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AÑO VIII
– Nº 65, febrero de 2019
Capitán a cargo de
la bitácora: Eduardo Juan Foutel - Blog: foutelej.blogspot.com
Los capitanes, en su cuaderno de bitácora,
permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos acontecimientos que,
de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta Carpeta de Bitácora
–desde este Puerto- trataremos de ir dejando nota de aquellos hombres o mujeres
de letras que entendemos son dignas de ser destacados. Hoy, la figura es nuevamente
Marco Denevi
Argentina: 1922-1998
Marco Denevi (1922-1998) es un destacado autor
argentino del siglo XX, muy conocido por sus minicuentos y por su novela
"Rosaura a las diez" y, más tarde con un relato: “Ceremonia secreta” entre otras obras.. Para
esta semana he seleccionado "Descenso a los infiernos de la imaginación", un cuento
inteligente, con dos historias
paralelas, en que la ficción contamina a la realidad.
Marcos Héctor Denevi, conocido como Marco Denevi
(Sáenz Peña, Buenos Aires, 12 de mayo de 1922 - Buenos Aires, 12 de diciembre
de 1998)1 fue un escritor y dramaturgo argentino.
Hizo la secundaria en el Colegio Nacional de Buenos
Aires y luego estudió Derecho.
Denevi irrumpió en la literatura cuando tenía ya más
de 30 años: Rosaura a las diez gana
en 1955 el Premio Kraft y la novela se convierte de inmediato en un gran éxito
que, más tarde, sería llevado al cine.
Dos años después incursiona en el teatro con Los
expedientes, estrenada en el Cervantes y con la que obtuvo el Premio Nacional
de Teatro. Aunque escribiría algunas otras obras dramáticas, "Denevi dijo
haberse dado cuenta de que no tenía otras condiciones para el teatro que las
propias del espectador de obras ajenas",2 y acabó abandonando este género
literario.
Cuentista, Denevi obtuvo en 1960 el premio de la
revista Life en español por su relato Ceremonia secreta, que fue traducido a
varios idiomas, incluyendo inglés, francés, japonés e italiano, y adaptado
cinematográficamente en 1968, en Reino Unido.
Sobre su estilo se ha escrito que "elementos
característicos de las obras de este «ejercitador de las letras» -como alguna
vez él mismo se ha definido-, siempre admirablemente bien construidas, son los
personajes que bordean lo estrafalario cuando no incurren de lleno en ello, la
ambigüedad de la percepción y el conocimiento, el predominio de la intriga y un
humor que tiende al negro".
Practicó el periodismo político a partir de 1980,
que le proporcionó, según confesaría, "las mayores felicidades en su
oficio de escritor". En 1990 fue presidente honorario del Consejo de
Ciudadanos, entidad que promovió para incentivar la inquietud cívica.
En 1994 recibió el Premio Konex - Diploma al Mérito
en la categoría Novela: Quinquenio 1984 - 1988.
Fue miembro de la Academia Argentina de Letras a
partir de 1997, donde ocupó el sillón n.º 13: «José Hernández».
Aunque se presentó él mismo a solo dos premios —los
citados Kraft y Life— recibió otros galardones, como el Argentores 1962 por El
cuarto de la noche o el de la Comisión de la Manzana de las Luces.
Obras
Marco Denevi en 1980 en la revista Pájaro de Fuego.
Novela
Rosaura a las diez, Guillermo Kraft, Buenos Aires,
1955
Un pequeño café, Calatayud, Buenos Aires, 1966
Parque de diversiones, Emecé, Buenos Aires, 1970
Los asesinos de los días de fiesta, Emecé, Buenos
Aires, 1972
Manuel de Historia, Corregidor, Buenos Aires, 1985
Enciclopedia de una familia argentina, Sudamericana,
Buenos Aires, 1986
Música de amor perdido, Corregidor, Buenos Aires,
1990
Nuestra Señora de la noche, Corregidor, Buenos
Aires, 1997
Una familia argentina, Sudamericana, Buenos Aires,
1998
Teatro
Los expedientes, Talía, Buenos Aires, 1957
El emperador de la China, Catalayud-DEA, Buenos
Aires, 1959
El cuarto de la noche, Catalayud-DEA, Buenos Aires,
1962
Los perezosos (1970)
El segundo círculo o El infierno de la sexualidad
sin amor (1970)
Un globo amarillo (1970)
Fatalidad de los amantes (1974)
Libros de Relatos
Ceremonia secreta, Corregidor, Buenos Aires, 1960

Falsificaciones,6 microrrelatos, EUDEBA, Buenos
Aires, 1966 (nueva versión en Catalayud-DEA, 1969; en 1984 Corregidor publica
una edición muy aumentada y corregida)
El emperador de la China y otros cuentos, Librería
Huemul, Buenos Aires, 1970
Hierba del cielo, Corregidor, Buenos Aires, 1973.
