
La bitácora del Puerto
Un servicio digital de la Editorial Puerto
Libro editorialpuertolibro@gmail.com AÑO VI – Nº 48 - abril de 2017
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan
Foutel - Blog:
foutelej.blogspot.com
Los capitanes, en su cuaderno de
bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados. Hoy Tenemos entre nosotros a Patricia Highsmith.
Patricia Highsmith
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Información personal
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Nacimiento
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Fallecimiento
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4 de
febrero de 1995
(74 años)
Locarno, ![]() |
Causa de
muerte
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Nacionalidad
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estadounidense
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Educación
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Alma máter
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Información profesional
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Ocupación
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Claire Morgan (en su novela Carol)
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Lengua de
producción literaria
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Género
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Obras
notables
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Distinciones
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Patricia
Highsmith (Fort Worth,
Texas, 19 de
enero de 1921 -
Locarno, Suiza, 4 de
febrero de 1995)
fue una novelista estadounidense famosa por sus obras de suspense.
Biografía
Patricia
Highsmith, nacida con el nombre de Mary Patricia Plangman nació en Fort Worth,
Texas. Sus
padres, Jay Bernard Plangman y Mary Coates, se divorciaron antes de que
naciera. Debido a ello, no conoció a su padre hasta cumplir los doce años. Se
trasladó con su madre a Greenwich
Village, en Nueva York. Y, durante los primeros años de su vida, fue
educada por su abuela materna, Willi Mae. En 1924 su madre se casó con Stanley Highsmith,
del que Patricia tomaría el apellido.
Patricia
mantuvo una relación complicada con su madre y su padrastro. Según ella misma
ha confesado, su madre intentó abortarla bebiendo aguarrás.
Highsmith nunca
superó esta relación de amor y odio con su madre. Tanto así que le inspiró para
escribir "The Terrapin," en el que un joven apuñala a su madre.
Su vocación por
la escritura fue tempranísima; era lectora voraz. Le interesaban temas
relacionados con la culpa, la mentira y el crimen, que más adelante serían los
temas centrales en su obra. A los ocho años descubrió el libro de Karl
Menninger La mente humana y quedó fascinada por los casos que
describía de pacientes afligidos por enfermedades mentales. Los análisis de
este autor sobre las conductas anormales influyeron en su percepción de los
personajes literarios.
Empezó a
escribir gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre
relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en los Archivos Literarios
Suizos, en Berna.
Se graduó en
1942 en el Barnard College, donde estudió literatura inglesa,
latín y griego. En 1943 empezó a trabajar para la editorial Fawcett haciendo
sinopsis de cómics y en esa época descubre su homosexualidad,
tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de
Claire Morgan su novela El precio de la sal.1
Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un final feliz
insólito para la época. Treinta y tantos años después la reimprimió con el
título de Carol y descubriendo que era ella la verdadera
autora, revelando en su epílogo las comprensibles razones del anonimato
inicial. Finalizaba con estas palabras: "Me alegra pensar que este libro
le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".
A los 22 años
comenzó a escribir su primera novela The click of the shutting, nunca
publicada. En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, surgen
los cuentos "En la Plaza", escrito en Taxco, estado de Guerrero, y "El coche".
Publicó su
primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar. En 1950
publica su primera novela, Extraños en un tren, por la que saltaría a la
fama un año después con la adaptación al cine de Alfred
Hitchcock.
El pesimismo de
sus historias, su exclusión de todo sentimentalismo y la crueldad materialista
de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en
Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista
contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se
trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East
Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza),
donde falleció el 4 de febrero de 1995.
