martes, 1 de septiembre de 2015

La Bitácora del Puerto nº 30

                La bitácora del Puerto              
Un servicio digital de la Editorial Puerto Libro  editorialpuertolibro@gmail.com  AÑO IV – Nº 30 - AGOSTO de 2015
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan Foutel  - Blog:   foutelej.blogspot.com

Los capitanes en su cuaderno de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta Carpeta de Bitácora –desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores de ser destacados.

Hoy a este Puerto  han llegado noticias de que hace 60 años “Paco” Porrúa funda “Minotauro”, una editorial nacida para la promoción de autores de gran calidad pero aún poco conocidos. Se especializó en ciencia ficción y literatura fantástica.
Después de haber creado la editorial en Buenos Aires y editar diversos autores, en 1975 Porrúa se instaló en Barcelona (España), con el consiguiente traslado de su compañía. En 2001, vendió Ediciones Minotauro al Grupo Planeta. En la actualidad está dirigida por Laura Falcó Lara.
Relevancia en el ámbito hispano-hablante
Minotauro desempeñó un papel importante entre las editoriales en español dedicadas a la ficción especulativa del siglo XX, puesto que dio a conocer en su idioma a autores como Brian W. Aldiss, J. G. Ballard, Alfred Bester, Ray Bradbury, Ursula K. Le Guin, Cordwainer Smith, Olaf Stapledon, Theodore Sturgeon y J. R. R. Tolkien, entre otros. También publicó autores de habla hispana como Angélica Gorodischer, Carlos Gardini, Mario Levrero, Alberto Vanasco, Eduardo Goligorsky y Ana María Shua.
La editorial supo destacarse además por una cuidada edición, con una estética sobria y original que se alejaba de las portadas pulp y que se renovó cada década. Los autores elegidos también se diferenciaban de los clásicos pulps y los escritores de «ciencia ficción dura» que publicó John W. Campbell, y se orientaban a una ciencia ficción menos técnica, con varios autores de la «Nueva ola» inglesa y los escritores norteamericanos que esta influenció.
Historia
Minotauro se encuentra íntimamente ligada a dos autores en lengua inglesa cuyas traducciones publicó en español: Ray Bradbury y J. R. R. Tolkien.
La fantasía futurista de Crónicas marcianas fue el primer libro publicado por Minotauro en 1955, traducido bajo seudónimo («Francisco Abelenda») por el propio Porrúa y con prólogo del entonces conocido pero no laureado Jorge Luis Borges. Otras obras emblemáticas de Bradbury, como Fahrenheit 451 y El hombre ilustrado también están en el catálogo de Minotauro. En lo que respecta a Tolkien, es la única editorial de lengua no inglesa que dispone en su catálogo de toda su narrativa. Fue en 1977 cuando Minotauro publicó en español el primer tomo de El Señor de los Anillos (Porrúa se hizo con los derechos casualmente, al encontrar la obra entre los libros de desecho que tenía un agente en Buenos Aires). En 2005 se publicó el último texto inédito en castellano de Tolkien, Las aventuras de Tom Bombadil y otros poemas de El Libro Rojo. Ese mismo año se calculaba que Minotauro había vendido desde 1977 cerca de ocho millones de libros de las obras de Tolkien en castellano.
En 2001 Porrúa vendió la editorial al Grupo Planeta. Si bien este cambio trajo algunas innovaciones, como la publicación autores españoles y la creación en 2004 del Premio Minotauro de literatura fantástica, también significó una modificación del criterio editorial, que ya no queda en manos de Porrúa.
Revistas
Entre septiembre de 1964 y junio de 1968 se editó una revista con el mismo nombre de la editorial de ciencia ficción, que publicó diez números en total, con cuentos seleccionados de la revista norteamericana The Magazine of Fantasy and Science Fiction. El director era Ricardo Gosseyn, otro de los seudónimos de Porrúa, tomado del personaje de varias novelas de A. E. van Vogt.
De 1983 a 1986 Marcial Souto dirigió una nueva versión de la revista, diferente a la de Porrúa en muchos aspectos, compartiendo solo la publicación de algunos autores y un espíritu de renovación en cuanto a contenidos y presentación, que definió a ambas.
