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Editorial Puerto Libro editorialpuertolibro@gmail.com AÑO V – Nº 37 – marzo de 2016
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes en su cuaderno
de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados.
En el mes de su
fallecimiento, recordamos hoy a un escritor Ruso cuya vida en sí fue una
novela.
Mijaíl Bulgákov
Mijaíl Bulgákov
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Información personal
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Nombre
de nacimiento
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Mijaíl
Afanásievich Bulgákov
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Nacimiento
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Fallecimiento
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Causa
de muerte
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Lugar
de sepultura
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Nacionalidad
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Información profesional
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Ocupación
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Años
activo
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1919 —
1940
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Género
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novela
moderna (novela sobre el principio de la simultaneidad), prosa, teatro,
sátira, fantasia, ciencia ficción, ficción histórica
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Obras
notables
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Mijaíl
Afanásievich Bulgákov (en ruso Михаил Афанасьевич Булгаков; 3 de mayojul./ 15 de mayo de 1891greg. – 10 de marzo de 1940) fue un escritor y dramaturgo soviético de la primera mitad del siglo XX. Su obra más conocida es la novela El
maestro y Margarita.
Biografía
Mijaíl
Bulgákov nació el 15 de mayo de 1891 en Kiev, Ucrania, que entonces formaba parte del Imperio Ruso. Fue el primogénito de Afanasiy Bulgákov, un
profesor asistente en la Academia de Teología de Kiev. Sus abuelos fueron ambos
clérigos de la Iglesia
Ortodoxa Rusa. Desde 1901
hasta 1904 Bulgákov asistió a la Primera Escuela Secundaria de Kiev, donde
mostró interés por la literatura rusa y europea.
En 1913
Bulgákov contrajo matrimonio con Tatiana Lappa. Al estallido de laPrimera
Guerra Mundial se ofreció como voluntario en la Cruz Roja, y fue enviado de inmediato al frente de guerra,
donde fue herido de gravedad al menos en dos ocasiones. En 1916 se graduó del
Departamento de Medicina de la Universidad
de Kiev para luego, junto con sus hermanos, alistarse en
el Ejército
Blanco.
Luego de la Guerra Civil y el alza al poder de los sóviets, gran
parte de su familia emigró en el exilio a París. Mientras, Mijaíl y sus hermanos se encontraban en el Cáucaso, donde él comenzó a trabajar como periodista. A pesar de su situación relativamente
privilegiada durante el régimen deIósif Stalin, cuando se le invitó a trabajar como doctor por
los gobiernos de Francia y Alemania se le impidió emigrar de Rusia debido al tifus. Fue entonces la última vez que vio a su familia.
Bulgákov
sufrió debido a sus heridas de guerra, que tuvieron un grave efecto en su
salud. Para paliar su dolor crónico, especialmente en el abdomen, se suministró morfina. Se cree que durante el siguiente año su adicción fue en aumento. En 1918
dejó de inyectarse morfina y nunca más volvería a hacerlo en el futuro. Su
libro titulado Morfina, publicado
en 1926, da testimonio del estado del escritor durante estos años.

Retrato de los años 1930 firmado por el
propio Bulgákov.
Aunque sus
primeros intentos por escribir ficción fueron hechos en Kiev, no se decidiría a
dejar la medicina para dedicarse a su amor por la literatura hasta 1919. Su
primer libro fue un almanaque de folletines llamado Perspectivas Futuras, escrito y
publicado ese mismo año. En 1921, Bulgákov se mudó a Moscú donde comenzó su carrera como escritor. Vivieron
cerca de los Estanques del Patriarca, lugar donde se situaría gran parte de su
posterior novela El
maestro y Margarita.
Cuatro años después (en 1925) se divorciaría de su primer esposa, para contraer
matrimonio con Lyubov Beloziórskaya. Publicó una serie de escritos durante la
primera mitad de los años 20, pero desde 1927 su carrera comenzó a sufrir
debido a la constante crítica de que era demasiado anti-soviético. Para 1929 su
carrera estaba arruinada, y el gobierno había censurado y prohibido la
publicación de cualquiera de sus trabajos y la puesta en escena de cualquier de
sus obras.