Contiene 9 cuentos:
Charlie; Efímera, peligro amarillo; Viaje a Puerto
Aventura; Gaspar de la Noche; Michel; Decadencia y caída; Carta a Gianfranco;
He aquí a la sierva de los señores; y Hierba del cielo
Araminta, o el poder: el laurel y siete extrañas
desapariciones, Buenos Aires, Crea, 1982
Furmila, la hermosa, cuento infantil, Ediciones de
Arte Gaglianone, Buenos Aires, 1986
El jardín de las delicias. Mitos eróticos,
Corregidor, Buenos Aires, 1992
El amor es un pájaro rebelde, Corregidor, Buenos
Aires, 1993
Noche de duelo, casa del muerto, con un estudio
preliminar, notas y vocabulario de Pedro Luis Barcia; Brami Huemul, 1994
Libros misceláneos
Salón de lectura, cuentos, poesía, teatro y
ejercicios de literatura menor; Librería Huemul, Buenos Aires, 1974
Los locos y los cuerdos, cuentos, poesía y teatro;
Librería Huemul, Buenos Aires, 1975
Páginas de Marco Denevi, Buenos Aires, Celtia, 1983
Literatura infantil
Robotobor, con ilustraciones de Antonio Berni;
Editorial Crea, Buenos Aires, 1980
Un perro, en el grabado de Durero titulado "El
caballero, la muerte y el diablo", Valencia, Media vaca, 2006
Ensayo
La República de Trapalanda, Corregidor, Buenos
Aires, 1989
Biografía
Juan Nielsen, retrato de un maestro, Unilat, Buenos
Aires, 1998
Selecciones, recopilaciones, antologías
Obras completas, Corregidor, Buenos Aires, 1985. Con
los años, se le fueron agregando tomos, hasta completar seis
Tomo 1, Rosaura a las diez
Tomo 2, Cuentos, vol. I
Tomo 3, Cuentos, vol. II, Corregidor, Buenos Aires,
1984, incluye: Los locos y los recuerdos (1975) y Reunión de desaparecidos
(1978)
Tomo 4, Falsificaciones, Corregidor, Buenos Aires,
1984
Tomo 5, Cartas peligrosas y otros cuentos
Tomo 6, Teatro
Ceremonias secretas: relatos, Alianza, Madrid, 1996,
Alberto Manguel, ed.
Cuentos selectos, Corregidor, Buenos Aires, 1998
Música de amor perdido y nueve relatos, Marenostrum,
Madrid, 2010
Descenso a los infiernos de la
imaginación
[Cuento - Texto
completo.]
Marco Denevi
Usted se
comprometió a escribir un cuento, un cuento de amor, de diez carillas, y a
entregarlo, listo para su publicación en Quimeras, el lunes próximo. Hoy es el
viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento, todavía no ha escrito una
línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni siquiera un personaje suelto.
Está desesperado, con la mente en blanco.
Oiga. ¿Por
qué no se decide, por fin, a convertir en un cuento aquel episodio, sí, aquello
que les sucedió, a usted y a Verena, en Bélgica, arriba del tren que los
llevaba a Bruselas? No sé por qué usted siempre se negó a aprovecharlo. De
acuerdo, el episodio por sí mismo no vale gran cosa, es apenas una anécdota de
esas que uno saca a relucir, de regreso, delante de los amigos, junto con las
fotografías y los ceniceros que se robó en los hoteles. Pero ¿para qué está la
imaginación?
