La bitácora del Puerto
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digital de la Editorial Puerto Libro editorialpuertolibro@gmail.com
AÑO VIII
– Nº 66, abril de 2019
Capitán a cargo de
la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes, en su cuaderno
de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota de
aquellos hombres o mujeres de letras que entendemos son dignas de ser
destacados. Hoy, el tema es eñ otoño y la figura es Andrés Abel-
Se me ocurre
que para abundar en la no información que puedo brindar, les doy su cuenta de
Twitter y de Facebook.
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Un montón de hojas muertas. Un terrorífico
cuento de otoño.

A lo
largo de este año he publicado un relato de ambientación veraniega
(«Ice Cream Juggernaut») y otro de corte invernal (nunca mejor dicho;
«Snowflake Massacre»), y muy pronto saldrá a la luz un tercero inspirado
en los encantos de la primavera («Bloodroot»), todos como parte de una
serie de antologías orquestadas por la editorial americana Static
Movement. Por desgracia, la compilación correspondiente a mi estación
favorita del año ya estaba cerrada cuando empecé a trabajar con
ellos, así que la tetralogía estaba incompleta… hasta ahora. La propuesta
de Álvaro para que participase en su ya clásico especial
de Halloween me pareció la excusa perfecta para escribir ese cuarto
relato. Y aquí está. Mi cuento de otoño.
UN
MONTÓN DE HOJAS MUERTAS
por Andrés Abel
por Andrés Abel
Memory heaps dead leaves on corpse‐like deeds,
from under which they do but vaguely offend the sense.
― John Galsworthy, The Forsyte Saga
from under which they do but vaguely offend the sense.
― John Galsworthy, The Forsyte Saga
El cielo
era rosa, una versión edulcorada del crepúsculo que en aquella época
solía acompañarlo de casa al trabajo, haciéndole sentir tan pequeño
como un niño llevado a rastras por un adulto. Aquella tarde la bóveda
granate de los últimos días había decidido travestirse en algodón
de azúcar, invirtiendo los papeles de la celebración que tomaría las
calles tan pronto como el sol terminara de ponerse: entonces serían
los niños quienes se transfigurasen, y quienes tirarían excitados
de las manos de sus acompañantes. En cualquier caso, él ya no era un niño,
ni tenía ninguno a su cargo, y sabía que aquella noche no sería para él
distinta de la anterior o la siguiente.
(«¡Uac,
uac!», gritó un cuervo desde los árboles).
Le llevaba
casi media hora atravesar el paseo de la alameda hasta la factoría
de la Silver Shamrock, pero se alegraba de poder ir caminando, haciendo
crujir el suelo bajo sus botas de faena. Las hojas secas cubrían su acera
y la de enfrente, a su izquierda, y hasta los márgenes de la carretera
que se prolongaba entre ambas, como una inmensa viga gris corroída
por la herrumbre de octubre. No soplaba ni una brizna de viento, ni circulaba
ningún vehículo que turbara la quietud de las hojas caídas. La suya era
la única respiración que removía el aire del paseo.
(La única
respiración humana).
(Porque en
los árboles vivían algunas ardillas. Y al menos un cuervo).
Vio el montón
mucho antes de pasar junto a él: un cúmulo de hojas de unos dos metros
de largo, y casi medio metro de alto en uno de sus extremos. Se encontraba
al pie de uno de los álamos que formaban a su derecha, en vanguardia del
boscaje que se extendía más allá. El árbol tenía una rama rota que colgaba
sobre la de abajo dibujando una cruz. Seguramente aquel rimero de hojas
secas habría pasado desapercibido para la mayoría de paseantes, pero
él se jactaba de ser un hombre minucioso, y años de labor en la cadena
de montaje no habían mermado su vista; más bien al contrario. Por eso
distinguió también perfectamente, sin confundirla en ningún momento
con una ramita seca o cualquier otra zarandaja, la mano que sobresalía
a un lado del montón.
Al principio
se tensó tanto que su cuello amenazó con quebrarse, y un leve temblor
se apoderó de su cabeza; pero mientras se mordía el labio de abajo para
refugiarse en la seguridad del dolor, recordó la festividad de aquella
noche. Maldición. Enseguida se convenció de que algún mocoso había compuesto
aquella escena para atemorizar a incautos como él. No obstante, no
podía pasar de largo sin verificar lo que ya sabía.
Un nuevo
graznido lo acompañó mientras abandonaba la acera y se internaba hacia
los árboles.
Se detuvo
delante de la mano. La porción visible de antebrazo desaparecía debajo
de las hojas dando la impresión de que dentro había un cuerpo oculto. Eso
se lo concedía al mocoso. Sin embargo, vista de cerca no le pareció
que la prótesis estuviera muy lograda: la supuesta piel estaba descolorida
y arrugada, y allí donde se levantaba para mostrar presuntas secciones
de hueso ni siquiera se habían molestado en aplicar unas gotitas de
rojo. El único elemento que confería algún viso de autenticidad a
tan chapucera pieza de utilería eran unos pocos gusanos despistados
que se arrastraban por encima de ella.
Se preparó
para propinarle un puntapié y sacarla de debajo de las hojas, solo
para echarle un vistazo a la prolongación de la muñeca. Sentía curiosidad
por ver cómo habían rematado el corte del brazo. Después volvería a empujarla
y la hundiría definitivamente debajo del montón, para evitarle el
sobresalto a otro viandante.
Su pie y la
mano se encontraron antes de que él pudiera hacer ningún movimiento.
***
Lo primero
que vio cuando abrió los ojos fueron las ramas en forma de cruz, recortadas
contra la luna. (En realidad solo veía con un ojo; el otro lo tenía completamente
tapado). Después llegaron un pequeño vampiro y una momia con corona
de princesa, que permanecieron inclinados sobre él hasta que una voz
grave e imperativa los convocó fuera del alcance de sus dedos.
Juraría haber estado a punto de moverlos mientras los niños estuvieron
a su lado, pero ahora solo podía sentir el frío de la noche deslizándose
entre ellos; y aunque tampoco era capaz de emitir ningún sonido, no se
dejó poseer por el pánico. Porque sabía que no podía pasar mucho tiempo
antes de que alguien viese su mano asomando entre las hojas, o de que un
golpe de viento las hiciera volar y dejase su cuerpo al descubierto.
El cuervo
volvió a graznar, y su grito resonó en sus oídos mientras el cielo oscilaba
entre el negro, el rojo y el azul, y también el rosa algunas veces.
FIN
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