La
bitácora del Puerto
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AÑO VII – Nº 56 marzo de 2018
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su
cuaderno de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos
aquellos acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria.
En esta Carpeta de Bitácora –desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota
de aquellos hombres o mujeres de letras
que entendemos son dignas de ser destacados.
Hoy, la figura insoslayable es nada menos que José
Donoso.
José
Donoso Yáñez (Santiago, 5 de octubre de 19241-Ib.,
7 de diciembre de 1996) fue un escritor, profesor y periodista chileno que
formó parte del llamado boom latinoamericano de los años 1960 y 1970. Recibió
el Premio Nacional de Literatura en 1990.
Biografía
Hijo del médico José
Donoso Donoso y Alicia Yáñez, sobrina del periodista Eliodoro Yáñez, fundador
del diario La Nación. Estudió en The Grange School, donde fue compañero de Luis
Alberto Heiremans y de Carlos Fuentes, y en el Liceo José Victorino Lastarria.
Procedente de una familia acomodada, durante su juventud trabajó no obstante
como malabarista y oficinista, mucho antes de desarrollar su actividad
literaria y docente.
En 1945 viajó al
extremo sur de Chile y Argentina, donde trabajó en haciendas ovejeras de
Magallanes. Dos años más tarde, terminó la enseñanza secundaria e ingresó a
estudiar inglés en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. En 1949,
gracias a una beca de la Doherty Foundation, se trasladó a cursar filología
inglesa en la Universidad de Princeton, donde tuvo como profesores a R. P.
Blackmur, Lawrence Thompson y Allan Tate. La revista de Princeton, MSS,
publicó sus dos primeros cuentos en lengua inglesa: "The blue woman"
y "The poisoned pastries", entre 1950 y 1951.
En 1951, viajó a México
y a Centroamérica. Regresó a Chile donde comenzó a enseñar en el Pedagógico de
la Universidad Católica y en el Kent School.
Su primer libro
—Veraneo y otros cuentos— apareció en 1955 y con él ganó al año siguiente el
Premio Municipal de Santiago. En 1957, mientras vivía con una familia de
pescadores en Isla Negra, publicó su primera novela, Coronación, en la que
realizó una descripción de las clases altas santiaguinas y de su decadencia.
Ocho años más tarde, se publicó por primera vez en los Estados Unidos por
Alfred A. Knopf y en Inglaterra por The Bodley Head.
Comenzó a escribir para
la revista Ercilla en 1960, cuando se hallaba viajando por Europa, desde donde
enviaba reportajes.1 Luego continuó como redactor y crítico literario de esa
publicación hasta 1965. Posteriormente, colaboró también con la mexicana
Siempre.
En 1961, contrajo
matrimonio con la pintora María Ester Serrano, conocida como María Pilar Donoso
(1926-1997),4 hija del chileno Juan Enrique Serrano y la boliviana Graciela
Mendieta. Donoso la había conocido el año anterior en Buenos Aires.
Viaje
al extranjero: Viajó a México en diciembre de 1964
invitado al Tercer Simposio de la Fundación Interamericana para las Artes.
Permaneció un tiempo en ese país, al principio en la casa de Carlos Fuentes,
para seguir después viaje a Estados Unidos, donde residió un tiempo. En 1966
publicó El lugar sin límites, novela corta considerada una de sus mejores obras
y que fue llevada al cine por el mexicano Arturo Ripstein. Al año siguiente se
trasladó a España, donde permaneció hasta 1981.
El obsceno pájaro de la
noche, considerada su mejor novela y la más compleja y ambiciosa, salió a la
luz en 1970. Donoso trabajó en ella durante ocho años, interrumpiendo su
escritura varias veces, hasta que, según declaró el propio escritor, un
episodio de esquizofrenia provocado por una alergia a la morfina durante su
internamiento por unas úlceras le permitió terminarla.5 El crítico literario
Harold Bloom la considera una de las obras esenciales del canon de la
literatura occidental del siglo XX.
En 1972, publicó el
ensayo Historia personal del boom y al año siguiente Tres novelitas burguesas.
Aunque había abandonado su país antes de 1973, después del golpe de Estado del
general Pinochet de ese año se consideró exiliado en España. Entre 1971 y 1975
Donoso y su familia vivieron en la localidad de Calaceite (España). Su hija
Pilar describe así su casa aragonesa en su libro Correr un tupido velo: «Era
una casa bella, toda de piedra, con un living grande que tenía como
originalidad dos chimeneas y el cielo de bovedilla catalana; troncos a la
vista, cada medio metro, entre tronco y tronco, una pequeña bóveda de yeso y
las paredes de piedra descubierta. En el tercer piso estaba la 'solana',
granero típico de las casas de la región, con una vista incomparable hacia la
sierra de los campos de olivos».
En 1978 salió Casa de
campo —novela que se ha leído como una crítica en clave de metáfora a la
dictadura chilena—, con la que al año siguiente obtuvo el Premio de la Crítica.
Su novela erótica La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1979) demostró,
para algunos incondicionales, que dominaba todos los registros literarios con
igual maestría. El jardín de al lado (1981) vino a confirmarlo como uno de los
autores más brillantes de la literatura chilena de la segunda mitad del siglo
XX.
El 31 de enero de 1985
la policía chilena lo detuvo en Chiloé, junto a otros intelectuales por
participar en una «reunión política no autorizada» en el estado de sitio
vigente. «Ellos podrán decir que era un acto cultural, pero se les incautaron
cientos de panfletos contra el Gobierno», señaló el comandante Mario
Valenzuela, gobernador suplente de la zona, según informó El País al día
siguiente. El grupo había participado en una manifestación de la Comité de
Defensa de los Derechos del Pueblo, que protestaba contra la exoneración de
varios profesores de la zona. Donoso se encontraba en la isla porque había
arrendado en enero de ese año una casa con el objetivo de refugiarse y escribir
allí su novela La desesperanza, que fue publicada al año siguiente por Seix Barral.
En 1990, el mismo año
que recibió el Premio Nacional de Literatura, se integró a la Academia Chilena
de la Lengua.
Últimos
años de vida: Tras su regreso a Chile en 1981, creó un
taller literario en el que participaron, en un primer periodo, escritores como
Roberto Brodsky (El arte de callar, Bosque quemado), Marco Antonio de la Parra,
Carlos Franz (El lugar donde estuvo el paraíso, El desierto, Almuerzo de
vampiros), Carlos Iturra (Paisaje masculino), Eduardo Llanos, Marcelo Maturana,
Sonia Montecino Aguirre (La revuelta), Darío Oses (Machos tristes), Roberto
Rivera y, muy fugazmente, Jaime Collyer (Gente al acecho, Cien pájaros
volando), Gonzalo Contreras (La ciudad anterior, El nadador, El gran mal) y
Jorge Marchant Lazcano, entre otros. En ciclos posteriores, asistieron Arturo
Fontaine Talavera, Alberto Fuguet y Ágata Gligo, entre otros.
Al mismo tiempo,
continuó publicando algunas novelas, aunque no obtuvieron la misma repercusión
de obras anteriores: La desesperanza (1986), las novelas breves Taratuta y
Naturaleza muerta con cachimba (1990) y Donde van a morir los elefantes (1995).
Póstumamente aparecieron El mocho (1997) y Lagartija sin cola (2007).
José Donoso murió en su
casa de Santiago de Chile el 7 de diciembre de 1996. En su lecho de muerte,
según se dice, pidió que le leyeran poemas de Altazor de Vicente Huidobro. Sus
restos fueron inhumados en el cementerio de un balneario ubicado en la
provincia de Petorca, a 80 kilómetros de Valparaíso.
Revelaciones
tras su muerte: En 2007 se publicó su novela hasta
entonces inédita e inconclusa Lagartija sin cola —originalmente llamada La cola
de la lagartija, pero cuyo título fue modificado por la editorial—, así como,
en 2010, una suerte de biografía —Correr el tupido velo, Premio Altazor 2011 de
ensayo—, obra maestra de su hija adoptiva española, Pilar Donoso (1967-2011),
valiosísimo por mostrar el laboratorio creativo del escritor chileno. En este
libro se incluyeron muchos extractos de los diarios personales de Donoso y de
su mujer, y se reveló también la homosexualidad del escritor, su paranoia, su
egocentrismo y sus constantes e incurables problemas económicos, el alcoholismo
y la adicción a los antidepresivos de la madre y la tormentosa relación y
convivencia auto- y alterdestructiva entre los tres. Pilar terminó
suicidándose con fármacos a mediados de noviembre de 2011.