Chejov no necesitaría
más. Claro que entre Chejov y usted hay alguna diferencia. Usted podría
añadirle algunos antecedentes, un poco de psicología, mucho diálogo, no,
diálogo no, la historia no permite diálogos, más bien mucha introspección,
mucho monólogo interior. Y un remate. Porque el episodio real no tiene remate.
Empecemos
por recapitular los hechos, tales y como ocurrieron. Usted y Verena tomaron el
tren en Ostende. Venían de Londres y se dirigían a Bruselas, donde los
esperaban unos amigos. Ocuparon uno de esos compartimientos en los trenes
europeos que parecen una diligencia del Far West metida dentro de un vagón de
ferrocarril: dos largos asientos corridos, uno frente al otro, y una puerta que
da a un pasillo. Verena se ubicó junto a la ventanilla; usted a su lado. En el
cuchitril no había otros pasajeros.
El tren se
detuvo varios minutos en una ciudad intermedia, ya olvidó cuál, pongamos que
era Gante. Poco después que reanudó la marcha, un joven entró en el
compartimiento y se sentó frente a ustedes pero del lado del pasillo. No traía
equipaje. Se sentó y miró a Verena. Nada de raro: no hay hombre que no mire a
Verena. Pero el joven la miró durante toda la media hora de reloj que el tren
tardó en llegar a Bruselas.
Ahí está lo
insólito, lo pintoresco, casi diría lo increíble del episodio: que a lo largo
de media hora el joven mantuvo los ojos fijos en Verena. Fuera de eso no hacía
nada, ningún gesto, ningún movimiento. Se había sentado en una postura como
provisoria, como para permanecer sentado unos segundos y en seguida levantarse
e irse. Pero se quedó sentado sin cambiar de posición y sin apartar los ojos
de Verena. A usted lo ignoró por completo. Miraba a Verena, la miraba casi sin
pestañear, como en estado de hipnosis. Para una mirada así, media hora de
reloj es la eternidad.
Mientras
tanto ustedes dos ¿qué hacían? Verena simulaba contemplar el paisaje a través
de la ventanilla. Cuando el joven entró ¿no le echó ni una ojeada? Usted no lo
sabe, porque en ese momento lo distrajo la aparición del tercer pasajero. De lo
que está seguro es de que Verena, hasta que llegaron a la estación de Bruselas,
no apartó la vista de la ventanilla ni cambió con usted una sola palabra.
Comprendo. Se habría dado cuenta de la actitud del joven y se sentiría
incómoda, molesta, un poco asustada.
En cuanto a
usted, se dedicó a vigilar a ese extraño individuo. Primero pensó que era un
ratero (aunque vestía ropa deportiva a la última moda). Después, que era un
loco o que estaba drogado. Por ahí usted le tomó una mano a Verena para
tranquilizarla, para protegerla y, de paso, hacerle saber al tipo ese que
ustedes dos viajaban juntos, que Verena era su mujer o su amante y que usted no
iba a permitir que ni él ni nadie se propasara. Pero tampoco usted abrió la
boca. Vigilaba al tipo, nada más, dispuesto a saltarle encima apenas el otro
hiciera un movimiento raro. Solo que el otro no lo hizo.
Hasta que
llegaron a Bruselas. Ustedes dos se pusieron de pie (el joven permaneció
inmóvil, pero alzó la vista para poder seguir mirando a Verena), usted cargó
los maletines, Verena los bolsos de mano, pasaron por delante del joven y
salieron del compartimiento. En el andén los amigos les brindaron una ruidosa
bienvenida. Verena daba la espalda al tren. En cambio usted, por encima de la
cabeza de los demás, vio que el joven se había asomado a la ventanilla, tenía medio
cuerpo afuera y seguía mirando ¿ahora a quién? A usted. Ahora lo miraba a
usted, pero. Dios mío, con los ojos llenos de lágrimas. En seguida ustedes y
los amigos se alejaron, abandonaron la estación.