Vida personal
Según cuenta su
biografía, Beautiful Shadow, su vida personal era problemática, en parte
por su alcoholismo;
nunca tuvo una relación sentimental que durase más que unos pocos años, ni
siquiera con la también novelista Marijane
Meaker, y algunos de sus contemporáneos la tachaban de misantropía,
en lo que hay algo de cierto. Prefería la compañía de sus muchos gatos y
caracoles y una vez dijo: "Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no
tengo que hablar con la gente". También se la ha acusado de misoginia
por sus Little Tales of Misogyny y de antiamericanismo
por sus Tales of Natural and Unnatural Catastrophes; lo cierto es que su
fama de escritora morbosa no la hizo especialmente vendible en los Estados
Unidos. Highsmith encontraba frecuentemente inspiración en el arte, en la psicología clínica y en el reino animal.
Escribió más de
30 libros entre novelas, ocho colecciones de cuentos, entre los que destacan
los Little Tales of Misogyny (Cuentos misóginos), los Cuentos de
animales y los Tales of Natural and Unnatural Catastrophes (Cuentos
de catástrofes naturales y no naturales, 1987), ensayos y otros textos, y dejó
numeroso material inédito.
Obra
La temática de
la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la culpa, la mentira y el
crimen, y sus personajes, muy bien caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía
y se mueven en la frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en
su primera novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue
llevada un año después al cine por Alfred
Hitchcock con el mismo título y cuyo guion fue
adaptadado por Raymond Chandler .
La visión de la
realidad que se desprende de sus novelas y cuentos es depresiva, pesimista y
sombría, como también su concepto sobre el ser humano. Algunas de sus novelas
incluyen referencias homosexuales;2
su novela Carol, que sus editores rechazaron por su
temática lésbica, fue publicada bajo el pseudónimo Claire Morgan en 1953 y vendió cerca de
un millón de ejemplares. En su última novela publicada, Small g, un idilio
de verano (de forma póstuma un mes después de su fallecimiento), se trata
nuevamente la temática homosexual, esta vez en torno a la presentación de una
serie de relaciones equivocadas.
Highsmith, cuyo
estilo se presenta tan económico como el de Guy
de Maupassant, al que admiraba, destaca especialmente como creadora de
personajes, especialmente marginales. Busca la polémica y le atrae
especialmente la ambigüedad moral: sus héroes suelen ser personajes turbios y
ambiguos que explotan la hipocresía social para ascender socialmente. Su obra se
compone de una veintena de novelas, un gran número de relatos y un ensayo, El
arte del suspense. Su amigo Graham
Greene dijo sobre ella: "Uno no cesa de releerla. Ha creado un mundo
original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con un
sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues tenemos enfrente
un placer mezclado con escalofrío".
Alabada por la
crítica como una de las mejores escritoras de su generación, por la penetración
psicológica que lograba en sus personajes y sus tramas complejas y muy
elaboradas, consiguió un reconocimiento internacional que pasó al público.
Serie "Ripley" (1955-1991)

Una estancia en
Europa le
inspiró el personaje del amoral Tom Ripley, cuya primera aparición data de 1955
con El talento de Mr. Ripley,
escrita tras el primer viaje de la escritora al viejo continente, sufragado con
los derechos cinematográficos de su primera novela, la ya citada Extraños en
un tren.
Con esta
primera novela de la serie de Ripley obtuvo el Gran Premio de Literatura
Policíaca y estuvo nominada al Premio
Edgar a la mejor novela, y fue adaptada al cine dos veces; el personaje
aparecerá en otras cuatro novelas y se convertirá en uno de los más populares
protagonistas de series de novelas policiacas, aunque no es ni detective ni
policía, sino un estafador inteligentísimo que suplanta a sus víctimas y un
ladrón y asesino ocasional; no se somete a la moral establecida y crea sus
propios valores. Al contrario que lo habitual, no es castigado ni atrapado por
la policía e inicia un gran ascenso social.