Solamente tras su
muerte y la publicación de su obra epistolar personal, a comienzos del siglo
XXI, se pudo comprobar su compleja homosexualidad, que históricamente había
sido un tema tabú en el medio social y literario chilenos, aunque siempre fue
un secreto a voces. Donoso, en sus cartas y en su diario, expresa el dolor de
no poder vivir de modo armónico sus relaciones personales.
Una
tarde estaba yo en casa de un amigo que siempre sospeché de ser homosexual, sin
haberlo confirmado. Llegó entonces el ex marido de una prima mía, un muchacho
muy buenmozo, y pude advertir que había algo entre ellos, algo que era amor. Me
conmoví hasta los huesos, me dio una envidia, una desesperación, unas ganas de
tener exactamente lo que esos dos tenían —y, sin embargo, un deseo vehemente de
no ser como ellos... Es esa envidia lo que está en la base de todos mis
problemas, gorda. ¿De dónde viene, por qué es, qué significa? ¿Hasta dónde
puede llegar a destruir nuestra vida, esa envidia mía por una situación
homosexual? [...] La tentación es inmensa, terrible, pero resulta que eso
(asumir una vida homosexual) me produciría tanto o más dolor que el no hacerlo.
Mi neurosis es debida, ahora, a esa sensación de estar viviendo sobre arena
movediza".
Carta de José Donoso a su entonces novia María Ester
Serrano, 30 de agosto de 1960.
Obras 
Cuentos
«The blue woman», revista MSS (Universidad de
Princeton), 1950
«The Poisoned
Pastries», revista MSS, 1951
«China», publicado en 1954 en la Antología del nuevo
cuento chileno y posteriormente incluido en sus Cuentos (1971).
Veraneo y otros cuentos, Editorial Universitaria,
Santiago, 1955. Siete relatos:
«Veraneo», «Tocayos», «Fiesta en grande», «El
güero», «Dinamarquero», «Dos cartas» y «Una señora»
Dos cuentos, editorial Guardia Vieja, Santiago,
1956. Contiene «Ana María» y «El hombrecito».
El charleston, Editorial Nascimento, Santiago, 1960.
Seis cuentos:
«El hombrecito», «Ana María», «El charlestón», «La
puerta cerrada», «Paseo» y «Santelices».
Cuentos, Seix Barral, Barcelona, 1971
Novelas
Coronación (1957)
Este domingo (1966)
El lugar sin límites (1966)
El obsceno pájaro de la noche (1970)
Tres novelitas burguesas (1973). Tres novelas
breves:
"Chatanooga Choochoo", "Átomo verde
número cinco" y "Gaspard de la nuit".
Casa de campo (1978)
La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria
(1980)
El jardín de al lado (1981)
Cuatro para Delfina (1982). Cuatro novelas breves:
"Sueños de mala muerte", "Los
habitantes de una ruina inconclusa", "El tiempo perdido" y
"Jolie Madame".
La desesperanza (1986)
Taratuta/Naturaleza muerta con cachimba (1990)
Donde van a morir los elefantes (1995)
El Mocho (edición póstuma, 1997)
Lagartija sin cola (edición póstuma, 2007)
Memorias
Historia personal del boom (1972). Diez años más
tarde publicó una nueva edición con apéndice del autor, que la editorial Andrés
Bello sacó seguido de "El boom doméstico", escrito por María Pilar Donoso.
Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996)
Poesía
Poemas de un novelista (1981)
Recopilaciones de artículos/Misceláneas
Artículos de incierta necesidad (1998)
El escribidor intruso. Artículos, crónicas y
entrevistas (2004)
Diarios, ensayos, crónicas. La cocina de la
escritura (2009)
Diario
Diarios tempranos. Donoso in progress, 1950-1965
(2016)
Premios y distinciones
Premio Municipal de Literatura de Santiago 1956,
categoría Cuento, por Veraneo y otros cuentos
Premio Pedro de Oña 1969 (España)
Premio de la Crítica de narrativa castellana 1978
por Casa de campo
Caballero de la Orden de las Artes y las Letras,
1986 (Francia)
Comendador de la Orden de Alfonso X el Sabio, 1987
(España)
Premio Nacional de Literatura de Chile 1990
Premio Mondello 1990 para América Latina por la
totalidad de su obra (Italia)
Intar Golden Palm Award 1991 en reconocimiento a su
trabajo en literatura y teatro (Nueva York)
Premio Municipal de Literatura de Santiago 1991,
categoría Teatro, junto con Carlos Cerda por Este domingo, adaptación de la
novela homónima
Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral
con el grado de Gran Oficial, 1994 (Chile)
Caballero Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil,
16/12/1994 (España).

La puerta cerrada
[Cuento - Texto
completo.]
José Donoso
Adela de Rengifo se quejaba
frecuentemente de que a ella le habían tocado las peores calamidades de la
vida: enviudar a los veinticinco años, ser pobre y verse obligada a trabajar
para mantenerse con un poco de dignidad, y tener un hijito enfermizo, es decir,
no enfermizo precisamente, sino que más bien enclenque, de esos niños que
duermen el doble que los niños normales.
En realidad, desde que nació,
Sebastián dormía muchísimo. Cerraba los ojos apenas su cabeza caía sobre la
almohada bordada con tanto esmero por su madre, y ya, dentro de un segundo,
estaba durmiendo como un ángel del cielo.
¡Es tan bueno y tan tranquilo el
pobrecito! —decía Adela a sus compañeras de oficina—. Ni siquiera llora ni
despierta de noche, como casi todos los niños.
Adela y Sebastián vivían en dos
cuartos que no eran malos a pesar de que las ventanas se abrían sobre un patio
interior muy estrecho, en el segundo piso de una pensión un poco húmeda y
bastante oscura. Cuando Adela partía a la oficina, en la mañana, la señora
Mechita, dueña de la pensión, quedaba encargada de cuidar a Sebastián. Pero
como el niño era tan tranquilo casi no había necesidad de preocuparse de él,
porque jamás molestaba con el bullicio y el recotín con que generalmente hacen
la vida imposible los niños de cinco años. En cuanto la señora Mechita iniciaba
los quehaceres domésticos matutinos, Sebastián se deslizaba hasta su propia
habitación para tenderse en la cama y dormir a pierna suelta. La señora Mechita
entraba a verlo, porque le daba “un no sé qué” que un niño de su edad
prefiriera dormir a entretenerse con cosas más… bueno, más normales. Hasta que
una tarde, decidiendo llamar la atención de Adela sobre esta peculiaridad de su
hijo, la abordó como haciéndose la desentendida, y sin levantar la vista de la
labor de crochet en que siempre tenía atareados sus dedos pecosos, le dijo:
—¡Qué bueno para dormir está el
niño, Adelita, por Dios! ¿No andará enfermo?
Adela, como si entreviera una
censura, respondió muy tiesa:
—¿Y qué tiene de particular que
duerma si se le antoja?
—Bueno, era por decirle no más…
—replicó la señora Mechita, y al alejarse endureció su quijada de mastín,
reflexionando que las viudas jóvenes son demasiado nerviosas y que en el futuro
se guardaría de acoger a otra en su casa.
Como la observación de la señora
Mechita subrayaba sus propias inquietudes, Adela no pudo dejar de tomarla en
cuenta. Era indudable que Sebastián dormía demasiado. No es que pasara el día
soñoliento ni amodorrado, sino que de pronto, porque sí, parecía estimar que
resultaría agradable dormir un rato, y, sin más, lo hacía como quien se entrega
a un pasatiempo entretenidísimo, tendido en su pequeña cama con barrotes de
bronce, o sentado en cualquiera silla. Intranquila, su madre a veces solía
mirarlo dormir. Esto apaciguaba sus temores, porque era seguro que nada malo
podía ocurrirle a un ser que dormía con ese rostro de embeleso, como si detrás
de sus párpados transcurrieran escenas de una existencia encantada.