Esto es todo
lo que sucedió, todo lo que usted recuerda. Bien. Someta esos pocos (y pobres)
materiales al fuego lento de la imaginación y tendrá un cuento como Dios manda.
¿Le han pedido que el cuento sea de amor y, además, romántico? ¿Qué le parece
si la acción transcurre en Rusia y en la época del último zar? Una imitación de
Chejov, por qué no. La historia parece ideada por Chejov. Nieve, mujeres
pálidas y hermosas envueltas en abrigos de zorro, nobles de la corte del zar
que son propietarios de vastas tierras y de centenares de mujiks¹, poetas nihilistas,
grandes pasiones que arden bajo el hielo, etcétera, etcétera. ¿Le gusta? A las
lectoras dé Quimeras les gustará todavía más.
Verena, en
la ficción, podría llamarse Fedora Fedorovna. Usted, Nicolás Nicolaievich. Hace
cinco años que están casados, como usted y Verena cuando viajaron a Europa.
También para las respectivas figuras y las respectivas edades inspírese en la
realidad, así no hace trabajar la cabeza. Quiero decir que Fedora Fedorovna
tendrá el físico y los treinta y dos años de Verena, será un doble de Verena,
pero rusa. Y Nicolás Nicolaievich le copiará a usted los cincuenta y cinco
años, la corpulencia, el bigote caído, los párpados encapotados. Está bien,
está bien: en todo lo demás diferirán.
Fedora
Fedorovna, por ejemplo, es una mujer soñadora (fruto de las represiones
sociales y familiares que pesan sobre su temperamento apasionado), sumisa,
callada reservada. Sensible y hermosa hasta más no poder. Eso, chejoviana. Una
síntesis de los personajes femeninos de Chejov más delicados, más introvertidos.
Nada que ver con Verena. Respecto de Nicolás Nicolaievich, descríbalo
melancólico. Usted no es melancólico, es serio. Y hágalo celoso (usted no es
celoso). Pero no un celoso violento, a lo Otelo. Nicolás Nicolaievich mira la
realidad de frente. Sabe que su mujer no lo ama, no lo amó nunca. Que se casó
con él obligada por los padres, ávidos de casarla con un hombre rico. Nicolás
Nicolaievich, en cambio, está loco por Fedora Fedorovna. Y al mismo tiempo
comprende, admite que su amor no puede ser sino unilateral.
Bueno, todo
esto de la tortuosa psicología del marido lo dejaremos para más adelante. Ahora
vayamos a los hechos. Lo único que le aconsejo es que ponga bien en claro, a
los lectores, que Nicolás Nicolaievich tiene miedo de que su mujer, en
cualquier momento, lo abandone, se vaya con otro que sea más joven que él, con
algún muchacho apuesto y seductor. Él no hará nada para impedirlo. Ni siquiera
vigila a Fedora Fedorovna, no le controla las salidas ni la correspondencia, no
le hace escenas. Mientras tanto sus consuelos son el juego y el alcohol. Pero,
si ella lo abandonase, se suicidaría. Ya lo tiene decidido. Alguna vez,
borracho, se lo dio a entender. De modo que los lectores de Quimeras
adivinarán que Fedora Fedorovna, pobrecita, está entrampada entre un matrimonio
sin amor (para ella, sin amor) y la extorsión moral a que la somete el marido:
si me abandonas me mato.
Los hechos.
Pedora Fedorovna y Nicolás Nicolaievich vuelven, en tren, de un viaje por
Polonia. Han subido en Varsovia y se dirigen a San Petersburgo, donde él posee
un tremendo palacio gélido y sombrío, qué se cree, ¿Si había una línea de
ferrocarril entre Varsovia y San Petersburgo en aquellas épocas? Yo qué sé.
Pero los lectores tampoco saben ni les interesa. Nadie se fija en esos
detalles. Usted escribe que el tren atravesaba llanuras cubiertas de
nieve bajo un cielo plomizo.
A mitad de
camino entra en el compartimiento un joven. Para este joven usted tome como
modelo al muchacho belga: muy rubio, muy pálido, con facciones puras, casi de
adolescente. Edad: la misma del belga, alrededor de veinte años. No sabemos la
profesión del maniático que miraba a Verena. Estudiante, quizá. El ruso es
poeta. Poeta idealista, nihilista, mejor, o místico. Sí, poeta místico, pero sensual.
