ella se soltó con un gesto brusco.
Yo seguí solo y me paré contra una mesa, cerca de la ventana. La miré acercarse, insegura, atropellada y sonriendo, hasta que aplastó el cuerpo contra la mesa y me llamó agitando la mano, con movimientos torpes y absurdos.
—Venga pichón, venga que Luciana quiere decirle una cosa en el oído —fue diciendo en voz baja mientras se inclinaba, y los dos hicimos un puente sobre la mesa.
—Sos un pelotudo —susurró.
Después se cruzo la mano por la cara corno si estuviera espantando un bicho y yo la miré caminar, rígida, hacia Patricio.
Me quedé un rato ahí, recostado contra la ventana.
Afuera, la bruma diluía la silueta afilada de las lanzas, en la verja de fierro que encerraba la casa.
La noche estaba quieta, muy calurosa.
Caminé por el jardín costeando la verja hasta el fondo. Vista desde atrás la casa parecía un cajón, alto y oscuro. La música se apagaba y crecía, arrastrada por el viento. Empezó a lloviznar. Era como una niebla amarillenta que rodeaba la luz de los faroles. Sobre el costado, la luz de la casa se escurría entre los árboles, y cuando me topé con la escalera, de golpe se borró y todo quedó en sombras. Empecé a subir tanteando. La luz me golpeó la cara otra vez y durante un momento los vi amontonados en medio del salón; las caras brillosas se apagaron de pronto y terminé de entrar, puteando al de la idea de jugar con la luz.
Habían formado un circulo y en el medio Luciana se movía sola, se hamacaba al compás de la música, descalza y con el pelo suelto. En la oscuridad solo se escuchaba el golpe de las manos y cuando volvía la luz la cara sudorosa de Luciana parecía brotar de repente, borrada por el pelo que le tapaba los ojos. Hasta que, bruscamente, hubo una confusión de voces y de ruidos y Patricio y Luciana cruzaron la puerta, iluminados. El la llevaba del brazo, casi en el aire, arrastrándola, mientras ella se tiraba el pelo para atrás con gestos duros, y la música seguía sonando y todos se miraban, las caras brillosas, como disculpándose, en silencio.
Se quedaron inmóviles un momento y después empezaron a moverse, turbados. Las voces fueron creciendo de a poco.
Siguieron bailando un rato más, desganados porque la cosa estaba lista y era inútil querer alargarla, mientras un mozo empezaba a juntar las botellas y todos se desbandaban en grupos furtivos hasta que quedaron tres o cuatro parejas, bailando solas en el medio de la pieza vacía.
Yo me quedé hasta lo último pero no vi a Luciana. Así que terminé la ginebra y bajé solo, despacio, siguiendo a los rezagados que cruzaban el jardín desaliñados y ojerosos.
La tormenta se olfateaba en el aire y la niebla casi no dejaba filtrar la luz blanquecina del amanecer.
Me paré a prender un cigarrillo; las luces ele la casa se iban apagando ele a una. Cuando seguí caminando hacia la verja, mientras arreciaba la llovizna, alguien me agarró la mano.
—Esperá pichón, no te apurés —dijo Luciana y parecía otra, más indefensa o algo así, se había lavado la cara, supongo, porque tenía la piel cenicienta y desnuda, los ojos como dos llagas en medio de la cara.
Caminamos despacio hasta el alero y ya el agua rebotaba ruidosamente contra las chapas.
No me puedo acordar lo que hablamos. Lo que sé es que yo no le daba importancia y que en ese momento no tenía importancia; era una de esas conversaciones entrecortadas, balbuceantes, que vienen al final de la noche, mientras aclara y uno siente el cuerpo lleno de algodón o de estopa y los ojos lastimados por la luz lechosa del amanecer.
Casi no puedo recordar otra cosa que la lluvia en el techo y la voz de Luciana mezclada con el ruido del agua. Yo sentía la cabeza vacía y lo único que esperaba era ver pasar un taxi, subirla, ir a casa, pegarme un baño y meterme con ella en la cama. Pero no pasaba un taxi ni por broma, y Luciana se paseaba de un lado a otro. Yo la tenía del codo pero ella se movía, en ese espacio insignificante, con el pelo borrándole los ojos, la cara grisácea, se movía, parecida a una bestia enjaulada o a una mano que se moviera con cautela, tanteando para levantar del piso un montón de vidrios quebrados.
Hasta que de repente me rozó apenas la cara con los labios y entró en la lluvia.
Caminaba tan despacio, toda torcida, flotando en esa bruma gris, que yo pensé que iba a volver. Absurdamente pensé que había entrado en la lluvia porque sí, pero que iba a volver; y la miré alejarse, y cuando iba a salir a buscarla se detuvo, sepultada en la lluvia; se agachó tanteando el piso y después bailoteó en un pie con el brazo extendido y yo le grité que volviera y por la lluvia o por pero ella seguía caminando, ahora descalza, con los zapatos en la mano, achicándose cada vez más hasta ser un punto color ocre en medio de la lluvia.
Y yo me quedé ahí, sin pensar en nada, esperando que aflojara la lluvia para venirme por el Bajo, caminando sin apuro, esquivando los charcos, mientras el sol se diluía entre las nubes, y la gente encorvada, y los negocios empezaban a abrirse y Luciana andaba por algún lugar de esa llovizna, mirando ella también la cara torva de los que madrugaban asombrados de ver a esa muchacha, empapada y descalza, con el pelo pegado a la cara, escondiendo los ojos para no sentir la luz filosa del amanecer entrando por los ventanales de su pieza, subiéndose a una silla para cegarlos, cobijarse en la tierna oscuridad de la noche, olvidar afuera el día que se viene de a poco mientras ella deja que el vestido le resbale por el cuerpo mojado, desnuda cuando la encontraron, las ventanas clausuradas, la pieza oscura y Luciana con el brazo tapándole los ojos como quien trata de borrar el sol, boca arriba en la arena y cerca del mar, a mediodía.
FIN
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