Pero por mucho que tratara de no
agitarse, Adela no podía dejar de darse cuenta de que Sebastián era un niño
distinto. ¿Cómo no sentirse incómoda? Indiferente y solitario, parecía no tener
ninguna relación con lo que ocurría en torno suyo —ni con las personas, ni con
las cosas, ni con el frío ni con el calor, ni con la lluvia insistente que en
invierno salpicaba en el polvo acumulado en los vidrios de la claraboya del
vestíbulo. Parecía, como la luna, que solo la mitad de Sebastián se mostrara al
mundo. Daba un poco de miedo. Los demás pensionistas eran amables con él, más
que nada por agradar a Adela, que al fin y al cabo era muy señora a pesar de
haber tenido tan mala suerte en la vida. Pero ella no se engañaba: sabía que
nadie encontraba simpático a Sebastián. Y la pena le trizaba el alma a pesar de
que era imposible no ver que tenían un poco de razón, porque era demasiado
extraño que un niño de siete años durmiera tanto y que no le gustara hacer nada
más. No es que se “quedara” dormido, de debilidad o de fatiga, sino que,
eligiendo el momento, se “pusiera” a dormir, como los niños corrientes se
“ponen” a jugar a las bolitas o se “ponen” a cantar. No le interesaban los
amigos de su edad. Se aburría con libros, revistas y películas. No le gustaba
jugar. Lo único que parecía desear era abandonarlo todo para tenderse en su
cama y “ponerse” a dormir.
Un día Adela le preguntó:
—¿Con qué sueñas, hijo?
—¿Sueño?
—Sí. ¿No ves visiones cuando
duermes, como figuras o cuentos?
Sebastián acarició las manos de
su madre al responder:
—No, parece que no… no me
acuerdo…
Adela no pudo dejar de
exasperarse con esta respuesta.
—¿Entonces para qué duermes tanto
si no sacas nada? —le preguntó en tono cortante.
—Es que me gusta, mamá…
Al oír esto Adela se enojó de veras.
Ella se veía obligada a trabajar y a sacrificarse para mantenerlo. Ella, joven
y bien parecida aún, por respeto a su hijo, desdeñaba las proposiciones de los
hombres que en la oficina intentaban cortejarla. Por él… por él… por él, mil
renunciaciones, mil dolores, mientras él se daba el gusto de pasar el día
durmiendo. Y dormía porque le gustaba dormir, nada más. Lamentó que Sebastián
se acostumbrara desde chico a hacer las cosas simplemente porque le gustaban
—era una actitud peligrosa, casi inmoral. Al principio, debía confesarlo, Adela
creyó intuir oscuramente alguna función misteriosa en el dormir de su hijo,
como si esos sueños contuvieran un tesoro, algo que, a pesar de que ni él ni
ella comprendieran, en el futuro podía llegar a revelarse como útil o muy
importante. Esta vaga esperanza la había hecho callar con algo de temor. ¡Pero
si se trataba solo de una afición era una indecencia! ¡Ella también tenía sus
gustos y hubiera querido poder dárselos!
—Bueno, mamá —dijo Sebastián,
sobrecogido por el malhumor de su madre—. Entonces, si quiere, no duermo más,
más que de noche…
El corazón de Adela se detuvo
repentinamente, como a punto de caer en un pozo. Enmudeció, y después de un
instante pudo preguntar con voz muy lenta y muy baja:
—¿Entonces es algo que haces
cuando quieres, porque sí? ¿Puedes controlarte?
—Sí, mamá, duermo cuando quiero
dormir.
Al ver a su hijo de pie frente a
ella, tan solo, tan raro, entregado a eso que ni él ni ella eran capaces de
comprender, mirándola con sus pobres ojos azules tan serios, sintió que el amor
la colmaba, y de pronto no pudo dejar de abrazarlo y besarlo, y de apretarlo
contra su cuerpo.
—No, no mi niño —le decía—. No,
duerme todo lo que quieras…
Meditó amargamente que Sebastián
era la viva imagen de su padre —buen mozo, sí, pero tal vez no demasiado
inteligente. Por lo menos no tan inteligente como Carlos Zauze, el jefe de su
sección en la oficina, que no la dejaba en paz con invitaciones y requiebros,
que aunque respetuosas, eran tentadoramente insistentes. Porque nadie que
tuviera algo… algo de valor adentro de la cabeza podía gozar con una cosa tan
descolorida, tan insubstancial como dormir a deshoras. En fin, al año
siguiente, cuando entrara al colegio, iba a ser fácil medir las capacidades
mentales de su hijo.
En el colegio Sebastián fue, si
no un alumno brillante, por lo menos un muchacho muy cumplidor de su deber.
Dócil y tranquilo, a todos daba satisfacciones, pero nunca satisfacciones que
lo pusieran en evidencia. Además, las daba impersonalmente, como para que la
gente lo dejara en paz, y así no rozarse con sus compañeros y profesores. Nunca
salía con amigos en los días de fiesta, y por la tarde, después de clases,
cuando los niños, polvorientos y cansados, se detienen a comprar dulces y a
hacer pequeñas barrabasadas antes de separarse, Sebastián se iba directamente a
su casa, tomaba el té, hacía sus deberes, y así, ganado el derecho de hacer su
voluntad, se acostaba a dormir como quien no está dispuesto a malgastar ni un
segundo. Los sábados y domingos hacía lo mismo —dormía de sol a sol, consciente
de que su conducta y sus calificaciones en el colegio impedirían que Adela se
atreviera a decirle nada al respecto.
No sin sobresalto, Adela a veces
iba a la habitación de su hijo para verlo dormir. Y la sacudía su viejo temor
—temor y algo más grave, más inquietante aún: respeto. Porque en ese dormir
adivinaba algo que la eludía, algo demasiado grande o demasiado sutil para
dejarse capturar por la red un poco rígida y limitada de su imaginación. Lo más
turbador era que Sebastián siempre sonreía en el sueño. Y no era la sonrisa
común y apaciguadora del que sueña con casas y automóviles y lujos, y que se ve
protegido por una madre bella y por un padre poderoso. No. Era muy distinto.
Era como si el espíritu se le escapara del cuerpo para agazaparse en un mundo
maravilloso y secreto alojado detrás de sus párpados. Todo él entero parecía
guardado allí, adentro de su sueño, sin dejar nada afuera para confortar a su
madre que lo observaba solitaria. Había… sí… una especie de intensidad salvaje
que daba la impresión de que el soñar de Sebastián era algo completo en sí,
poderosamente cerrado, que se bastaba a sí mismo sin necesitar para nada de la
gente y de las cosas del mundo. A ella, claro, tampoco la necesitaba para nada
—era una sombra que se podía excluir con gran facilidad de cualquiera riqueza.
Verlo dormido era para Adela intuir cruelmente, confusamente, todo lo que ella
jamás había sido y que jamás podría ser ni comprender.
Cuando Sebastián llegó a cumplir
quince, dieciséis años, era como si hubiera dejado tan, tan atrás a su madre,
que apenas la divisara, como punto insignificante un segundo antes de
disolverse al final del camino.
A esta altura, Adela, que entraba
en la cuarentena, no pudo seguir resistiéndose a las atenciones de Carlos
Zauze, que la cortejaba con insistencia desde hacía tantos años. Era su última
ocasión y tenía que aprovecharla, porque no podía seguir marchitándose en un
frío cuarto de la pensión de la señora Mechita. Salió a comer y a pasear con su
admirador, fueron juntos a bailes y a los cines, y durante un tiempo Adela se
sintió arrebatada por esta vida, por este entusiasmo nuevo. A los dos meses,
Zauze le pidió que se casara con él, ella consintió feliz, e inmediatamente se
hicieron amantes. Mientras su hijo soñaba vagas improbabilidades en el cuarto
vecino, los sueños de Adela se poblaron con la sensación de un bigote negro
acariciante y por el calor de unas piernas viriles junto a las suyas —ya no
estaba sola, ya no estaba eliminada de la vida por la misteriosa indiferencia
de su hijo. Pero, poco a poco, una vez realizado, el amor de Carlos Zauze se
fue debilitando. Se habló cada vez menos de matrimonio. Hubo muchas lágrimas.