Las novelas
El personaje de
Tom Ripley ha protagonizado las siguientes 5 novelas a lo largo de 36
años:
- El talento de Mr. Ripley / A pleno sol (The Talented Mr. Ripley, 1955)
- La máscara de Ripley / Ripley bajo tierra (Ripley Under Ground, 1970)
- El juego de Ripley / El amigo americano (Ripley's Game, 1974)
- Tras los pasos de Ripley / El muchacho que siguió a Ripley (The Boy Who Followed Ripley, 1980)
- Ripley en peligro (Ripley Under Water, 1991)
Actores que han interpretado a Tom Ripley
Siete actores
han interpretado el papel de Tom Ripley en cine, televisión y radio
- Alain Delon (A pleno sol, adaptación de El talento de Mr. Ripley, 1960)
-
- Dennis Hopper (El amigo americano, adaptación de El juego de Ripley, 1977)
- Matt Damon (El talento de Mr. Ripley, 1999)
-
- John Malkovich (El juego de Ripley, 2002)
-
- Barry Pepper (Mr. Ripley el regreso, adaptación de La máscara de Ripley, 2005)
-
- Jonathan Kent (episodio "Patricia Highsmith: A Gift for Murder" de la serie televisiva "The South Bank Show", 1982)
- Ian Hart (en la adaptación radiofónica de los 5 libros de la serie "Ripley", 2009)
Títulos publicados
Novelas
- Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1950)
- El precio de la sal / Carol (The Price of Salt, también conocida como Carol, 1952). Publicada originalmente con el pseudónimo de Claire Morgan y reeditado con su nombre 37 años después (en 1989) con el título de Carol.
- El cuchillo (The Blunderer, 1954)
- El talento de Mr. Ripley / A pleno sol (The Talented Mr. Ripley, 1955). 1ª novela de la serie "Ripley"
- Mar de fondo (Deep Water, 1957)
- Un juego para los vivos (A Game for the Living, 1958)
- Ese dulce mal (This Sweet Sickness, 1960)
- Las dos caras de enero (The Two Faces of January, 1961)
- El grito de la lechuza (The Cry of the Owl, 1962)
- La celda de cristal (The Glass Cell, 1964)
- Crímenes imaginarios / El cuentista (A Suspension of Mercy, también conocida como The Story-Teller, 1965)
- El juego del escondite (Those Who Walk Away, 1967)
- El temblor de la falsificación (The Tremor of Forgery, 1969)
- La máscara de Ripley / Ripley bajo tierra (Ripley Under Ground, 1970). 2ª novela de la serie "Ripley"
- Rescate por un perro (A Dog's Ransom, 1972)
- El juego de Ripley / El amigo americano (Ripley's Game, 1974). 3ª novela de la serie "Ripley"
- El diario de Edith (Edith's Diary, 1977)
- Tras los pasos de Ripley / El muchacho que siguió a Ripley (The Boy Who Followed Ripley, 1980). 4ª novela de la serie "Ripley"
- Gente que llama a la puerta (People Who Knock on the Door, 1983)
- El hechizo de Elsie (Found in the Street, 1987)
- Ripley en peligro (Ripley Under Water, 1991). 5ª novela de la serie "Ripley"
- Small g: un idilio de verano (Small g: a Summer Idyll, 1995)
Libros de relatos
- Once (Eleven, también conocida como The Snail-Watcher and Other Stories, 1970)
- Pequeños cuentos misóginos (Little Tales of Misogyny, 1974)
- Crímenes bestiales (The Animal Lover's Book of Beastly Murder, 1975)
- A merced del viento (Slowly, Slowly in the Wind, 1979)
- La casa negra (The Black House, 1981)
- Sirenas en el campo de golf (Mermaids on the Golf Course, 1985)
- Catástrofes (Tales of Natural and Unnatural Catastrophes, 1987)
- Los cadáveres exquisitos (1995, selección de relatos escritos entre 1960 y 1990)
- Pájaros a punto de volar (1ª parte de Nothing That Meets the Eye: The Uncollected Stories, 2002, reúne relatos escritos entre 1938 y 1949, publicada póstumamente)
- Una afición peligrosa (2ª parte de Nothing That Meets the Eye: The Uncollected Stories, 2002, reúne relatos escritos entre 1950 y 1970, publicada póstumamente)
Miscelánea
- Miranda the Panda Is on the Veranda (1958, coescrito junto a Doris Sanders). Libro para niños, en verso y con dibujos.