En 1932,
Bulgákov se desposó por tercera vez, con Yelena Shílovskaya, quién sería la
inspiración del personaje Margarita en su novela más famosa. Durante la última
década de su vida, Bulgákov continuó trabajando en El
maestro y Margarita,
escribió obras de teatro, críticas y relatos e hizo varias traducciones y
dramatizaciones de novelas. Muchas de ellas no fueron publicadas y otras fueron destruidas por la crítica.
Bulgákov
nunca apoyó el régimen, y se mofó de sus deficencias en varias de sus obras, lo
que le supondría diez años de ostracismo. La mayor parte de sus escritos
permaneció en los cajones de su escritorio durante varias décadas. En 1930escribió una carta a Stalin solicitando permiso para emigrar de la Unión
Soviética si es que ésta se negaba a valorarlo como
escritor. Como respuesta recibió una llamada personal del propio Stalin,
pidiéndole explicaciones acerca de su petición. El escritor contaría en su autobiografía
cómo fue este uno de los momentos más dramáticos de su vida pues, conmocionado,
no se atrevió a reiterar su petición en aquél momento, limitándose a reiterar
que un escritor no puede vivir lejos de su patria. Stalin, sin embargo, había
disfrutado una de sus obras, por lo que le encontró trabajo en el Teatro de la
Juventud obrera de Moscú (Театр рабочей молодёжи o, abreviado, TRAM), y luego
en el Teatro
de Arte de Moscú.
En el
teatro, donde estrenaría algunas de sus obras, tuvo que soportar un constante
acoso por parte del NKVD, que llegó a registrar su domicilio y a detenerle en más de una ocasión,
siendo boicoteada la publicación de sus obras. Bulgákov murió a causa de un
problema renal hereditario en 1940 y fue enterrado en el cementerio
moscovita de Novodévichy.
Primeras obras
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En vida,
Bulgákov fue conocido sobre todo por las obras con las que contribuyó alTeatro
de Arte de Moscú de Konstantín Stanislavski. Incluso después de
que sus obras fueran prohibidas, Bulgákov escribió una comedia grotesca
haciendo aparecer a Iván el
Terrible en el Moscú de los años treinta. Este hecho pudo salvar su
vida en el año fatídico de 1937, en el que casi todos los escritores que no apoyaban el liderazgo de
Stalin fueron purgados.
Bulgákov
comenzó a escribir prosa a principios de la década de 1920. A mediados de la década sintió admiración por la obra de H.G. Wells y escribió varias historias con elementos
de ciencia ficción.
Cuentos

Están recogidos en muy distintas
colecciones. Notas en los
puños son un bello ejemplo de
los relatos breves del autor. Muchos cuentos suyos, que puede leerse como ficción novelesca,
vertebrado en torno a las primeras aventuras médicas de un joven graduado en
Medicina, trasunto del propio Bulgákov, la mayoría de los relatos dan
testimonio del médico rural que fue el escritor, Estos relatos recuerdan los de William Carlos Williams, con su anecdotario de partos, amputaciones, traqueotomías, curaciones de sífilis, fracasos clínicos, pero existe la diferencia
entre un ruso y un norteamericano, aunque sean de épocas muy contiguas. Destaca
la voluntad narrativa de Bulgákov, que acredita una notoria capacidad
introspectiva y de distanciamiento respecto a la propia persona, con un toque
inevitable de cierta comicidad. Todo ello en medio de un paisaje dominado
obsesivamente por la nieve y relatado con agilidad y calidez.No menos
interesante es "Corazón de perro",una novela corta en la que Bulgákov
abiertamente (y con un cinismo e ironía impresionantes) critíca los años 20 del
Poder Soviético
Mención aparte merece el relato Morfina. Se trata
del diario de un compañero del protagonista, el médico Poliakov, que deja a su
muerte el estremecedor relato de esas páginas confesionales, que son la crónica
de una destrucción, referida en términos turbadores (al parecer, Bulgákov fue
morfinómano durante un tiempo). Escribía al comienzo de su terrible
experiencia: "No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la
morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la
humanidad", este mismo sujeto acaba por confesar que "Me he destruido
solamente a mí mismo". En su confesión afluyen momentos estremecedores:
"La muerte de sed es una muerte paradisíaca, beatifica en comparación con
la sed de morfina". Consciente del personaje que dibuja, el diarista
anota: "En realidad no es un diario sino una historia clínica". O
bien: "Si yo no estuviera marcado por mi formación de médico, afirmaría
que normalmente el ser humano sólo puede trabajar después de una inyección de
morfina".