Luego, y quizás debido a las lágrimas, se habló cada vez menos de amor, hasta
que por último ya no se veían casi nunca, y fue claro que las intenciones del
jefe comenzaron a dirigirse a otro lado —hacia la secretaria de la Sección
Obras, dos pisos más abajo, una rubia joven pero demasiado llamativa según le
informaron sus compañeras de trabajo.
Le costó mucho consolarse, pero
nadie pudo decir que perdió su dignidad. Lo malo era que ya le había dicho a
Sebastián que iba a casarse, que le daría un nuevo padre, y ahora se veía en el
incómodo trance de comunicarle que la vida se había encargado de destruirle
también esta última ilusión.
—¿No me dices nada? —le preguntó
Adela, cuando se dio cuenta de que sus confidencias no conmovían a su hijo—.
Deja de manosear esa alcuza, vas a mancharte la ropa con aceite. ¿Crees que no
me cuesta plata comprarte ropa?
Hizo un puchero, y sonándose la
nariz agregó:
—Lo que me pasa no te importa
nada…
—Sí, mamá —respondió Sebastián—.
¿Cómo se le ocurre que no?
Adela lloriqueaba diciendo:
—No, no. Yo soy menos que nada
para ti. Eres un egoísta, y yo ya estoy cansada de tener que trabajar y estar
sola. Cómo estaré de vieja que ayer me mandé a hacer un par de anteojos, porque
el oculista me dijo que tengo presbicia…
Al decir esto comenzó a sollozar.
—Mamá, por favor, no llore… tome,
suénese. Lo de su trabajo ya lo hemos hablado: termino este año y me salgo del
colegio para buscar un buen empleo. Quiero ponerme a ganar plata para ayudarla.
Además ya voy a cumplir diecisiete años y quiero darme mis gustos…
Adela suspendió repentinamente su
llanto, y mirándolo seca de rabia, exclamó:
—¡Pero si a ti lo único que te
gusta es dormir como un tonto!
Al oír esto, Sebastián clavó a su
madre con la mirada, y sin embargo era como si no la viera. A ella se le detuvo
el corazón, porque en esa mirada vio el retrato de todo lo incomprensible e
inasible en la vida de su hijo, y de nuevo se deshizo en sollozos. Sin embargo,
entre lágrimas y lamentaciones, logró preguntarle por primera vez —si no le
preguntaba ahora ya no le podía preguntar y era incapaz de seguir viviendo
rodeada de tanta aridez, de tanta soledad— qué significaba que durmiera tanto.
—¿Cómo le voy a explicar, si ni
yo mismo lo entiendo? —dijo él serenamente, mientras Adela, ya más tranquila,
movió la pantalla de la lámpara de modo que la luz rosada bañara el rostro de
su hijo, dejando el suyo en la penumbra.
—Es como… como si hubiera nacido
con este don de dormir tanto y cuando quiero. Y quizás por esa facilidad que
tengo es lo único que me gusta. Es como si todo lo demás fuera sombras que
carecieran de importancia. Y sin embargo nunca he comprendido claramente lo que
me pasa. Para mí, toda la felicidad posible está en dormir; eso que parece tan
pobre, tan absurdo, pero para lo cual nací y ha llegado a ser lo único que me
importa. Tengo la sensación que sueño y soy feliz, que sueño con algo verdadero
y mágico, con un mundo de luz que lo aclarará todo, no solo para mí, sino que,
a través de mí, para toda la gente. Pero al despertar siento algo como una
puerta que se cerrara sobre lo soñado, clausurándolo, impidiéndome recordar lo
que el sueño contenía; esa puerta no me permite traer a esta vida, a esta
realidad que habitan los demás, la felicidad del mundo soñado. Yo necesito
abrir esa puerta, por eso tengo que dormir mucho, mucho, hasta derribarla,
hasta recordar la felicidad que contiene mi sueño. Quizás algún día lo lograré…
—Pero hijo, estás loco. Eso solo
lo logran los que se mueren…
—No mamá, morir no. Los muertos
no sueñan. Para soñar hay que estar vivo, así es que tengo que seguir viviendo.
No he entregado toda mi vida a dormir, pero a veces siento que debo hacerlo
aunque no sepa qué voy a encontrar detrás de la puerta. Quizás descubra que
haber dejado de vivir como los demás fue una equivocación, que tal vez no valía
la pena saber lo que ocultaba la puerta. Pero no importa. El hecho de seguir un
destino que yo siento auténtico me justifica y le da una razón a mi vida.
Pienso en las vidas de los demás, y les tengo lástima, porque carecen de ese
centro que yo tengo, porque no conocen el fervor que a mí me anima. Y si lo que
hay detrás de esa puerta es lo que yo pienso… si hay luz, si hay eso que me
permitirá comprender y, al comprender, explicar…
Al año siguiente Sebastián se
empleó y su madre dejó de trabajar. Adela había envejecido mucho. Era como si
ver a Sebastián la cansara terriblemente, como si pensar en él la exprimiera,
dejándola seca. Consideraba que el destino había sido duro con ella,
exigiéndole mucho y dándole muy poco en cambio. Se consolaba jugando al naipe
con la señora Mechita, y hablando por teléfono de vez en cuando con sus
antiguas compañeras de trabajo para que le contaran lo que sucedía en la
oficina. Con su pequeña jubilación y con el sueldo de Sebastián les bastaba
para ir tirando, y seguían habitando los mismos cuartos de la pensión, con macetas
de helecho colocadas en el centro de inmaculadas carpetas tejidas a crochet, y
con olor a viejas cortinas de felpa apolillada.
En la oficina Sebastián hablaba
poco con sus compañeros. Sentía que anudar una amistad, iniciar una relación
que no fuera puramente formal, era traicionar su vocación para el sueño. Había
crecido mucho y estaba bastante flaco, hecho de una materia cerosa, muy frágil
y transparente, distinta de la carne. Esto le daba un aspecto tan interesante
que las muchachas de la oficina, mientras se empolvaban la nariz o
refaccionaban imaginarios desperfectos en sus peinados, lo miraban riéndose,
lamentando que fuera tan joven. Tenía unos ojos azules muy raros, muy bonitos.
—Ojos de santo —comentaba una de
las muchachas.
—O de artista —opinaba otra.
—No, ojos de gran amante
—corregía la más atrevida.
Pero cuando Sebastián respondía a
alguna de sus preguntas o a una broma, su modo de hacerlo era tan
tranquilamente afable, tan sereno y limpio, que se sentían derrotadas, como si
no viera en ellas más que cascarones vacíos. Dejaron de embromarlo, y Sebastián
logró asumir un papel como de sombra eficiente, señalándoles con su silencio
que él era de otra especie, que no tenía tiempo ni inclinación para tomar parte
en esa clase de pasatiempos.
El jefe de la sección, Aquiles
Marambio, que no era más que diez años mayor que Sebastián, lo tomó bajo su
protección. Como Marambio hablaba tanto y al hacerlo solo le interesaba
escucharse, no se daba cuenta de que Sebastián le oía sin prestar atención.
Solía sentarlo a su lado para darle grandes peroratas:
—Tienes un futuro estupendo aquí
en esta organización, Rengifo, porque yo, que conozco bien a la gente, me doy
cuenta de que eres un tipo serio y capaz. Adivina cuántas máquinas de calcular
nos mandaron de Norteamérica; unas máquinas modernas, preciosas, lo único que
les falta es hablar. ¿No sabes? ¡Ciento ochenta! ¿Te imaginas todo lo que
podemos hacer con ciento ochenta máquinas de calcular? Bueno, yo diría que se
puede hacer casi todo… absolutamente todo. ¿No te parece?
Aquiles Marambio era pequeño y
delgaducho, con bigotitos negros muy finos y anteojos con borde de oro. A pesar
de sus acinturados trajes oscuros, se le comenzaba a notar una pequeña panza, y
la doble barba ya desdibujaba su mentón agudo, tembloroso como el de un niño a
punto de llorar si alguien contravenía sus órdenes o cometía alguna falta de
pulcritud o de puntualidad.