- Suspense (Plotting and Writing Suspense Fiction, 1966). La autora nos muestra las entrañas del proceso de creación de una novela de intriga.
Premios
- 1946: Premio O. Henry al mejor primer relato por "The Heroine", publicado en Harper's Bazaar.
- 1951: Nominada al Premio Edgar a la mejor primera novela por Extraños en un tren, otorgado por la Asociación de Escritores de Misterio de América.
- 1956: Nominada al Premio Edgar a la mejor novela por El talento de Mr. Ripley, otorgado por la Asociación de Escritores de Misterio de América.
- 1957: Gran Premio de Literatura Policíaca por El talento de Mr. Ripley.
- 1963: Nominada al Premio Edgar al mejor relato por "The Terrapin".
- 1964: Premio Silver Dagger (Daga de Plata) a la mejor novela extranjera por Las dos caras de enero, otorgado por la Asociación de Escritores del Crimen de Gran Bretaña.
- 1975: Gran Premio del Humor Negro por "El amateur de escargot".
- 1990: Caballero de la Orden de las Artes y las Letras,
otorgado por el Ministerio de Cultura de Francia. Adaptaciones cinematográficas
Extraños en un tren (1950)
Extraños en un tren o Pacto siniestro
(Strangers on a Train, 1951), película estadounidense dirigida por Alfred Hitchcock, guion adaptado de Raymond Chandler y protagonizada por Farley
Granger, Ruth Roman y Robert
Walker.
- No beses a un extraño (Once You Kiss a Stranger, 1969), película estadounidense dirigida por Robert Sparr.
- Tira a mamá del tren (Throw Momma from the Train, 1987), película estadounidense dirigida por Danny DeVito y protagonizada por Billy Crystal, Danny DeVito y Anne Ramsey. Libre adaptación de la historia. Comedia.
- Extrañas en un tren (Once You Meet a Stranger, 1996), telefilme estadounidense dirigido por Tommy Lee Wallace y protagonizado por Jacqueline Bisset. Versión femenina de la novela.
Serie "Ripley"
- El talento de Mr. Ripley
(1955)
- A pleno sol (Plein Soleil, 1960), película francesa dirigida por René Clément y protagonizada por Alain Delon (Tom Ripley), Maurice Ronet y Marie Laforêt.
- El talento de Mr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, 1999), película estadounidense dirigida por Anthony Minghella y protagonizada por Matt Damon (Tom Ripley), Gwyneth Paltrow, Jude Law, Cate Blanchett y Philip Seymour Hoffman. 5 nominaciones a los Premios Óscar en 2000.
- La máscara de Ripley (1970)
- Mr. Ripley el regreso (Ripley Under Ground, 2005), película estadounidense dirigida por Roger Spottiswoode y protagonizada por Barry Pepper (Tom Ripley), Jacinda Barrett, Tom Wilkinson y Willem Dafoe.
- El juego de Ripley (1974)
- El amigo americano (Der amerikanische Freund, 1977), película alemana dirigida por Wim Wenders y protagonizada por Dennis Hopper (Tom Ripley) y Bruno Ganz.
- El juego de Ripley (Ripley's Game, 2002), película ítalo-estadounidense dirigida por Liliana Cavani y protagonizada por John Malkovich (Tom Ripley), Dougray Scott y Ray Winstone.
Otras adaptaciones en el cine
- Le Meurtrier (adaptación de El cuchillo, 1963), película francesa dirigida por Claude Autant-Lara.
- Dites-lui que je l'aime (adaptación de Ese dulce mal, 1977), película francesa dirigida por Claude Miller y protagonizada por Gérard Depardieu y Miou-Miou.
- Die gläserne Zelle (adaptación de La celda de cristal, 1979), película alemana dirigida por Hans W. Geißendörfer en 1978. Nominada al Premio Óscar a la Mejor película extranjera.