El maestro y
Margarita
La novela satírica El maestro y Margarita (Мастер и Маргарита), publicada por su esposa veintiséis años después de su
muerte, en 1966, es la que ha otorgado la inmortalidad literaria a
Bulgákov. Durante muchos años, el libro sólo se pudo conseguir en la Unión
Soviética como samizdat,
antes de su aparición por capítulos en la revista Moskvá. En opinión de
muchos, El maestro y Margarita es una de las mejores novelas del período
soviético. La novela contribuyó a crear varias frases hechas en lengua rusa,
como por ejemplo, "los manuscritos no arden". Un manuscrito del
maestro, destruido, constituye un importante elemento de la trama y, de hecho,
Bulgákov tuvo que volver a escribir la novela de memoria, tras haber quemado el
manuscrito él mismo. La reconstrucción posterior de Marietta Chudakova es considerada ahora la versión más autorizada, y de ella existe una
traducción al español (2014) por parte de Marta Rebón.1
Relatos
breves
·
El fuego
del Jan
·
Los cuatro
retratos
·
El
holandés errante
·
Un tipo
abominable
·
El agua de
la vida
·
Tratado
sobre la vivienda
·
Un día de
nuestra vida
·
Una
historia de diamantes
Obras
de teatro
·
Iván Vasílievich, 1936 (Иван Васильевич) — Iván el Terrible, gracias a la máquina del tiempo, llega a un congestionado apartamento en
el Moscú de los años treinta
·
La isla púrpura, 1927 (Багровый остров)
Novelas
·
La novela teatral, 1936-1937 (Театральный роман или Записки покойника)
Bautismo de
fuego
[Cuento. Texto completo.]
Mijaíl Bulgákov
Rápidamente pasaron los días en el hospital de N. y yo comencé poco a
poco a acostumbrarme a mi nueva vida.
En las aldeas continuaban agramando el lino, los caminos seguían
estando intransitables y a la consulta no venían más de cinco personas cada
día. Las noches las tenía completamente libres y las dedicaba a poner en orden
la biblioteca, a leer los manuales de cirugía y a tomar té, larga y
solitariamente, junto al samovar.
La lluvia caía durante días y noches enteras y las gotas golpeaban
inexorablemente el techo; el agua caía con gran fuerza bajo la ventana y
resbalaba por el canalón hacia un cubo. El patio estaba cubierto de fango, de
niebla, de una negra penumbra en la cual, como manchas opacas y difusas, se
iluminaban las ventanas de la casita del enfermero y la lámpara de petróleo del
portón.
Una de aquellas noches estaba yo sentado en mi gabinete y estudiaba un
atlas de anatomía topográfica. A mi alrededor había un completo silencio,
interrumpido de vez en cuando por el roer de los ratones detrás del aparador
del comedor.
Estuve leyendo hasta que mis párpados, ya pesados, comenzaron a
cerrarse. Finalmente bostecé, dejé a un lado el atlas y decidí acostarme. Me
estiré y, saboreando por anticipado un sueño pacífico, acompañado por el ruido
y el golpeteo de la lluvia, me dirigí a mi dormitorio, me desvestí y me acosté.
No había tenido siquiera tiempo de rozar la almohada cuando, delante
de mí, en la penumbra soñolienta, apareció el rostro de Ana Prójorova, de
diecisiete años, de la aldea Tóropovo. A Ana Prójorova había que extraerle un
diente. El enfermero Demián Lukich se deslizó suavemente con unas brillantes
tenazas en las manos. Recordé cómo decía "aquesto" en lugar de
"esto", llevado por el amor que profesaba al estilo elevado. Sonreí y
me quedé dormido.