En una ocasión, después de mucha
insistencia de parte de su jefe, Sebastián aceptó una invitación para comer en
su casa. Al sentarse a la mesa, Aquiles Marambio desplegó la servilleta,
introduciendo dos de sus puntas en los bolsillos del chaleco, y se puso a
esperar la cena, ponderándole a Sebastián los encantos de tener casa propia,
mujer propia, radio y máquina lavadora propias. Su mujer, mientras tanto, sin
despegar los labios, sostenía una sonrisa aprobatoria como quien sostiene un
arma defensiva, porque era claro que su corazón no estaba en la mesa, sino que
en la cocina, rogando al cielo que la cocinera no dejara quemarse el asado.
Después de muchos prolegómenos
Aquiles carraspereó y dijo:
—Mira, Rengifo, hay algo de que
tenía intención de hablarte…
—¿Si?
—Sí —respondió Marambio y,
después de un silencio continuó—: Mira, se trata de lo siguiente. En la oficina
todos te aprecian, porque eres eficiente y caballeroso. Pero tú sabes que en
una oficina lo principal es la unión, que todos seamos como una familia. Sin
eso no hay eficiencia posible. La gente te tiene simpatía, pero no puedo
ocultarte que están comenzando a perdértela. Te encuentran raro… orgulloso. Te
convidan a fiestas y a paseos, te proponen ir a tomar una copa o a ver una
película, y tú no has aceptado ni una sola vez. ¿Puedes decirme por qué?
—Es que salgo muy poco.
—¿Pero por qué? A tu edad debes
salir y divertirte. Puedes estar jugándote tu futuro en una cosa tan
insignificante. ¿Por qué sales tan poco?
—Mi madre es sola. Tengo que acompañarla.
—Esa no es razón. Seguro que si
ella se diera cuenta de la importancia que tiene tu convivencia con tus
compañeros de trabajo, no le importaría quedarse sola un par de noches al mes.
Porque no es más. Te digo estas cosas como amigo y como hombre de experiencia…
—Bueno, es que además soy muy
flojo. Me gusta mucho dormir. En realidad, prefiero dormir a pasear…
—No me vengas a decir que te
pasas los sábados y los domingos durmiendo…
—Aunque parezca raro, sí. Soy muy
dormilón.
Aquiles, cuyo rostro sufrió un
repentino reventón de risa, se llevó la servilleta a los labios para proteger
su boca llena de comida. Exclamó:
—¿Oíste, Sara, lo que dice este
tonto? El gran entretenimiento de Rengifo es dormir. Es la primera vez que oigo
una cosa así. No sale, ni le gustan las copas, ni anda con mujeres. Es casi un
vicio…
Si, claro asintió Sebastián,
acompañando con una risita las carcajadas de su jefe.
—He oído hablar de muchos vicios,
de mujeriegos y de cocainómanos y de borrachos y qué sé yo, pero te aseguro que
es la primera vez que oigo decir que alguien tiene el vicio de dormir. ¡Eres
loco, hombre! Si duermes todo el tiempo la vida te va a pasar de largo, y la
vida hay que vivirla. Mírame a mí.
Sebastián se sintió tan incómodo
y culpable que no tuvo más remedio que dar por lo menos una explicación vaga:
—Es que se me ocurre que
durmiendo, en lo que sueño voy a descubrir algo importante, algo más importante
que… bueno, que vivir…
—¿Y si te demoras toda la vida en
averiguarlo y te mueres antes? Significa que perdiste tu vida durmiendo y que
no sacaste nada.
—Se me ocurre que es tan
maravilloso lo que voy a encontrar que estoy dispuesto a arriesgarme.
—¿Arriesgarte a despertar muerto
una buena mañana, y que te tiren así, sin uso, a la basura? Ah, no, no, eso
jamás. Es una locura. La vida hay que vivirla.
La conversación comenzó a
flaquear. Por decir algo, Aquiles propuso:
—Te hago una apuesta a que te vas
a morir sin ver nada.
Riendo, Sebastián replicó:
—Bueno, si gano yo, tú pagas mi
funeral.
Aquiles estaba tan seguro de
ganar que no titubeó en aceptar la apuesta.
—¿Y si ganas tú, qué quieres?
—preguntó Sebastián.
Aquiles le palmoteo la espalda
diciendo:
—Si gano yo, te mando a la fosa
común. ¿Qué te parece?
—Bueno, muy bien.
Se dieron la mano para sellar la
apuesta.
—¿Pero cómo vamos a saber quién
ganó? —preguntó Aquiles, comenzando a dudar.
—Creo que mirarme la cara será
suficiente para que sepas…
—Estás loco.
Ambos rieron. Y al despedirse de
su protegido, Aquiles le aconsejó:
—Se me ocurre que lo que a ti te
falta es energía, vitalidad. ¿Por qué no pruebas hacer ejercicios, como yo? Me
compré unas pesas y unos elásticos, y además todas las mañanas hago flexiones.
Quizás así tendrías energía para divertirte y salir con mujeres…
Era más o menos lo mismo que su
madre le insinuaba tímidamente, desesperada porque su hijo rehusaba todo
entretenimiento, incluso ir al cine. Y si alguna vez logró convencerlo de que
la llevara, en la oscuridad de la sala Sebastián se quedaba dormido al instante.
Adela había envejecido mucho, y cada día se debilitaban más sus ojos y sus
oídos. Era como si lentamente todas sus facultades se fueran apagando,
disolviéndose. ¡Había sufrido tanto! Sus sufrimientos eran el tema predilecto
de sus conversaciones con la señora Mechita, cuyos dedos pecosos carecían ahora
de su antigua destreza con el crochet, pero mostraba en cambio una creciente
avidez para escuchar los pesares de los demás. En una ocasión Adela transmitió
a su hijo, como dicho por la señora Mechita, lo que ella misma pensaba:
—La señora Mechita, que te quiere
tanto porque te conoce casi desde que naciste, dice que a ella le parece que
estás malgastando tu vida… que debías divertirte, salir a veranear por ejemplo.
Dice que es necesario que reacciones, que dejes de dormir. Es como si
estuvieras embrujado, dice ella, que cree en esas cosas.
Sebastián perdió la paciencia.
Después de gritar un poco bajó la voz y dijo:
—Lo que más me da rabia es que me
cuente estas cosas como si se las hubiera dicho la señora Mechita. ¿Por qué no
me dice francamente que es lo que usted misma piensa? No quiero que esto se
repita, mamá. Yo trabajo y cumplo con mucho gusto con mi deber de mantenerla,
porque la quiero. Pero no acepto que nadie, ni usted, se meta en mi vida. Es dolor
suficiente no recordar nada, nada, por mucho esfuerzo que haga, de la felicidad
que queda oculta detrás de la puerta cuando despierto. A veces pienso que debo
abandonarlo todo, exponerme a morir de hambre si fuera necesario, para tener
tiempo para dormir y dormir y dormir y dormir… hasta que la puerta se abra.
Tengo miedo de que la vida sea demasiado corta. Así es que si no tengo derecho
a dormir las horas libres que mi trabajo me deja, entonces no vale la pena que
siga viviendo…
—No vale la pena que sigas
viviendo para hacer lo que haces —respondió Adela, saliendo de la pieza con un
portazo. Se encerró en su cuarto para gemir en voz alta de modo que su hijo no
pudiera dejar de oírla.