- Eaux profondes (adaptación de Mar de fondo, 1981), película francesa dirigida por Michel Deville y protagonizada por Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant.
- Ediths Tagebuch (adaptación de El diario de Edith, 1983), película alemana dirigida por Hans W. Geißendörfer.
- Die zwei Gesichter des Januars (adaptación de Las dos caras de enero, 1985), película alemana dirigida por Wolfgang Storch y Gabriele Zerhau.
- Le Cri du hibou (adaptación de El grito de la lechuza, 1987), película francesa dirigida por Claude Chabrol y protagonizada por Mathilda May.
- Der Geschichtenerzähler (adaptación de Crímenes imaginarios, 1991), película alemana dirigida por Rainer Boldt .
- Trip nach Tunis (adaptación de El temblor de la falsificación, 1993), película alemana dirigida por Peter Goedel.
- The Cry of the Owl (adaptación de El grito de la lechuza, 2009), película franco-inglesa dirigida por Jamie Thraves y protagonizada por Julia Stiles.
- The Two Faces of January (adaptación de Las dos caras de enero, 2014), película norteamericana dirigida por Hossein Amini.
- Carol (adaptación de El precio de la sal, también conocida como Carol, 2015), película británico-estadounidense dirigida por Todd Haynes y protagonizada por Cate Blanchett y Rooney Mara. Tal vez una de las más exitosas adaptaciones, nominada a seis premios oscar se considera una obra maestra del cine.
Televisión y radio
- Los cadáveres exquisitos de Patricia Highsmith (Les Cadavres exquis de Patricia Highsmith / Patricia Highsmith's Tales), serie televisiva franco-británica de 12 episodios de una hora de duración basada en sus relatos de intriga y emitida en 1990, producida por el canal francés M6.
- Tiefe Wasser (adaptación de Mar de fondo), telefilme alemán dirigido por Franz-Peter Wirth en 1983.
- Der Schrei der Eule (adaptación de El grito de la lechuza), telefilme alemán dirigido por Tom Toelle en 1987.
- La rançon du chien (adaptación de Rescate por un perro), telefilme francés dirigido por Peter Kassovitz en 1996.
- La cadena estadounidense CBS adaptó en 1956 para el programa "Studio One" la novela El talento de Mr. Ripley.
- La cadena inglesa ITV adaptó en 1982 para el programa "The South Bank Show" la novela La máscara de Ripley en el episodio "Patricia Highsmith: A Gift for Murder", interpretado por Jonathan Kent (Tom Ripley).
- The Day of Reckoning (basada en el relato homónimo), capítulo de la serie de televisión "Chillers", de producción franco-inglés, dirigido por Samuel Fuller en 1990.
- La emisora pública británica BBC Radio 4 adaptó en 2009 los cinco libros de la serie "Ripley" interpretados por Ian Hart (Tom Ripley).
- La emisora española Radio 3 hizo una adaptación de la novela Extraños en un tren en otoño del año 2010.
La coartada perfecta
[Cuento - Texto completo.]
Patricia Highsmith
La multitud se
arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los
pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a
deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo
estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que
lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.
Había descosido
el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese
bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban
a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio.
Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer,
empujando ligeramente al hombre.
Ahora estaba
inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo
desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en
su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería
contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una
voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de
Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par
de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo
tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su
sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la
pistola disparó.
Una mujer
chilló.
Howard dejó
caer la pistola a través del abierto bolsillo.
La multitud
había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo.
Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en
un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a
medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un
instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.
-¡Le han
disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?
-¿Dónde?
La multitud
inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue
arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.
-¡Échense
atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.
Howard fue
hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El
rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la
llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una
moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre
muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra
salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado
apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar
con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy
alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj.
Exactamente las 5:54.
Cruzó la
estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y
normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para
él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas
escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación
de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en
el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta
noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte
delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la
bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha
y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que
tenía delante.