Sin embargo, no había pasado media hora cuando me desperté de repente,
como si me hubieran dado un tirón; me senté y, examinando con temor la
oscuridad, me puse a escuchar con atención.
Alguien golpeaba con fuerza e insistencia la puerta exterior y desde
un primer momento presentí que aquellos golpes eran de mal agüero.
Llamaban a mi apartamento.
Los golpes cesaron, resonó el cerrojo; se oyó la voz de la cocinera y,
en respuesta, una voz poco clara; luego alguien subió por la escalera,
provocando chirridos, entró silenciosamente en el gabinete y llamó en mi
dormitorio.
-¿Quién es?
-Soy yo -me respondió un respetuoso susurro-, yo, Axinia, la
enfermera.
-¿De qué se trata?
-Ana Nikoláievna me envía a buscarle, pide que vaya enseguida al
hospital.
-¿Qué ha sucedido? -pregunté, y sentí que el corazón me daba un
vuelco.
-Han traído a una mujer de Dúltsevo. Tiene complicaciones con el
parto.
"Ya está. Ya comenzamos -cruzó por mi cabeza, mientras trataba
inútilmente de meter mis pies en las zapatillas-. ¡Ah, diablos! Las cerillas no
encienden. Bien, tarde o temprano tenía que suceder. No podía pasarme toda la
vida con las laringitis y los catarros estomacales."
-Está bien. ¡Vete y dile que ahora mismo iré! -grité, y me levanté de
la cama. Detrás de la puerta se oyeron los pasos de Axinia y de nuevo resonó el
cerrojo. El sueño desapareció en un instante. Con dedos temblorosos encendí la
lámpara apresuradamente y comencé a vestirme. Las once y media... ¿Qué
complicaciones con el parto tendría aquella mujer? Jumm... posición
incorrecta... pelvis estrecha... O quizá alguna cosa peor. Tal vez tendré que
utilizar los fórceps. ¿No sería mejor enviarla directamente a la ciudad?
¡Impensable! "¡Qué doctor tan bueno!", dirían todos. Y además, no
tengo derecho a hacerlo. No, tengo que hacerlo yo mismo. ¿Hacer qué? El diablo
lo sabe. Será una tragedia si me confundo, una vergüenza ante las comadronas.
Aunque primero es necesario ver de qué se trata; no vale la pena inquietarse
antes de tiempo...
Me vestí, me puse el abrigo y, confiando mentalmente en que todo
saldría bien, corrí bajo la lluvia hacia el hospital, pisando sobre tablones
que al hundirse hacían saltar el agua del patio. En la semioscuridad se
distinguía, junto a la entrada, una carreta; el caballo golpeaba con sus cascos
las tablas podridas.
-¿Usted ha traído a la parturienta? -pregunté a la figura que se movía
junto al caballo.
-Yo... sí, yo, padrecito -contestó lastimeramente una voz de mujer.
En el hospital, pese a lo avanzado de la hora, había agitación. En la
recepción ardía, parpadeante, una lámpara de petróleo. Por el angosto corredor
que conducía a la sección de maternidad, Axinia pasó rápidamente junto a mí,
llevando una palangana. Detrás de la puerta se oyó de pronto un débil gemido
que cesó inmediatamente. Abrí la puerta y entré en la sala de partos. La
pequeña habitación blanqueada estaba intensamente iluminada por la lámpara del
techo. En la cama, junto a la mesa de operaciones, yacía una mujer joven,
cubierta hasta el mentón por una manta. Su rostro estaba desfigurado por una
mueca de dolor y húmedos mechones de pelo se le habían pegado a la frente. Ana
Nikoláievna, con un termómetro en la mano, preparaba una solución en un
recipiente, mientras la segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, sacaba sábanas
limpias del armario. El enfermero, apoyado contra la pared, estaba en pose de
Napoleón. Al verme, todos se animaron. La parturienta abrió los ojos, se
estrujó las manos y de nuevo gimió lastimeramente.