Sebastián reflexionó que tratar
de explicarle las cosas a su madre era inútil. Era inútil explicar nada a
nadie. Todo esto era tanto más grande que él mismo y que la gente, que
arrastrándolo hacia un fin desconocido lo hacía con tal ímpetu que arrancaba
sus raíces de la tierra y, asilándolo, lo incomunicaba. Mientras crecía su
angustia por no ser capaz de recordar su felicidad, le parecía que todo su
proceso se aceleraba. Antes, cuando era niño, dormía como quien se entretiene,
como quien ha descubierto un juguete un poco misterioso, pero al fin y al cabo
juguete, y por lo tanto inofensivo. En aquella época dormía porque le gustaba,
o cuando tenía tiempo, o simplemente cuando quería hacerlo. Pero ahora que
saldaba sus cuentas con la humanidad manteniendo a su madre, trabajando y,
hasta cierto punto, tomando parte en las actividades de los seres vivos, se
sentía con pleno derecho a dormir seriamente, con toda conciencia de su
propósito, arrastrado por la auténtica y cada vez más desgarradora necesidad de
saber lo que sus sueños contenían. Lo que antes era un pasatiempo era ahora la
razón de su existencia, y le entregaba todas sus horas libres, preso de una
vehemente sed de sueño, como quien se expone a perder algo más importante que
la vida misma si no aprovecha todas, absolutamente todas sus horas. Pero al
despertar la puerta permanecía implacable, sellada, dejándole solo un
deslumbramiento, una ansiedad agotadora por conocer aquello que aclararía todo,
permitiéndole a la vez, encontrarse con los demás seres.
De tanto cavilar, de tanto rumiar
la dura suerte que en la vida le había tocado y de pensar en las pocas
satisfacciones que le proporcionaba el destino inexplicable de su hijo, Adela
fue palideciendo y enflaqueciendo, triste y sola en el fondo de su cuarto de la
pensión. Comprobó definitivamente que ella no significaba nada para Sebastián
—solo otro objeto digno de vago cariño dentro del reino de los objetos. Era
como si a costa de no tomarla en cuenta su hijo la hubiera borrado de la vida,
privándola de contorno y de peso. Adela no solo estaba casi sorda y muy
cegatona, sino que también las piernas le dolían mucho al andar. Tosía
bastante. Tosía casi todo el tiempo. Y un día tosió demasiado, y como no tuvo
fuerza para llamar a nadie que pudiera ayudarla, murió como si finalmente se
hubiera convencido de su propia falta de existencia.
Al regresar del funeral,
Sebastián se quitó el sombrero y los guantes, dejándolos encima del mármol del
peinador. Cerró los postigos de su cuarto, le pidió a la señora Mechita que le
enviara comida dos veces al día y se acostó a dormir ávidamente, como si el
fallecimiento de su madre le hubiera desatado el último nudo que lo unía al
mundo. Durmió tres días y tres noches —los tres días de permiso de luto que con
cara compungida le otorgó Aquiles Marambio. Al despertar comprobó que la puerta
permanecía cerrada aún y la luz oculta. Pero —y esta era la maravillosa
diferencia— sabía con certeza que algún día, aunque fuera muy lejano, iba a
poder recordar entera esa parte de su vida que se ocultaba detrás de la puerta
del sueño. Era cosa de ponerse a hacerlo, nada más. Esta nueva fe lo hizo
vestirse, peinarse y salir de su casa en dirección a la oficina, sintiéndose
liviano como nunca, fuertísimo, seguro. Se hizo anunciar a su jefe, que
recibiéndolo con un abrazo fraternal lo invitó a tomar asiento en el sillón más
cómodo de su despacho. Rechazando el cigarrillo que Aquiles le ofrecía,
Sebastián dijo:
—Vengo a presentar mi renuncia.
Aquiles Marambio se puso de pie
de un salto. No comprendía una decisión tan repentina. ¿Por qué? ¿Con qué
objeto? ¿De qué iba a vivir? ¿No se daba cuenta de que si permanecía dentro de
la Organización se le presentaba un futuro envidiable? ¿Cómo podía ser tan
inconsciente? Pero Sebastián se supo mantener firme en su propósito. Era como
si no viera ni oyera a Aquiles.
Por fin, agotado de tanto
discutir solo, el jefe miró a Sebastián y con tono insultante le preguntó:
—¿Y a qué te piensas dedicar? ¿A
dormir todo el tiempo? ¿Y para qué?
Marambio sujetaba su ira.
—No sé, tengo que hacerlo, tengo
que saber…
Aquiles se levantó furioso y
comenzó a gritar:
—¡No me vengas con tus
paparruchas de visiones! ¡Lo que pasa es que eres un flojo, como todos ustedes
los que se creen espíritus selectos! ¿Por qué te crees con derecho a una vida
privilegiada? No, no me vengas con historias, lo que tú quieres es pasarlo
bien, no hacer nada, dormir y descansar. ¡Nada de visiones! Pero te advierto,
te vas a morir y no vas a llegar a descubrir nada. Bueno… muy bien, entonces,
ahora ándate. Ah, y quiero advertirte una cosa, para que te acuerdes y después
no me vengas a rogar que te ayude. Nosotros terminamos aquí toda amistad. Yo no
soy amigo de vagabundos profesionales. Y si quieres flojear y pasarlo bien
tienes que pagar las consecuencias hasta el fin.
Herido, pero mirándolo
serenamente, Sebastián le preguntó:
—¿Y la apuesta?
Aquiles se rio con desdén:
—¿Así es que tienes el coraje de
seguir las bromas, aún ahora? Muy bien. Que esa apuesta permanezca como nuestra
única relación. Pero no sabes el gusto que voy a tener de hacerte meter en la
fosa común.
Al salir a la calle Sebastián
respiró profundo, como si lo hiciera por primera vez. Ahora, por fin, era su
propio dueño, sin sogas que lo ataran a nada ni a nadie —ahora iba a poder
entregarle su vida entera al sueño, y con cada segundo más que durmiera se iría
aproximando aquello, se haría más y más posible abrir la puerta. ¿Qué importaba
que lo creyeran un inútil? ¿Qué era él en la vida real sino un pobre
empleaducho en una firma de importadores, que vivía en una pensión con olor a
cortinas apolilladas? El sueño, en cambio, a pesar de no verlo aún, le
entregaría armas poderosas, grandes y bellas palabras, colores elocuentes, todo
un sistema de claridades —cosas inmensas y ricas con las cuales él, Sebastián
Rengifo, haría retroceder de alguna manera el límite de la oscuridad. Sí, ahora
estaba seguro. A lo que antes le entregaba unos pocos momentos libres le
entregaría su vida entera. Viviría de modo que pudiera dormir el mayor número
posible de horas, sin permitir que se interpusieran obligaciones de la llamada
“vida real”. Ya no tenía para qué darle categoría a lo que no era más que
sombras —la comida, la vestimenta, el bienestar, las diversiones, la gente.
Así, viviendo siempre cercano a la puerta estaría listo en cualquier momento en
que se entreviera la luz.
La única manera de lograr este
propósito era despojarse de todo. Y como jamás le había gustado la ciudad,
sobre todo cuando la primavera, como ahora, se insinuaba, vendió los muebles,
liquidó todas sus pertenencias, y despidiéndose para siempre de la señora
Mechita —que anegada en lágrimas exclamaba: ‘‘¡Estás loco, hijo, estás loco!”—
salió de la ciudad por un camino que conducía al norte.
El paisaje lo envolvió
inmediatamente, suavizando su vigilia al presentarle un aire de sueño. Los
sauces mecían sus cabezotas verdes junto a esteros lentos y oscuros, y el mismo
viento que revolvía sus tristes mechas dotaba de un vocabulario distinto a cada
planta, a cada rama, a cada hoja. Allá, toda una loma azul de eucaliptos
tiernos. Los senderos de rica tierra castaña donde niños andrajosos jugaban con
la infinitud de perros de los pobres, lo conducían hacia un tambo que con su
aroma se anunciaba desde lejos, o hacia el brazo de humo que lo saludaba desde
el techo de una choza oculta a medias entre los árboles. La corteza de cada
árbol ostentaba el mapa de un tiempo y de una función distinta. Sebastián, en
medio de todo esto, sintió que la distancia que antes separaba la “realidad
diaria” de la otra realidad, de la más verdadera, se iba acortando, porque era
como si todo este mundo exterior se incorporara, enriqueciéndola, a la realidad
oculta del sueño.
Sebastián, fuerte y joven y
contento con el verano que comenzaba, iba trabajando un tiempo aquí y otro allá
en las granjas y los campos. En un sitio ayudó al baño de las ovejas y le
permitieron dormir en el corredor. Más allá tomó parte en la cosecha de los
girasoles y después le encargaron que desenterrara papas de la tierra negra.