Frunció
intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando
ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén
un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle
Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El
señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh,
Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor
Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles
huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría
unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre
cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era
realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del
arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había
escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su
dirección.
Howard tenía
intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y
recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo.
Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el
aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía
apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado
a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell,
porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no
mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían.
George tenía tan pocos amigos.
Pensó en meter
el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente
se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo;
después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger
algo para envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la
estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la
planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste,
cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era
estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto
a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su
apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo:
quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas
monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del
sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el
teléfono y marcó el número de Mary.
Respondió al
tercer timbrazo.
-Hola, Mary
-dijo-. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de
vacilación.
-¿Hecho? ¿De
veras, Howard? No estarás…
No, no estaba
bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por
teléfono.
-Te quiero.
Cuídate, querida -dijo con voz ausente.
-¡Oh, Howard!
-Se echó a llorar.
-Mary,
probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos.
-Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos,
de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me
menciones, querida…, simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten.
Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me
menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo…, pero tú no lo hagas
primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo
como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era
el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que
no-. ¿Has entendido, Mary?
-Sí -dijo ella,
con un hilo de voz.
-No estés
llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que
tranquilizarte… -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes
de que llegue la policía!
-Está bien.
-¡Prométemelo!
-De acuerdo.
Colgó y se
dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña
encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró
de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el
fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a
Mary y nunca había pensado en encender el fuego.
Mary vivía
directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste.
Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e
interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién
interrogar. La casera de George… Howard recordaba unos breves atisbos de ella
inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando
con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa…,
indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la
calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que
la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera
que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y
era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y
George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa
cuando llegara la policía.
Hizo una
momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó
imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell
estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su
comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla!
¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que
al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña.
George había sido el mejor amigo de su padre… pero cuál hubiera sido el
comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía
suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo
de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos
sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció
de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el
mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos
jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.
Pero Howard no
había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary
estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a
nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus
citas…, pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al
terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero
George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con
George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como
aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica
que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George
estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a
Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me
ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado
siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin
querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había
dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo,
era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte… como una
prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía
expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de
una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco
al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había
hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca
podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una
mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes
intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»
George Frizell
había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas
negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se
especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro
interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en
ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se
comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por
George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver
si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas
del horno.
Mary amaba a
George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que
odiara a George, hasta cierto punto…, y luego ella se ponía de pronto a
defenderlo de nuevo.
-Pero George
fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba
completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un
año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la
semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque
tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.
-¡Quiero
casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se
había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido
hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella.
-Yo también te
quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza
trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma
de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva.
Howard había decidido seguirla…
Ahora estaba de
rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo
bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente
difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó
quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas
trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía
tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta
de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y
más ardiente.
Howard añadió
más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no
mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por
delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las
tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una
ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.
El sobretodo
completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar
el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las
llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba
pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la
policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba
imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara
con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a
la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles
quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre,
Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.
Se humedeció
los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en
Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella.
Por un alocado
y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar
con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a
los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas
las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple
hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos…
Oyó una llamada
a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien
entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran
acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.
-¿Quién es?
-preguntó.
-La policía.
Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A?
Howard miró al
fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más
que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda,
pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho
a Mary. Abrió la puerta y dijo:
-Yo soy Howard
Quinn.
Eran dos
policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard
vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en
la habitación.
-Supongo que
sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en
comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era
una mirada amistosa.
Por un momento
Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo,
pensó; todo.
-Está bien
-dijo.
El agente más
bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
-¿Qué ha estado
quemando aquí? ¿Tela?
-Sólo un
viejo…, unas viejas prendas -dijo Howard.
Los policías
intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada.
Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer
preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había
quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la
casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de
Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se
preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de
traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental
después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se
derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que
lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo
a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla
enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a
hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para
ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de
todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera
matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se
detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se
dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y
cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a
una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un
alto escritorio, como un juez.
-Howard Quinn
-anunció uno de los policías.
El agente en el
escritorio alto lo miró desde arriba con interés.
-Howard Quinn.
El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el
Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?
-Sí.
-¿Y a George Frizell?
-Sí -murmuró
Howard.
-Eso pensé. Su
dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean
formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para
usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?
Howard no
acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos
policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído
dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.
-¿Sabe por qué
está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.
-Sí -Howard
miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se
estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas
horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo…, su sensación de que
tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la
muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre
malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los
tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos…,
como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo
había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado.
Howard se cubrió los ojos con una mano.
-Puede que esté
trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a
las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso… ¿o sí lo sabía, por alguna
casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a
donde fuera?
Howard intentó
imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía
que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo
sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con
un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
-Estaba
quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía
más bajo que estaba de pie al lado de Howard.
-¿Oh? -dijo el
capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy
bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo
sabían los dos agentes de policía.
-¿Qué ropa
estaba quemando? -preguntó el capitán.
Howard siguió
sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
-Señor Quinn
-dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde
atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y
la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la
vista hacia él, sin comprender.
-¿Se dio cuenta
usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con
voz más fuerte aún.
Estaba allí por
otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y
salir huyendo!
-Yo… no…
-Su víctima no
ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora
se halla en el hospital con una pierna rota…, un hombre viejo que no puede
permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo
que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha
cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un
hombre…, atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una
mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo
hubiéramos atrapado nunca.
Howard
comprendió de pronto.
La mujer había
cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula…. pero le había
proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado
contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada…. el hecho de que hoy había
abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la
llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la
vista al furioso rostro del capitán.
-Estoy
dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.
-Llévenlo al
hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de
homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una
fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que
los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor
Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.
-¿Puedo hacer
una llamada telefónica?
El capitán hizo
un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.
Howard buscó el
número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó.
Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en
educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor
Luther.
-Hola, señor
Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el
coche. Necesito cinco mil dólares de fianza… No, no estoy herido, pero….
¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?
-Traeré el
cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al
abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún
abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio
las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de
policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a
su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado
aguardando.
Se dirigieron a
un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción
dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.
El hombre
estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna
escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos
sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y
hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.
-Señor Rosasco
-dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo
atropelló.
El señor
Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.
-Lo siento
mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que
le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se
ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa
del tribunal…. al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las
arreglaría con algunos préstamos.
El hombre en la
cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.
El agente que
los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse
el uno al otro.
-¿Reconoce a
este hombre, señor Rosasco?
El señor
Rosasco negó con la cabeza.
-No vi al
conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo
lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna…
Howard encajó
los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era
particularmente grande.
-Era un coche
verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba
comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un
sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.
-No, era un
coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche
es verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió
una sola vez, rígido.
-A las seis
empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo
alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al
señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los
dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia
atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un
poco.
-Creo que será
mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se
preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.
Lo último que
vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco
en la almohada, con los ojos cerrados.
El recuerdo de
su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada…
Cuando llegaron
de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de
hombres con ropas civiles…, los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther
se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.
-¿Qué es todo
esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?
Howard asintió,
con rostro avergonzado.
-No estaba
seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme… pero no lo hice.
El señor Luther
lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.
-Bien, ya les
he dado el cheque de su fianza -dijo.
-Gracias,
señor.
Uno de los
hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con
penetrantes ojos azules y un rostro delgado.
-Tengo algunas
preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?
-Sí.
-¿Puedo preguntarle
dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?
-Estaba…, iba
en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y
tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.
-¿Y atropelló a
un hombre a las seis menos cuarto?
-Lo hice
-admitió Howard.
El detective
asintió con la cabeza.