-¿Qué ocurre? -pregunté, y yo mismo me asombré del tono de mi voz.
Hasta tal punto era seguro y tranquilo.
-Posición transversal -contestó rápidamente Ana Nikoláievna, mientras
continuaba echando agua en la solución.
-Bien -dije alargando las sílabas y frunciendo el entrecejo-; bien,
veamos...
-¡El doctor tiene que lavarse las manos!
¡Axinia! -gritó de inmediato Ana Nikoláievna. Su rostro había adquirido una
expresión seria y solemne.
Mientras corría el agua y me quitaba la espuma de las manos
enrojecidas por el cepillo, hacía preguntas poco importantes a Ana Nikoláievna;
por ejemplo, cuándo habían traído a la parturienta y de dónde venía...
La mano de Pelagueia Ivánovna levantó la manta y yo, sentándome al
borde de la cama y tocándola suavemente, comencé a palpar el vientre hinchado.
La mujer gemía, se estiraba, crispaba los dedos, arrugaba la sábana.
-Tranquila, tranquila... aguanta -le dije, mientras apoyaba
cuidadosamente las manos sobre su piel estirada, ardiente y seca.
En realidad, después de que la experimentada Ana Nikoláievna me había
sugerido de qué se trataba, este examen no era necesario. Por más que
continuara examinándola, no sabría más que Ana Nikoláievna. Su diagnóstico era,
por supuesto, correcto. Posición transversal. Era evidente. Bien, ¿y después?
Frunciendo el entrecejo, continué palpando el vientre por todos lados
y de reojo observaba los rostros de las comadronas. Estaban concentradas y
serias y en sus ojos leí aprobación a lo que yo hacía. En efecto, mis
movimientos eran seguros y correctos; intentaba ocultar mi intranquilidad en lo
más recóndito de mi ser y no demostrarla de ninguna manera.
-Bien -dije tras un suspiro, y me levanté de la cama, ya que por fuera
no se podía ver nada más-, hagamos la exploración interna.
La aprobación apareció de nuevo en los ojos de Ana Nikoláievna.
-¡Axinia!
De nuevo corrió el agua.
"¡Eh, si pudiera leer ahora el Doderlein!", pensé tristemente
mientras me enjabonaba las manos. Pero era imposible hacerlo en ese momento.
Además, ¿cómo me podría ayudar en aquel momento Doderlein? Me quité la espesa
espuma y me unté los dedos con yodo. La sábana limpia crujió bajo las manos de
Pelagueia Ivánovna. Inclinándome hacia la parturienta comencé tímida y
cuidadosamente a realizar la exploración interna. En mi memoria surgió de
manera espontánea la imagen de la sala de operaciones de la maternidad.
Lámparas eléctricas que ardían intensamente dentro de globos opacos, un
brillante suelo de baldosas, el instrumental y los grifos que relucían por
todas partes. El asistente, con una bata blanca como la nieve, manipulaba sobre
la parturienta; a su alrededor estaban tres ayudantes, los médicos practicantes
y una multitud de estudiantes. Todo estaba bien, era luminoso y sin peligro.
Aquí, en cambio, estoy completamente solo y tengo en mis manos a una
mujer que sufre; yo respondo por ella. Pero no sé cómo ayudarla pues solo he
visto de cerca un parto dos veces en mi vida. En este momento estoy realizando
una exploración, pero eso no me hace sentir ningún alivio a mí ni a la
parturienta; no entiendo absolutamente nada ni consigo palpar nada en su
interior.
Pero había llegado el momento de decidirse a hacer algo.
-Posición transversal... como se trata de una posición transversal,
entonces es necesario... es necesario hacer...
-Un viraje sobre la piernecita -no pudo contenerse y dijo, como para
sí misma, Ana Nikoláievna.
Un médico viejo y experimentado la habría mirado con desaprobación por
entrometerse y adelantarse con sus conclusiones... Yo, en cambio, no soy una
persona que se ofenda con facilidad.