Colecciones
Minotauro tiene siete colecciones diferentes:
·         Bibliotecas de autor: Autores que constituyen la base del catálogo de Minotauro:
·         Biblioteca Brian W. Aldiss,
·         Biblioteca Christopher Priest,
·         Biblioteca Gene Wolfe,
·         Biblioteca J. G. Ballard,
·         Biblioteca John Crowley,
·         Biblioteca Kim Stanley Robinson,
·         Biblioteca Philip K. Dick,
·         Biblioteca Ray Bradbury,
·         Biblioteca Ursula K. Le Guin,
·         Biblioteca William Gibson;
·         Kronos: Recoge las obras más significativas de la ciencia ficción contemporánea;
·         Pegasus: literatura fantástica;
·         Utopías: títulos de un género lindante con la ciencia ficción, la fantasía, la sociología y la política;
·         Tolkien: toda la obra del escritor británico de fantasía heroica J. R. R. Tolkien;
·         Hades: dedicada a la narrativa de terror;
·         Ucronía: Recoge obras que exploran cómo se hubiera desarrollado la historia de la humanidad si en algún momento los acontecimientos hubieran sido distintos.

Francisco Porrúa (Corcubión, La Coruña, 1922 - Barcelona, 18 de diciembre  de 2014), conocido también como Paco Porrúa, fue un editor y traductor literario español con nacionalidad argentina. Para sus traducciones empleó varios seudónimos, como Luis Domènech, Ricardo Gosseyn, Francisco Abelenda o simplemente F. A. Publicó Rayuela, deJulio Cortázar y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. FundóEdiciones Minotauro, una de las principales editoriales de ciencia ficción de habla hispana, donde editó por primera vez en este idioma libros deBradbury, Tolkien y Ballard, entre otros.
Biografía
Primeros años
Su padre fue marino mercante y posteriormente agente marítimo. Tras la boda de sus padres en España, y aproximadamente un año y medio después del nacimiento de Francisco, la familia se trasladó a Comodoro Rivadavia, en la Patagonia Argentina, donde nacieron sus tres hermanos. En aquel sitio, según sus propias palabras, la presencia del mar y el desierto le provocaron «una libertad casi total para un niño de los 2 hasta los 6 años». En su infancia leyó a autores como Julio Verne y a H. G. Wells. A los 18 años se mudó a Buenos Aires, para estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras.

1955 - 1977
En Ediciones Minotauro
Después de trabajar como editor en una enciclopedia y de llevar a cabo algunas traducciones del inglés y francés, en 1955 leyó en una revista de Jean Paul Sartre titulada Les Temps Modernes, sobre un escritor al que describían como «el poeta de la ciencia ficción»; Ray Bradbury. Esto lo motivó a comprar su libro El hombre ilustrado. Ese mismo año consiguió los derechos de dos de sus obras, más una de Theodore Sturgeon y Clifford D. Simak y fundó Ediciones Minotauro, editorial a la que luego se asoció Antonio López Llausás, gerente de la Editorial Sudamericana, con el fin de incrementar las publicaciones de literatura de ciencia ficción.
Porrúa se encargó de todas las traducciones, pero bajo varios seudónimos. Como la editorial era un emprendimiento casi independiente, él mismo era editor, encargado de los tratos comerciales e incluso colaboraba en la parte gráfica, por eso, que la persona a cargo de todo estos aspectos fuese además el traductor resultaba algo excesivo. Firmando como Francisco Abelenda (su apellido materno, que empleaba como seudónimo en sus traducciones mejor logradas) tradujo el primer libro que editó, Crónicas marcianas, de Bradbury, que fue prologado por Jorge Luis Borges.
 Entre septiembre de 1964 y junio de 1968 editó una revista con el mismo nombre de su editorial de ciencia ficción, cuyos cuentos eran una selección de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction.