-¿Sabe que
alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos
dieciocho minutos?
El detective
sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo
supiera… Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que
Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.
-No -dijo.
-Pues así fue.
Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.
El corazón de
Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.
-Eso
simplemente no es cierto.
El detective se
encogió de hombros.
-Está muy
histérica. Pero también está muy segura.
-¡Eso no es
cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé
el coche… -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo… Mary.
-Usted es el
novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.
-Sí -respondió
Howard-. No puedo…, ella tiene que estar…
-¿Quería usted
apartar a Frizell del camino?
-Yo no lo maté.
¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto!
-balbuceó.
-Frizell veía a
Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó
alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?
-No. Por
supuesto que no.
-¿No estaba
usted celoso de George Frizell?
-En absoluto.
Las arqueadas
cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue
un signo de interrogación.
-¿No?
-preguntó, sarcástico.
-Escuche, Shaw
-dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su
escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa
quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted
quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.
-No, no lo sé.
-El capitán
McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta
noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?
Howard agitó la
cabeza en un desesperado signo de asentimiento.
-Estaba
quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los
quería más tiempo en mi armario.
El detective
apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.
-Eran unos
momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de
atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba
quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?
-No -dijo
Howard.
-¿No arregló
usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese
gabán para que se desembarazara de él?
-No -Howard
miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.
-¿No mató usted
a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el
camino?
-Shaw, eso es
imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que
ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y
ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas!
¡Enfréntate a ello!
El detective
mantuvo los ojos clavados en Howard.
-¿Trabaja usted
para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.
-Sí.
-¿A qué se
dedica?
-Soy el
vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con
las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los
almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las
cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su
coartada se mantenía…, como un muro de piedra.
-Muy bien -dijo
el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos
trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias,
nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego
añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del
bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.
Howard lo miró
con el ceño fruncido.
-No, nunca lo
había visto antes.
El hombre
volvió a guardarse el arma en el bolsillo.
-Puede que
deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.
Howard sintió
la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.
-¿Quién es
George Frizell? -preguntó el señor Luther.
Howard se
humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de
golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.
-Un amigo de
una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.
-¿Y la
muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?
Howard no
respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.
-¿Es la que lo
ha acusado?
-Sí -dijo
Howard.
La mano del
señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.
-Creo que le
iría bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio
cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.
-Ella estará
probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre
eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la
lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a
toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el
señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor
Luther… El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso
de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo
que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.
-Tiene que ser
más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus
lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche…, tuve la sensación de que
usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.
-Tengo que
llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la
cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que
estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la
cabina telefónica. Estallaría.
-¿Diga? -Era la
voz de Mary, apagada y carente de vida.
-Hola, Mary.
Soy yo. No es posible…, ¿qué le dijiste a la policía?
-Se lo conté
todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.
-¡Mary!
-Te odio.
-¡Mary, no lo
dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.
-Yo lo quería y
lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.
Howard apretó
los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba
a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.
Luego
permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther
seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras
Howard telefoneaba.
-La gente tiene
que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que
pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo… Ya sabe que pienso mucho en
usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita
Purvis?
-No pude
comunicarme con ella -dijo Howard.
Diez minutos
más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en
un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y
la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente
caminar un poco desde allá hasta coger su coche.
Bajó en la
calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún
coche que pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en
dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había
tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la
cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía
completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá
donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
Tenía una
multa…. la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la
cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.
Un asunto
insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia
casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no
retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó
a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial,
tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.
Luego, casi con
la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había
causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había
empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si
Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un
psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado
llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado.
No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una
coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía…
Había sido Mary
quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de
ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de
cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos
que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto
contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.
Había un
espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el
coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.
El olor a tela
quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la
sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de
nuevo, ahora bajo una mejor luz.
Y supo de
pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.
La multa le
había sido impuesta exactamente a las 5:45.
FIN
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