-Sí -confirmé significativamente-, un viraje sobre la piernecita.
Y entonces desfilaron con rapidez ante mis ojos las páginas de
Doderlein. Viraje directo... viraje combinado... viraje indirecto...
Páginas, páginas... y en ellas dibujos. La pelvis, bebés torcidos,
asfixiados, con enormes cabezas... una manita que cuelga y en ella un lazo.
Hacía poco tiempo que había leído el libro. Además, lo había
subrayado, reflexionando atentamente sobre cada palabra, imaginándome la
correlación de las partes y todos los métodos. Al leerlo, me parecía que el
texto quedaría para siempre impreso en mi cerebro.
Pero ahora, de entre todo lo leído, solo surgía una frase:
"La posición transversal es una posición absolutamente
desfavorable."
Lo cierto, cierto. Absolutamente desfavorable tanto para la mujer que
va a parir como para el médico que ha terminado la universidad solo seis meses
atrás.
-Está bien... lo haremos -dije incorporándome.
El rostro de Ana Nikoláievna se animó.
-Demián Lukich -se dirigió al enfermero-, prepare el cloroformo.
¡Fue magnífico que lo dijera porque en ese momento yo no estaba seguro
de si la operación debía realizarse con anestesia o sin ella! Por supuesto que
con anestesia. ¡Acaso podía ser de otra manera!
Pero de cualquier forma tenía que consultar el Doderlein...
Me lavé las manos y dije:
-Bien... prepárenla para la anestesia, colóquenla en la mesa. Ahora vuelvo,
voy a casa a buscar mis cigarrillos.
-Está bien, doctor, está bien, hay tiempo -contestó Ana Nikoláievna.
Me sequé las manos, la enfermera me echó el abrigo sobre los hombros
y, sin meter los brazos en las mangas, corrí a casa.
Una vez en mi gabinete encendí la lámpara y, olvidando quitarme el
gorro, me lancé hacia la estantería.
Allí estaba: Doderlein. Operaciones en obstetricia. Comencé a pasar
rápidamente las lustrosas páginas.
"...el viraje representa siempre una operación peligrosa para la
madre..."
Un escalofrío recorrió mi espalda a todo lo largo de la columna
vertebral.
"...el peligro principal radica en la posibilidad de un
desgarramiento espontáneo del útero..."
Es-pon-tá-ne-o.
"...si el partero al introducir la mano en el útero, como
consecuencia de la falta de espacio o por la influencia de la reducción de las
paredes del útero, encuentra dificultades para llegar hasta la pierna, debe
renunciar a intentos posteriores de realizar el viraje..."
Bien. Si por algún milagro llegara a ser capaz de determinar esas
"dificultades" y de renunciar a "intentos posteriores",
¿qué haría con esa mujer anestesiada de la aldea de Dúltsevo?
Más adelante:
"...se prohíbe terminantemente tratar de llegar hasta las piernas
a lo largo de la espalda del feto..."
Lo tomaremos en cuenta.
"...sujetar la pierna que está arriba se considera un error, ya
que al hacerlo el feto puede girar sobre su propio eje, lo que puede originar
un grave encajamiento del feto y puede conducir a las más tristes
consecuencias..."
"Tristes consecuencias." Algo indefinidas, ¡pero qué
palabras tan impresionantes! ¿Y si el marido de la mujer de Dúltsevo se queda
viudo? Me sequé el sudor de la frente, reuní fuerzas y, saltándome aquellos
terribles pasajes, traté de recordar solo lo esencial: qué es lo que debía
hacer y por dónde introducir la mano. Pero mientras recorría rápidamente los
negros párrafos, una y otra vez me topaba con nuevas cosas terribles. Me
saltaban a la vista:
"...debido al enorme peligro de desgarramiento... los virajes
interno y combinado son de las operaciones obstétricas más peligrosas para la
madre..."
Y como acorde final:
"...con cada hora de retraso, crece el peligro..."
¡Basta! La lectura trajo sus frutos: todo se confundió definitivamente
en mi cabeza y en un instante me convencí de que no entendía nada, y sobre
todo, de que no sabía qué tipo de viraje iba a realizar: ¡combinado, no
combinado, directo, indirecto...!