Con Minotauro, Porrúa produjo una nueva forma de editar literatura de ciencia ficción, además de ampliar el número de escritores que el público conocía. Estos dos aspectos se resumen en su forma de editar libros, cuyas tapas mostraban diseños sofisticados en vez de las características ilustraciones de los pulps norteamericanos, sumado al cuidado que entregaba a las traducciones. Para ampliar la frontera de autores que se editaban en el país, seleccionó escritores que por aquellos años renovaron el género al alejarse de la «ciencia ficción dura». Algunos de lo autores publicados con el transcurso de los años fueron; Brian W. Aldiss, J. G. Ballard, Alfred Bester, Ray Bradbury, Angela Carter, Philip K. Dick,Ursula K. Le Guin, Cordwainer Smith, Olaf Stapledon, Theodore Sturgeon, J. R. R. Tolkien y Roger Zelazny, entre otros.5También se editaron algunos libros de autores de habla hispana como Carlos Gardini, Eduardo Goligorsky, Angélica Gorodischer, Mario Levrero, Ana María Shua y Alberto Vanasco.
Su trabajo en Sudamericana
En 1958, movido por el criterio con que Porrúa manejaba su propia editorial, Jorge López Llovet, hijo de Antonio, lo contrató como asesor de Sudamericana. Tras entrar en esta editorial recibió un manuscrito de Las armas secretas, de Julio Cortázar. Como Sudamericana ya había editado un libro de cuentos del mismo autor llamado Bestiario, cuyas ventas habían resultado muy escasas, Porrúa tuvo que insistir para su publicación. El libro fue un éxito y dio impulso a la carrera de Cortázar, que publicó por la misma editorial Rayuela, una de sus mejores obras.
Antonio López Llausás lo nombró director literario en 1962. Más adelante, Carlos Fuentes habló con Luis Harss para que éste recomendara a Porrúa un escritor llamado Gabriel García Márquez. Tras leer varios de sus libros, se interesó por el autor y se puso en contacto con él, por lo que García Márquez le envió un nuevo libro que estaba terminando. Aquella publicación estaba destinada a quedar en la historia, porque se trataba de Cien años de soledad, una de las obras más reconocidas del escritor y de la literatura de habla hispana en general, también traducida posteriormente a más de treinta y cinco idiomas.
Junto a Sudamericana publicó, además de a Cortázar y García Márquez, a autores como Manuel Puig, Juan José Saer,Lawrence Durrell, Alejandra Pizarnik, Alberto Girri, Arturo Carrera y Leopoldo Marechal.

1977 - 2014
En 1977 se trasladó a Barcelona, sin renunciar a su editorial, con la que siguió editando desde España, aunque produciendo, en simultáneo, una edición argentina. A finales de ese año consiguió, casi por casualidad, los derechos para publicar El Señor de los Anillos. Aunque no tenía un interés especial en editar el libro y lo hizo preferentemente porque es una obra importante de la literatura fantástica, se vendieron cuarenta mil ejemplares en quince días y cerca de ocho millones desde su publicación. Porrúa tradujo en solitario el primer tomo de la novela bajo el seudónimo de Luis Domènech, y los dos siguientes junto a Matilde Zagalsky, que firmó como Matilde Horne.
En Europa trabajó también para la editorial Edhasa hasta 1992. Como ésta se encontraba editando la segunda época de la Colección Nebulae, dedicada a la ciencia ficción, hubo cierta relación con Minotauro con títulos que, cuando no eran publicados directamente por la editorial de Porrúa, pasaban a la colección de Edhasa.8
En 2001 vendió Ediciones Minotauro a Editorial Planeta, cambio que trajo algunas novedades como el premio a la mejor novela que otorga todos los años, pero que ha modificado el criterio editorial, ya que este dejó de tener el sello personal de Francisco Porrúa en cuanto a la selección de los títulos.
Falleció en Barcelona el 18 de diciembre de 2014 de neumonía.
Premios
·         Premio Gabriel a la labor de una vida otorgado en 1999 por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror.
·         Por treinta años de dedicación al género, de Editorial Gigamesh.




Remedio para melancólicos
[Cuento. Texto completo.]

Ray Bradbury
-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -dijo el doctor Gimp.
-Si ya no le queda sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a nuestra Camila?
-Camila no se siente bien.
-¿Sí, sí?
El buen doctor funció el ceño.
-Camila está decaída.
-¿Qué más, qué más?
-Camila es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.
-Ah, doctor Gimp -protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando usted llegó.
-¡No, más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!
-Condenación. Camila está harta de remedios soberanos.
-Vamos, vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje pues, y haga subir al demonio!
El señor Wilkes puso una moneda en la mano del buen doctor.