Después seguía su camino, mientras los tordos, como pedradas, amenazaban la
fragilidad azul del cielo. Con lo que ganaba en tres días de trabajo podía no
hacer nada durante una semana; y ese tiempo lo dormía entero, concienzudamente,
debajo de los duraznos pesados de fruta, o a campo abierto, o en algún pajar.
El sol tostó sus facciones y sus brazos. Una luz tranquila bañaba sus ojos. A
veces, cuando de tarde en tarde regresaba a la ciudad, solía divisar a Aquiles
Marambio, que al ver a Sebastián desviaba la vista o cruzaba rápidamente la
calzada para no tener que dirigirle la palabra, alzando desde lejos un dedo
enguantado como para censurarlo o para recordarle algo.
Poco a poco algo extraño le fue
sucediendo a Sebastián: le resultaba imposible controlar su sueño. Ya no podía
“ponerse” a dormir libremente y cuando lo deseaba, como en el pasado, porque el
sueño se apoderó de su voluntad, adquiriendo una independencia que lo regía con
despotismo. Ahora, de pronto, el sueño lo acometía porque sí, al borde de un
camino por ejemplo, y se veía obligado a encogerse allí mismo entre las sucias
malezas para dormir. Inquieto, sentía que su sueño se rebalsaba de su sitio,
inundando su vida entera. Caía dormido en cualquier parte, de día o de noche,
con frío o bajo el sol, durante la lluvia o en las horas de trabajo, y al
despertar crecía su desesperación ante el recuerdo que se negaba. Pero mientras
más y más dormía, mientras más lo atormentaba saberse excluido de su propia
felicidad, más fe sentía en que alguna vez iba a ver la puerta abierta de par
en par, acogiéndolo. Era una cercanía prodigiosa lo que recordaba al despertar.
Pero nada más.
Un día le entregaron una guadaña,
prometiéndole que si cortaba todo el pasto de cierto potrero, y luego lo
almacenaba en la bodega, le pagarían una linda suma de dinero. Con eso, pensó
Sebastián, tendría para dormir un mes entero sin preocuparse de nada más, y lo
que podía sucederle en todo un mes de sueño era incalculable. Con el torso
desnudo y la guadaña al hombro vadeó el potrero de extremo a extremo. Las copas
de las higueras eran líquidas y murmuradoras en el viento recién desatado, y en
su espesa sombra azul, sobre el musgo, reposaban dos patos blancos como camisas
recién lavadas que el viento hubiera dejado caer livianamente. Sebastián
escuchó el alarido de los queltehues, miró las nubes lerdas en su carrera sobre
los dedos de los álamos. Se dijo: “Tengo que apurarme. Tengo que cortar el
pasto y almacenarlo pronto, porque esta noche habrá tormenta…”
Trabajó toda la tarde. Las nubes
eran cada vez más opacas y más bajas. Sebastián segó el pasto con el ímpetu de
quien lucha por salvarse en la tormenta de un mar vegetal. Cuando tuvo todo el
pasto cortado se supo vencido. Miró el cielo. Ya caía el agua. Dentro de un
momento el sueño se apoderaría irresistiblemente de él. Y se quedó dormido
sobre el pasto cortado, la lluvia cayendo sobre su cuerpo y sobre la cosecha
—sobre la cosecha de pasto que ya no tardaría en podrirse. Al despertar, sus
patrones furiosos porque dejó que la cosecha se estropeara, rehusaron pagarle.
Sebastián partió, caminando muchos días, porque de granja en granja se fue
corriendo la voz de que no se podía contar con Sebastián.
Se le hizo difícil conseguir
trabajo. En cada parte que le encargaban alguna faena, por ligera que fuera, le
sucedía lo mismo: se quedaba dormido sin poder controlarse. Lo dejaban
vigilando una olla y el guiso se quemaba; le pedían que cuidara a una criatura
y esta se caía de la cuna; lo mandaban llevar una carreta llena de paja, y
desde la cima, al comienzo del camino, picaneaba a los bueyes para dirigirlos,
pero pronto se quedaba dormido y la carreta se extraviaba. La marca de los
fracasados se grabó en su andar y en su voz y en los jirones de su ropa.
“Me estoy poniendo viejo…”,
meditaba.
Hubiera sido fácil dejarse morir,
lanzarse ante un camión en una carretera o saltar desde un puente. Pero
Sebastián no estaba dispuesto a hacerlo, porque solo si seguía viviendo podía
seguir soñando. Se sentía cerca de una meta, pero muy cansado. Lo malo era que
para vivir era necesario trabajar, y nadie quería darle trabajo. La gente se
apartaba de él como si lo temieran o trajera mala suerte. Desesperado ya, una
tarde fue a un Hospital de Psiquiatría para rogar que le enseñaran a controlar
el sueño. Lo atendieron dos médicos jóvenes y serios, benignos como ángeles
vestidos de blanco. Escucharon con paciencia la historia de Sebastián:
—Sí —dijo uno—, pero no es
enfermedad…
—Aquí no podemos tratarlo —dijo
el otro sonriendo con un poco de pena.
—Pero tengo miedo de morirme,
doctor… —rogó Sebastián.
—Y si se pasa todo el día
durmiendo, ¿no le da lo mismo estar muerto?
—No, no, me falta tan poco,
doctor. La puerta ya se va a abrir…
—¿La puerta? ¿Qué puerta?
Los médicos se dieron cuenta de
que Sebastián era una de esas personas un poquito desequilibradas, pero no
tanto como para merecer un tratamiento intenso. Había demasiada gente
verdaderamente enferma, y era necesario reservarse para esos. Sin embargo,
percibieron en Sebastián una especie de indefensión —no sabía dónde ir, qué
hacer, y temía tanto morir antes que aquella extraña puerta se abriera.
Conmovidos, los médicos le permitieron permanecer unos días en el hospital.
Pero una noche, cuando hacían juntos la ronda de las salas, llegaron a la cama
de Sebastián, y al ver su sonrisa, la beatitud que iluminaba su rostro,
decidieron que era imposible seguir manteniendo en el hospital a alguien que
dormía tan tranquilamente. Lo despidieron a la mañana siguiente.
Sebastián sabía que el final
estaba cerca. Ya no tenía nada en qué trabajar y vagaba por las calles y los
caminos, de casa en casa y de granja en granja, mendigando. La debilidad lo
invadió. Parecía un anciano. Nada en torno suyo le importaba, como si nada de
lo que sucediera significara nada. Vivía en un mundo crepuscular, poblado de
sombras, de ecos, de esperas. Se dejó crecer la barba y el pelo. Caminaba por
las carreteras, por las vías férreas, por las calles y avenidas de la ciudad, y
cuando el sueño lo tocaba se tendía a dormir en cualquier parte. Una vez un
caballo se acercó a husmearle la cara, creyéndolo muerto. La gente se apartaba
de él como si fuera un mago o un pervertido o un loco. Pero él seguía durmiendo
confiado, porque cuando la puerta quedara abierta, toda la gente que ahora huía
de él, lo reconocería.
A veces iba a la ciudad, porque
allí resultaba más fácil conseguir alimento. En el mercado podía robar pan o un
trozo de pescado frito. Pero generalmente lo reconocían, y alguna mujer
sofocada bajo el peso de sus paquetes se encaraba con él, gritándole:
—¿No te da vergüenza, flojo
dormilón? En vez de trabajar pides limosna y robas. Eres un asco para la
humanidad. Debían echarte de la ciudad o meterte en la cárcel. Todavía no eres
tan viejo como para no poder trabajar.
Pero no podía trabajar. El sueño
se apoderaba inmediatamente de él, como indignado de que hiciera cualquier cosa
que lo apartara de su poder. Una vez lo sorprendieron robando y lo llevaron a
la cárcel. Lo soltaron pronto, pero quedó marcado como delincuente, y aquellos
que antes sonreían con algo de benevolencia ante su vicio de la vagancia
cruzaban a la vereda de enfrente al verlo venir.