Abandoné el Doderlein y me dejé caer en el sillón, forzándome a poner
en orden mis fugitivos pensamientos... Luego miré el reloj. ¡Diablos! ¡Llevaba
veinte minutos en casa! En el hospital me esperaban.
"...con cada hora de retraso..."
Las horas se componen de minutos y los minutos, en estos casos, vuelan
a una velocidad increíble. Arrojé el Doderlein y corrí de regreso al hospital.
Todo estaba listo. El enfermero estaba de pie junto a la mesita y en
ella preparaba la mascarilla y el frasco con cloroformo. La parturienta ya
estaba acostada en la mesa de operaciones. Un gemido ininterrumpido se extendía
por toda la clínica.
-Aguanta, aguanta -balbuceaba tiernamente Pelagueia Ivánovna,
inclinándose hacia la mujer-, el doctor te ayudará ahora mismo.
-No tengo fuerzas... no... ¡Ya no tengo fuerzas!... ¡No lo soportaré!
-No temas, no temas... -balbuceaba la comadrona-. ¡Lo soportarás!
Ahora te daremos a oler algo... No sentirás nada.
El agua salía ruidosamente de los grifos; Ana Nikoláievna y yo
comenzamos a limpiarnos y a lavarnos las manos y los brazos desnudos hasta el
codo. Ana Nikoláievna, con un fondo de gemidos y lamentos, me contaba cómo mi
antecesor -un experto cirujano- hacía los virajes. Yo la escuchaba
ansiosamente, procurando no perderme una sola palabra. Y esos diez minutos me
dieron más que todo lo que había leído sobre obstetricia cuando me preparaba
para el examen estatal, en el que -justamente en obstetricia- había obtenido
una nota "sobresaliente". Por palabras aisladas, frases inconclusas,
insinuaciones hechas de paso, me enteré de lo más necesario, de aquello que no
se encuentra nunca en ningún libro. Cuando comencé a secarme las manos
-idealmente blancas y limpias- con gasa esterilizada, la decisión ya se había
adueñado de mí y tenía en la cabeza un plan firme y determinado. En aquel
momento ya no tenía para qué pensar si el viraje iba a ser combinado o no
combinado.
Todos aquellos términos científicos ahora no venían al caso. Lo
importante era una cosa: debía introducir una mano, con la otra ayudarme desde
fuera para ejecutar el viraje y, confiando ya no en los libros sino en el
sentido de la medida sin el cual el médico no sirve para nada, debía cuidadosa
pero insistentemente hacer bajar una piernecita y, tirando de ella, extraer el
bebé.
Debía estar tranquilo y ser cuidadoso pero al mismo tiempo
ilimitadamente decidido y audaz.
-Comencemos -le ordené al enfermero, y empecé a untarme los dedos con
yodo.
Pelagueia Ivánovna inmediatamente cruzó los brazos de la parturienta y
el enfermero cubrió con la mascarilla el rostro extenuado. Del frasco amarillo
oscuro comenzó a gotear el cloroformo. Un olor dulce y nauseabundo inundó la
habitación. Los rostros del enfermero y de las comadronas se volvieron severos,
como si estuvieran inspirados.
-¡Ah! ¡¡Ah!! -gritó de pronto la mujer. Durante unos segundos se
agitó, intentando quitarse la máscara.
-¡Sujétenla!
Pelagueia Ivánovna la sujetó por los brazos, los dobló y los apretó
contra el pecho. La mujer gritó unas cuantas veces más alejando el rostro de la
máscara. Pero cada vez se movía menos... cada vez menos... Luego balbuceó
sordamente:
-¡Ah!... ¡Suéltame!... ¡Ah!
Balbuceaba cada vez más débilmente. La blanca habitación quedó en
silencio. Las gotas transparentes seguían cayendo sobre la gasa blanca.
-Pelagueia Ivánovna, ¿el pulso?
-Es bueno.