El médico, jadeando, aspirando rapé, estornudando, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en una húmeda mañana de la primavera de 1762.
El señor y la señora Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camila, pálida, delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas, la cabellera un río de oro sobre la almohada.
-Oh -Camila sollozaba casi-. ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber cumplido veinte años.
-Niña -dijo la madre-, ¿qué te duele?
-Los brazos, las piernas, el pecho, la cabeza. Cuántos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.
-Qué mal terrible, qué mal misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.
-¿Qué? -preguntó el señor Wilkes, enojado-. ¿Olvídate del médico, el boticario, el cura, ¡y amén! Me han vaciado el bosillo. Qué quieres, ¿qué corra a la calle y traiga al barrendero?
-Sí -dijo una voz.
Los tres se volvieron, asombrados.
-¡Cómo!
Se habían olvidado totalmente de Jaime, el hermano menor de Camila. Asomado a una ventana distante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llovizna y el bullicio de la ciudad.
-Hace cuatrocientos años -dijo Jaime con calma- se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero, no, no. Alcen a Camila, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle, junto a la puerta.
-¿Por qué? ¿Para qué?
-En una hora desfilan mil personas por la puerta -los ojos le brincaban a Jaime mientras contaba-. En un día, pasan veinte mil personas a la carrera, cojeando o cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno de esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah -dijo el señor Wilkes, perplejo.
-Padre -dijo Jaime sin aliento-. ¿Conociste alguna vez a una hombre que no creyera ser el autor de la Materia Médica? Este ungüento verde para el ardor de garganta, aquella cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien, ¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sabiduría que se nos pierde!
-Jaime, hijo, eres increíble.
-¡Cállate! -dijo la señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en ninguna calle...
-¡Vamos, mujer! -dijo el señor Wilkes-. Camila se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de este cuarto caldeado. Jaime, ¡levanta la cama!
La señora Wilkes se volvió hacia su hija.
-¿Camila?
-Me da lo mismo morir en la intemperie -dijo Camila- donde la brisa fresca me acariciará los bucles cuando yo...
-¡Tonterías! -dijo el padre-. No te morirás. Jaime, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso, mujer! Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh -exclamó débilmente Camila-. Estoy volando, volando...
De pronto, un cielo azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la calle, deseosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los perros bailoteaban, los payasos cabriolaban, los niños dibujaban rayuelas y se arrojaban pelotas como si fuera un tiempo de carnaval.
En medio de todo este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jaime y el señor Wilkes transportaban a Camila, que navegaba como una papisa allá arriba, en la cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado! -gritó la señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente...
Por fin la cama quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que pasaba por allí pudiese ver a Camila, una muñeca Bartolemy grande y pálida, puesta al sol como un trofeo.
-Trae pluma, tinta y papel, muchacho -dijo el padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los remedios. Los estudiaremos a la noche. Ahora...
Pero ya un hombre entre la multitud contemplaba a Camila con mirada penetrante.
-¡Está enferma! -dijo.
-Ah -dijo el señor Wilkes, alegremente-. Ya empieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!
-No se siente bien -el hombre frunció el ceño-. Está decaída...
-No se siente bien... Está decaída... -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí, señor.
-¡Me pareció haber oído esas palabras! Jaime, toma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor, fuera!
Ya el hombre se alejaba blasfemando, terriblemente exasperado.
-No se siente bien, y está decaída... ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un dedo a Camila Wilkes.
-Vapores -entonó.
-Vapores -escribió el señor Wilkes, satisfecho.
-Fluido pulmonar -canturreó la mujer.
-¡Fluido pulmonar! -escribió el señor Wilkes, radiante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita un remedio para la melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¡Hay en esta casa tierra de momias para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes, hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos. Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perejil, incienso macho...
-Flodden Road, piedra perejil... ¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo, valeriana póntica...
-¡Aguarda, mujer! ¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se vaya, Jaime!
Pero la mujer se escabulló, nombrando medicamentos.
Un muchacha de no más de diecisiete años, se acercó y observó a Camila Wilkes.
-Está...
-¡Un momento! -el señor Wilkes escribía febrilmente-. Trastornos magnéticos, valeriana póntica.
-¡Diantre! Bueno, niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras apenas. ¿Bueno?
