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AÑO
VI – Nº 50 – mayo de 2017
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su cuaderno de
bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota de
aquellos hechos que entendemos son merecedores de ser destacados.
Hoy, la figura insoslayable es
nada menos que Abelardo Castillo,
fallecido el día 2 del corriente, creando en los medios gran repercusión.
No pude hacerlo antes, fue para mí una sorpresa, sin haberlo
conocido realmente aprecié a Castillo
desde el primer momento que supe de él. Tanto Abelardo como mi señora, tenían
una amistad común y fue así como primero conocí de El escarabajo de oro y luego de El ornitorrinco. De esto hace ya más de cuarenta años y desde
aquellos días mi admiración por aquel hombre que primero conocí en sus letras y
luego su tormentosa vida. Por supuesto
no repetiré lo ya expresado en La Bitácora del Puerto nº 13 de septiembre de
2012, pero sí debo manifestar que con ABELARDO CASTILLO se ha ido un grande de
las letras argentinas. Si no lo ha leído, no espere más, hágalo ahora, no se va
a arrepentir.

La
madre de Ernesto
Autor: Abelardo Castillo
Si
Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe,
pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel
verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de
frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la
idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera
sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio
como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos,
porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos
bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta
cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue
hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían
construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie
de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de
medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno.
Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en
el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí.
Una mujer.
–¿De
dónde la trajo?
Julio
asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un
particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente
notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz
baja, preguntó:
–¿Por
dónde anda Ernesto?
En
el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y
esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la
mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué
tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben
quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal
y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se
había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren
los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y
amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría
cuarenta años.
–Atorranta,
¿no?
Hubo
un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos.
O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si
no fuera la madre… No dijo más que eso.
Quién
sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o
dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar
de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables
de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que
está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir
de viejos.
Después,
él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y
después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno
que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero
es la madre.
–La
madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y
se los come.
–Claro
que se los come. ¿Y entonces?
–Y
eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo
dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé
pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba
pensando. Tal vez fui yo:
–Se
acuerdan cómo era.
Claro
que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y
amplia; no tenía nada de maternal.
–Y
además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros:
los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una
provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más
fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera,
acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo
decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque
lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era,
tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No
digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una
semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil.
Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No
se lo deben de haber prestado.
–A
lo mejor se echó atrás.
Lo
dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie
de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de
indiferencia:
–No
lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo
será ahora?
–Quién…
¿la tipa?
Estuvo
a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos
son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con
Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos
quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto
es una asquerosidad, che.
–Tenes
miedo –dije yo.
–Miedo
no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por
lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No
es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije
que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a
nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido
de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal
tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y
si nos echa?
Iba
a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal
venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es
Julio –dijimos a dúo.
El
auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el
escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se
la robé a mi viejo.
Le
brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también
nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al
paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o,
quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba
mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba,
¿te acordás?
Todos
estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino
Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se
empieza.
–¿Cuánto
falta?
–Diez
minutos.
Y
los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al
revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de
aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote
al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio
apretó el acelerador.
–Al
fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una
venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué
castigo ni castigo!
Alguien,
creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos
reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y
si nos hace echar?
–¡Estás
mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo
un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A
esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres
camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo
sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del
mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como
si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que
él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llévalos
arriba.
La
rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía
las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que
la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el
coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después
estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una
mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una
muela. Se lo dije a los otros:
–A
ver si nos sacan una muela.
Era
imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se
decían en voz muy baja.
–Como
en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin
embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una
especie de resoplido, agregó:
–¡Mira
si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me
dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto
nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo,
rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la
cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos
en blanco.
Después,
mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién
pasa?
Nos
miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se
me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de
ella. Me encogí de hombros.
–Qué
sé yo. Cualquiera.
Por
la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla.
Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta
acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola,
fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando
todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos
decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia
ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente
infame.
–¿Bueno?
Su
voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado
en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como
una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres
juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi
traslúcido.
–Voy
yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó
a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y
él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza
tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía
que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado
inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con
qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta
adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante
unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció
haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada,
interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose
el deshabillé lo dijo.
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