Pelagueia Ivánovna levantó el brazo de la mujer y lo dejó caer; este,
inanimado como una rama, se precipitó sobre la sábana. El enfermero retiró la
mascarilla y miró las pupilas.
-Duerme.
* * *
Un charco de sangre. Mis brazos están ensangrentados hasta el codo. En
las sábanas hay manchas sanguinolentas. Coágulos rojos y bolas de gasa. Y
Pelagueia Ivánovna sacude al recién nacido y le da golpecitos. Axinia hace
ruido con los baldes al verter el agua en las palanganas. Sumergen al niño
alternativamente en agua fría y caliente. El bebé calla y su cabeza parece
sujeta por un hilo, cuelga sin vida y se balancea de un lado a otro. Pero de
pronto: se escucha algo como un chirrido, o un gemido, y después se oye el
primer grito, ronco y débil.
-Está vivo... está vivo... -murmura Pelagueia Ivánovna, y coloca al
bebé sobre una almohada.
Y la madre también está viva. Por suerte no ha ocurrido nada terrible.
Yo mismo le tomo el pulso. Sí, es regular y claro; el enfermero sacude
ligeramente a la mujer por el hombro y dice:
-Bueno, mujer, mujer, despierta.
Arrojan a un lado las sábanas ensangrentadas y apresuradamente cubren
a la madre con una sábana limpia; el enfermero y Axinia se la llevan a la sala.
El bebé, ya envuelto en sus pañales, se marcha sobre la almohada. Una pequeña
carita marrón y arrugada mira desde el borde blanco sin dejar de emitir un
agudo llanto.
El agua corre por los grifos de los lavabos. Ana Nikoláievna fuma
ansiosamente un cigarrillo, arruga la cara a causa del humo y tose.
-Doctor, ha hecho usted muy bien el viraje, con mucha seguridad.
Me froto afanosamente las manos con un cepillo y la miro de reojo:
¿estará burlándose? Pero en su rostro hay una sincera expresión de orgullosa
satisfacción. Mi corazón rebosa alegría. Miro el blanco y sangriento desorden
que hay a mi alrededor, el agua roja de la palangana y me siento vencedor. Pero
en algún recóndito lugar de mi ser se agita el gusano de la duda.
-Todavía debemos esperar a ver qué ocurre después -digo.
Ana Nikoláievna levanta asombrada la vista hacia mí.
-¿Qué puede ocurrir? Todo ha salido bien.
Murmuro cualquier cosa como respuesta. En realidad, lo que quisiera
decir es lo siguiente: ¿estará todo intacto en el interior de la madre?, ¿no la
habré lastimado durante la operación...? Esto atormenta confusamente mi
corazón. ¡Pero mis conocimientos de obstetricia son tan poco claros, tan
librescamente fragmentarios! ¿Un desgarramiento? ¿Cómo debe manifestarse?
¿Cuándo se presentarán los primeros síntomas, ahora o más tarde...? No, mejor
no hablar sobre este tema.
-Cualquier cosa puede ocurrir -digo yo-, no está excluida la
posibilidad de una infección -repito la primera frase que se me ocurre de algún
manual.
-¡Ah, eso! -alarga tranquilamente las palabras Ana Nikoláievna-. Si
Dios quiere nada ocurrirá. ¿Una infección? Todo está limpio y esterilizado.
* * *
Era más de la una cuando regresé a mi apartamento. Sobre el escritorio
del gabinete, bajo la mancha de luz de la lámpara, yacía pacíficamente el
Doderlein, abierto en la página "Peligros del viraje". Durante casi
una hora, estuve bebiendo el té ya frío y hojeando el libro. Entonces ocurrió
algo interesante: todos los pasajes que hasta ese momento me habían resultado
oscuros se volvieron completamente claros, como si se hubieran llenado de luz,
y allí, bajo la luz de la lámpara, por la noche, en aquel lugar apartado,
comprendí lo que significa el verdadero conocimiento.
"Se puede adquirir una gran experiencia en la aldea -pensé
mientras me quedaba dormido-, pero hay que leer, leer todo lo posible...
leer..."
FIN
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