-Está... -la extraña joven escudriñó profundamente los ojos de Camila y balbuceó-. Sufre de... de...
-¡Dilo de una vez!
-Sufre de... de... ¡oh!
Y la joven, con una última mirada de honda simpatía, se perdió en la multitud.
-¡Niña tonta!
-No, papá -murmuró Camila, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jaime, corre a buscarla, ¡dile que te explique!
-¡No, no ofreció nada! En cambio la gitana, ¡mira su lita!
-Ya sé, papá.
Camila, más pálida que nunca, cerró los ojos.
Alguien carraspeó.
Un carnicero, de delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.
-He visto vacas con esa mirada -dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno yo mismo me curo con este elixir...
-¡Mi hija no es una vaca, señor! -el señor Wilkes dejó caer la pluma-. ¡Tampoco es carnicero, y estamos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y en verdad, ahora una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una pócima favorita, o recomendar un sitio campestre donde llovía menos y había más sol que en toda Inglaterra o en el Sur de Francia. Ancianos y ancianas, doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión de bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás! ¡Atrás! -gritó, alarmada, la señora Wilkes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza tierna!
-¡Fuera de aquí!
Jaime tomó los báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca de los miembros perdidos.
-Padre, me desmayo, me desmayo -musitó Camila.
-¡Padre! -exclamó Jaime-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por opinar sobre esta dolencia!
-Jaime, ¡tú sí que eres mi hijo! Pronto, muchacho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y usted, señor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El gentío bullía como un mar encrespado.
Camila abrió un ojo y volvió a desmayarse.
Crepúsculo, las calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y los párpados de Camila temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos noventa y nueve, cuatrocientos peniques!
El señor Wilkes echó en la alforja la última moneda de plata.
-¡Listo!
-Tendré un coche fúnebre hermoso y negro -dijo la joven pálida.
-¡Cállate! ¿Quién pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos su opinión?
-Sí -dijo la señora Wilkes-. Esposas, maridos, hijos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocía la angina, la hidropesía, el muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos, costó trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee la lista, padre -dijo Jaime-. De las doscientas medicinas, ¿cuál será la verdadera?
-No importa -murmuró Camila, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estómago. Quisiera ir arriba.
-Sí, querida. ¡Jaime, ayúdame!
-Por favor -dijo una voz.
Los hombres que ya se encorvaban, se irguieron para mirar.
El que había hablado era un barrendero de apariencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendidura blanca de una sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía, o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.
-No pude llegar antes a causa del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra sucia-. Iba ya para casa y decidí venir. ¿He de pagar?
-No, barrendero, no es necesario -dijo Camila.
-Espera... -protestó el señor Wilkes.
Pero Camila lo miró dulcemente y el señor Wilkes calló.
-Gracias, señora. -La sonrisa del barrendero resplandeció como un rayo de sol en el crepúsculo-. Tengo un solo consejo.
Miraba a Camila. Camila lo miraba.
-¿No es hoy la noche de san Bosco, señor, señora?
-¿Quién lo sabe? ¡Yo no, señor! -dijo el señor Wilkes.
-Yo creo que es la noche de san Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien -prosiguió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta luna creciente.
-¡A la intemperie y a la luz de la luna! -exclamó la señora Wilkes.
-¡No vuelve lunáticos a los hombres? -preguntó Jaime.
-Perdón, señor -el barrendero hizo una reverencia-. Pero la luna llena cura a todos los animales enfermos, ya sean humanos o simples bestias del campo. El plenilunio es un color sereno, una caricia reposada, y modela delicadamente el espíritu, y también el cuerpo.
-Pero, ¿y si llueve? -dijo la madre, inquieta.
-Lo juro -prosiguió rápidamente el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada palidez. Una noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de la salud recobrada.
-¡Salud recobrada! ¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos dieron hoy, madre, Jaime, Camila.
-¡No! -dijo la señora Wilkes-. No lo permitiré.
-Madre -dijo Camila, mirando ansiosamente al barrendero.
El barrendero de cara tiznada contemplaba a Camila, y su sonrisa era como una cimitarra en la oscuridad.
-Madre -dijo Camila-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La madre suspiró.
-Éste no es mi día, ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y la madre entró en la casa.
El barrendero se alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.
