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de la Editorial Puerto Libro editorialpuertolibro@gmail.com AÑO 1 – Nº 13
- septiembre de 2012
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo
Juan Foutel
Los capitanes en
su cuaderno de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos
aquellos acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria.
En esta Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados.
Hoy a este
Puerto han llegado noticias de…
|
El gran cuentista Abelardo Castillo.
El 27 de marzo de
1935 nació en Buenos Aires el escritor argentino que vivió en la ciudad
costera bonaerense de San Pedro hasta los
diecisiete años. En 1959, el mismo año en que gana el concurso de la revista “Vea y Lea” con su cuento “Volvedor”,
el autor funda la revista literaria “El Grillo de Papel”, una
publicación que sería prohibida en 1960 por el gobierno Frondizi.
Luego funda El Escarbajo de Oro”. Recibe muchisimos premios por sus escritos.
En relación a sus trabajos
literarios, cabe destacar que el escritor argentino, además de los títulos ya
mencionados, es autor de obras como “El otro Judas”, “Cuentos
crueles”, “Casa de ceniza”, “Los mundos
reales”, “Las panteras y el templo”, “El cruce del
Aqueronte”, “El que tiene sed”, “Las palabras y
los días”, “Crónica de un iniciado”, “Las
maquinarias de la noche” y “El Evangelio
según Van Hutten”, entre otras. Para buscar en google y leer: La
madre de Ernesto, bellísimo cuento del pasaje de la niñez a la adolescencia,
con todo su horror.
En síntesis:
Galardones
Abelardo Castillo.
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[editar] Ensayos
"Patrón”
(Cuento completo)
I
La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y
ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como un
bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos
duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero
no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a
salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más
partos que potros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno,
agregó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía
cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor
Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.
–Mire que no es
obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí,
que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con
una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su
voluntad
Sin querer, las
palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su
voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la
hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los
corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser
la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había
entrado al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de
comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por
tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por encima
de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en
las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el
gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis
–la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para
disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta.
Se secó las manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece
chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es
chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Anteno.
Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le
salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él
salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablarla”.
Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el
cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia
vieja. Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras que
anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el
viejo.
Duro, retorcido como un
alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad,
zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió,
sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la
llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus
estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se
les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el
último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando
llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros
que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor
los enmudeció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más,
vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien
cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los
perros.
Ahora, desde la ventana
alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos,
lejos.
–Todo lo que quiero es
mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a
lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un
relincho–. Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él,
entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo
digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo,
afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos,
hasta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la
cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía
cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace
arriba de treinta.
Paula aguantó la mirada.
Lejos, volvió a escucharse el relincho. El dijo:
–Vení a la cama.
II
No la consultó. La tomó,
del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba
ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el
alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez
subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato
era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles,
arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera
con eso.
–De acá hasta donde
llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que
era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas
la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué
clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos,
los más suspicaces, aseguraban que el hombre caído junto al mostrador del
Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una
noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para reventar
el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don
Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadraba, regalarle a un
hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca
lo hizo. Y ahora habían pasado treinta años y estaba acostumbrado a entender
suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la
consultó. La cortó.
Ella lo estaba mirando.
Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera
comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y
poderosa como un animal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba
la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una
rama.
–Contesta, che. ¡Contesta,
te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su
olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.
–¿Y entonces? ¿Me querés
decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un
hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del
hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por
más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho
de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el
cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza
despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella
cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula
había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la espalda, como
en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio
vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca
como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se
sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo
te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscas. Ya te
dije dónde quiero que estés.
En la casa, claro. Y lo
decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en
silencio, mientras otros hombres empezaron a rodear al viejo ambiguamente,
lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la
amenaza. El viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela –dijo ella–. Me
avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida
por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos,
que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella comprendió
que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz
de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una
estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de
las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón
que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en
cuanto me dé un hijo te la regalo.
III
A los dos años empezó a
mirarla con rencor. Mirada de estafado, eso era. Antes había sido
impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los
ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de
vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba
de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista
fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insulto en
los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y
ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre
supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió
la abuela.
–O cuarenta y tantos, es
lo mismo.
Alguien lo había dicho en
el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula
miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la
mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y
quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo
de golpe.
Ésa fue la primera noche
que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un
toro se vino resoplando por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire
y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siempre
olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de
Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta.
Debió de haber sido durante una de esas noches furibundas en que el viejo,
brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola
con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De
pronto sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había
salido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha
mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta! Contéstame,
yegua.
El bofetón la sentó en la
cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy
abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha
de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso
–Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana
mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy
a dar retraso.
La había espiado
seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche,
mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantas cuando
aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba,
al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba
hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”,
incandescente, chamuscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la
ternera.
Al volver del pueblo,
Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los
pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o
caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la
llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo
la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una
tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos
del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y
del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la
jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada,
había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el
mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez,
mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de
la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que
bufaba y hacía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos
desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba temiendo. La
hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina?
–preguntó.
Y todos, repentinamente,
gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de
inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo
del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo
un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la
tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano,
mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre
el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que,
por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor
Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella
pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de
espaldas sobre la cama, sudando, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar
palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la
columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el médico
aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a
moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de
comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le
anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo
alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber
podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un
tiempo después garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa
misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El
médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas
personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina
–pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más
andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se quedaba
quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en
silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella,
Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al
cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido
transformando. Hablaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo
cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han
propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció ahogarse; Paula
sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo,
ahí, entre las sábanas y a la luz de la lámpara, el rostro de Antenor
Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta
que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de
remedio en los labios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los
ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un
grito:
–¡Va a tener el chico, me
oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde
las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó
todo. Entre ella y Fabio lo subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor
Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el
doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar
el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras
torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un
boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El
viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo,
en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera
empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de
Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro
Negro. Contra el cielo.
Una noche volvió a
sacudirse en un ahogo. Paula dijo:
–Va a tener el chico. El
asintió otra vez con la cabeza.
Con el tiempo, este
diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre hinchado
de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo
visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar,
y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al
pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto
al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula
era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la
cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a
Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró
la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo,
colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El
sonido de la llave girando en la antigua cerradura anunciaba la entrada de
Paula –sus pasos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha
del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que
Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió.
Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez,
simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una
presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura,
sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su
cara: eso como un gesto estático, interminable, que parecía haberse ido
fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar
callada, apretando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en puntadas
desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla.
Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el
piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo
tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De
pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo
solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de
ella, pero adivinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los
dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara
hacia la pared. Después, cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era
varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día
anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo
del pueblo.
–Ni hace falta que venga
en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo:
–Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció
reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la
mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo
–dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás,
mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte nomás a ver tu
chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba,
Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se
metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando
le trajo el chico.
Antes, de cara contra la
pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un
grito largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto
triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco.
De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado,
riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el
cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo
traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó.
Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás,
apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo,
que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontraron
luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos
imperativos de Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el viejo
soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se
apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la
pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el
ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada
en un ángulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor
había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico
estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo
abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se
quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie
de estertor mudo e impotente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido
gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del
cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una
mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de
ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al
salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la
tiró al aljibe.
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