Llegó el invierno, otro invierno
más, y con este la certeza para Sebastián de que iba a morir. Ya no le quedaban
fuerzas. Pero le parecía que si lograba vivir unas semanas más, unos días más,
si encontraba qué comer y dónde refugiarse iba a poder dormir, iba finalmente a
recordar, a entender, a hablar. Morir antes sería un fracaso. Pero la esperanza
de Sebastián era recia, lo único en él que no vacilaba. Era el fin. Pero quizás
también el triunfo.
Hacía mucho frío. Bajo los yertos
árboles negros del parque en el amanecer, Sebastián a veces encontraba pájaros
que con el frío habían muerto. Para tratar de revivirlos soplaba sobre sus
plumas grises, que duras de escarcha no se agitaban. En la ciudad vivía bajo un
puente, y rodeándose de perros piojosos para que lo calentaran, cubriéndose de
diarios viejos para que el viento no pudiera penetrarlo, lograba dormir mucho,
casi todo el tiempo. Sabía que ya, ya iba a recordar aquello, que ya, ya se iba
a abrir la puerta. Era cosa de aferrarse a la vida unos días más, encontrar un
poco de pan, protegerse un poco del hielo y de la escarcha era difícil. A veces
pegaba la nariz a la ventana de alguna carnicería y se quedaba mirando el rojo
caliente de los animales destripados que colgaban de los ganchos, y cuando
alguien abría la puerta al salir, el olor espeso y sanguinolento calmaba un
poco su hambre y su frío.
De pronto, un día tuvo una idea.
Iría a visitar a Aquiles
Marambio, que no vivía lejos. Tal vez se conmoviera al ver su miseria. Tal vez,
olvidando lo dicho años antes, tantos, tantos años, le diera comida, lo
abrigaría por algunos días —aunque las últimas veces que casualmente se
cruzaron en la calle, Marambio no reconoció a Sebastián. Tal vez…
Sebastián se hizo un cucurucho de
diarios para protegerse la cabeza, y lentamente atravesó la tarde fría, las
calles y las sombras de las casas y de los árboles y de los faroles apagados,
mirando de vez en cuando el cielo plomizo rayado por los cables, hasta llegar a
la casa de Marambio. Sobre los techos, las nubes restañaban casi todo el rojo
que del crepúsculo quedaba. La noche caía. Iba a nevar. Sebastián tocó el timbre
de la casa de Aquiles Marambio. Le abrió la puerta una sirvienta vestida de
negro con un delantalcito de muselina blanca.
—¿Podría hablar con Aquiles
Marambio? —preguntó Sebastián.
—¿Con don Aquiles? —la sirvienta
acentuó el don—. Está comiendo. Vaya por la puerta de atrás, por la otra calle;
esta puerta es para las visitas. ¿Quién lo busca?
Pronunciar su nombre, Sebastián
Rengifo, fue como abrir la portezuela de una jaula dejándolo escapar para
siempre, como un pájaro. Aguardó en la puerta de atrás, en un callejón desierto
donde el viento preso lloraba. Sebastián se caló más hondo su gorro triangular
de papel de diario y anudó bien los trapos viejos que protegían sus pies. Sin
rostro ya, sin nombre, se sentó en el umbral de la puerta a esperar.
La puerta se abrió por fin.
Apareció Aquiles Marambio, bastante gordo con los años, llevando una amplia
servilleta blanca anudada debajo de su papada abundosa.
—¿Quiere hablar conmigo?
—preguntó.
—Si… ¿No se acuerda de mí?
Marambio limpió con la punta de
la servilleta el vaho que al salir al frío empañó sus anteojos. Detrás de él,
en el segmento de habitación que la puerta mostraba, algunas personas reían en
tomo a una mesa servida.
—No me acuerdo. Apúrese, dígame
lo que necesita, mire que hace frío y hay mucha gripe…
Una lágrima se heló en las
pestañas de Sebastián.
—Si no me dice lo que necesita
voy a cerrar… —amenazó Marambio.
—No me conoce —balbuceó
Sebastián.
—No, hombre, no lo conozco. ¿Cómo
quiere que conozca a todos los vagos de la ciudad? Además, con esa barba y esa
mugre…
—Venía a pedirle que me diera qué
comer y dónde vivir por unos días, señor. Me voy a morir, y no puedo hasta que
la puerta quede abierta… por favor…
Una nube de reconocimiento
ensombreció el rostro de Marambio.
—¿Hasta que qué? ¿Qué puerta?
—…la puerta y yo pueda ver…
—No, no, no. Váyase de aquí. No
se va a morir. Todavía no es tan viejo como para que no encuentre trabajo.
Usted quiso ser lo que es… váyase. Buenas noches. Yo no tengo nada que ver con
usted.
Y cerró la puerta.
Sebastián se encogió como mejor
pudo para dormir en el umbral.
Durante la noche se abrió el
cielo, y las estrellas, parpadeando apenas, miraban precisas desde un cielo
terriblemente negro y hondo, que dejó caer una dura escarcha. Y a la mañana
siguiente, domingo, el cielo amaneció despejadísimo, azul y frágil y delgado
como un volantín inmenso. El sol no calentaba las calles, pero su luz nítida
señalaba todos los ángulos y los contornos.
Don Aquiles Marambio, su señora y
sus dos hijitas de seis y siete años, salieron temprano para ir a misa.
Asistieron al Santo Sacrificio con toda unción, y regresaron lentamente por las
asoleadas veredas, saludando a los conocidos, deteniéndose de vez en cuando
para dar pataditas en el suelo, palmoteando para que se desentumecieran sus
dedos. Unos pasos adelante de sus padres, María Patricia y María Isabel, casi
del mismo tamaño, tocadas con gorros de piel blanca y con las manos metidas en
manguitos de la misma piel, dejaban orgullosas que los que pasaban admiraran la
corrección de su porte y el lujo de sus atuendos.
Al entrar por el callejón que
llevaba a la puerta trasera de la casa, las plumas de vaho que tan serenamente
se elevaban desde las bocas de las cuatro personas de la familia Marambio, se
cortaron de pronto. Aquiles y su señora se detuvieron. Las niñas, con
chillidos, buscaron refugio junto a las piernas de sus progenitores —porque
allí, en el umbral de la casa, yacía una forma humana peluda y sucia, cubierta
de diarios húmedos. Se acercaron. Marambio movió la forma con el pie.
—Está muerto… —murmuró.
La mujer se agachó para sacarle
el gorro que le tapaba la cara. Marambio exclamó:
—No seas idiota. Déjalo así.
¿Para qué quieres verle la cara?
Pero la mujer ya lo había hecho,
y el rostro del muerto, debajo de sus barbas y de su mugre, apareció
transfigurado por una expresión de tal goce, de tal alegría y embeleso, que
María Isabel, acercándose a él sin miedo, exclamó:
—Mira papito, qué lindo. Parece
que hubiera visto…
—Cállate, no digas estupideces
—exclamó Marambio, furioso.
—Parece que estuviera viendo…
Antes que María Patricia pudiera
decir lo que parecía que el muerto estuviera viendo, Marambio tomó a sus dos
hijas violentamente y las empujó para que entraran a la casa. Ellas, de la
mano, obedecieron sin los lloriqueos ni los pucheros de siempre cuando su padre
las contrariaba, hablando de lo bonito que eran los muertos y preguntándose por
qué la gente grande les tenía tanto miedo. Marambio llamó a la policía para
comunicar que un vagabundo había amanecido muerto en el umbral de su puerta. Y
como don Aquiles era un hombre de pro, y además con gran sentido cívico,
dispuso que ya que el cadáver había amanecido en su puerta no podía permitir
que lo echaran así no más a la fosa común. Él se haría cargo de los gastos del
funeral —no de primera, claro, eso sería absurdo, sino que de un buen funeral
de tercera.
FIN
El charleston, 1960
¡Bienvenido Eduardo nuevamente a tu propio Blog!
ResponderEliminarEs una alegría y un placer tenerte de nuevo. Muchas gracias, además, por el excelente cuento que te ha traído otra vez con nosotros.
Un fuerte abrazo,
Enrique Vasini.
Gracias por tus palabras y la calificación del cuento de este número.
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