-Toda la noche, entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie las moleste hasta el alba. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mejor. Buenas noches.
El hollín se desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.
El señor Wilkes y Jaime besaron la frente de Camila.
-Padre, Jaime -dijo la joven-. No hay por qué preocuparse.
Camila quedó sola, mirando fijamente a lo lejos.
Allá, en la oscuridad, parecía que una sonrisa titilaba, se apagaba, y se encendía otra vez, y luego se perdía en una esquina.
Camila aguardó a que saliera la luna.
La noche en Londres, voces soñolientas en las tabernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos de relojes. Camila vio una gata que se deslizaba como una mujer envuelta en pieles; vio una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos, silenciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba desde la casa una voz:
-¿Estás bien, hija?
-Sí, padre.
-¿Camila?
-Madre, Jaime, estoy muy bien.
Y al fin:
-Buenas noches.
-Buenas noches.
Se apagaron las últimas luces. La ciudad dormía. La luna se asomó.
Y a medida que la luna subía, los ojos de Camila se agrandaba y miraban las alamedas, los patios, las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna iluminó a Camila, y la muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.
Un movimiento en la oscuridad.
Camila aguzó el oído.
Una suave melodía brotaba del aire.
Un hombre esperaba en la calle sombría.
Camila contuvo el aliento.
El hombre avanzó hacia la luz de la luna, tañendo suavemente un laúd. Era un hombre bien vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un trovador -dijo en voz alta Camila.
El hombre, con un dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al lecho.
-¿Qué hace aquí, señor, a estas horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía miedo.
-Un amigo me envió a ayudarte.
El hombre rozó las cuerdas del laúd, que canturrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuelto en aquella luz de plata.
-Eso no puede ser -dijo Camila-. Me dijeron que la luna me curaría.
-Y lo hará, doncella.
-¿Qué canciones canta usted?
-Canciones de noches de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal, doncella?
-Si lo sabe...
-Ante todo, los síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento, arranques de cólera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de beber agua de pozo, vértigos cuando te tocan así, nada más...
El hombre rozó la muñeca de Camila, que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones, arrebatos -prosiguió el hombre-. Sueños...
-¡Basta! -exclamó Camila, fascinada-. Me conoce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!
-Lo haré -el hombre apoyó los labios en la palma de la mano de Camila, y la joven se estremeció violentamente-. Tu mal se llama Camila Wilkes.
-Qué extraño -Camila tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas-. ¿De modo que soy mi propia dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo siento, sí.
-Los brazos, las piernas, arden con el calor del verano.
-Sí. Me queman los dedos.
-Y ahora, el viento nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!
-No dejaré que te mueras -dijo el hombre en voz baja.
-¿Es usted doctor, entonces?
-No, soy sólo tu médico, tu médico vulgar y común, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal.
La muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.
-Sí. Vi en sus ojos que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con qué cubrirme.
-Déjame sitio, por favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo aquí!
-Pero, señor...
-Para sacarte el frío de la noche, claro está.
-Oh, ¡si es como un hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La cabeza del hombre se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro del hombre resplandecían los ojos azules y cristalinos y la hendidura de marfil de la sonrisa.
-Bueno, Bosco, por supuesto -dijo.
-¡No es ése el nombre de un santo?
-Dentro de una hora me llamarás así, sin duda -acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la sombra, Camila, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh, ¡el mundo da vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!
-El remedio -dijo el hombre-. Y el remedio es este...
En alguna parte, los gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna...
-Chist...
El alba. El señor y la señora Wilkes bajaron en puntillas las escalera y espiaron la calle.
-Muerta de frío, después de una noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No, mujer, mira! ¡Vive! Tiene rosas en las mejillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas! Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camila, viva y hermosa, sana una vez más.
Padre y madre se inclinaron junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe, está soñando. ¿Qué dice?
-El remedio -suspiró la joven-, el remedio soberano.
-¿Cómo, cómo?
La joven volvió a sonreír, en sueños, con una blanca sonrisa.
-Un remedio -murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!
Camila abrió los ojos.
-Oh, ¡madre! ¡Padre!
-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven arriba!
-No -Camila les tomó las manos, tiernamente-. ¿Madre? ¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie nos verá. El sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose, celebrando no sabían qué, los padres bailaron.
FIN

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