Usted combine varios ingredientes de manera que el joven esté hecho a la medida
para seducir a una mujer como Federa Fedorovna. ¿Me comprende? Juventud,
apostura, sensibilidad exacerbada, arrebatos religiosos, fantasías, sueños,
crisis de llanto y mucho sexo (recuerde la fama que tienen los rusos, inspírese
en Rasputín, pero en un Rasputín muy joven y muy guapo).
Como el
belga, el muchacho ruso se sienta y mira fijo a Fedora Fedorovna. Nicolás
Nicolaievich, que es celoso (usted no), empieza a cavilar. Y lo primero que se
le ocurre es que Fedora Fedorovna y el muchacho ya se conocían.
¿Qué es lo
que le da esa pista? El hecho de que el joven haya aparecido en la puerta del
compartimiento con el semblante inconfundible de quien ha estado buscando a alguien
de vagón en vagón, de camarote en camarote, y cuando lo encuentra cambia de
cara, el gesto de ansiedad desaparece y toma su lugar la típica expresión de
quien ha encontrado lo que buscaba. ¿El muchacho belga también le dio esa
sensación, a usted? Usted nunca lo había pensado. Lo pienso ahora. ¿Por qué
ahora? Vamos, no sea fantasioso. ¿O se le contagió de golpe la suspicacia de
Nicolás Nicolaievich?
Más vale que
se dedique a imaginar dónde y cuándo se conocieron Fedora Fedorovna y el joven.
En Varsovia. En Varsovia Nicolás Nicolaievich había pasado largos ratos en el
Casino de Nobles, jugando. Y mientras tanto ¿qué hacía ella? Permanecía en el
hotel o tomaba el té en casa de amistades y de parientes. A lo menos eso es lo
que se supone que hacía, porque Nicolás Nicolaievich jamás la sometió a ningún
interrogatorio. Dígame, cuando usted volvía al hotel en Londres luego de
mantener largas reuniones con el editor y con el traductor, o de ir a la BBC,
Verena lo esperaba en la habitación, ya vestida para salir a comer en un
restaurante o para presenciar una función de ópera o de teatro. ¿Qué le decía
que había hecho durante el día? Pasear, visitar el British Museum, recorrer
Carnaby Street. Usted le creía. ¿Ahora empieza a dudar? ¿A sospechar que
durante algunos de sus paseos conoció al muchacho belga? ¿Y por qué belga? ¿No
podría ser inglés? Usted qué sabe.
Nicolás
Nicolaievich no sospecha, como usted. Está seguro. Seguro de que Fedora
Fedorovna y el joven se conocieron en Varsovia, se enamoraron, quizá se acostaron
juntos, mientras él jugaba en el Casino. Que usted, que no es celoso, haya
dejado sola a Verena tantas horas, vaya y pase. Pero ¿cómo se explica una
imprudencia así en Nicolás Nicolaievich? Muy fácil. Ese hombre torturado por
los celos, acosado por el terror de que su mujer lo abandone, no resiste más la
incertidumbre y prefiere forzar adrede las oportunidades de que ella, en
efecto, lo engañe. No se trata de masoquismo sino de un deseo desesperado de
hacer estallar la realidad temida, la realidad presentida. Ya se lo dije: la
psicología rusa es compleja.
Cavilando,
cavilando, Nicolás Nicolaievich da por cierto un dato que usted no pensó: que
el joven no subió al tren en una ciudad intermedia, digamos Grodno (en su caso
sería Lieja), sino en Varsovia. La prueba: el guarda no ha venido a revisarle
el billete del pasaje. Al muchacho belga (o inglés) tampoco. Señal de que el
joven estuvo aguardando en otro vagón, en otro compartimiento desde que
partieron de Varsovia (de Ostende). Solo después que dejaron atrás la ciudad de
Grodno (de Lieja), vino en busca de Fedora Fedorovna. Conducta, si usted la
analiza como la analizó Nicolás Nicolaievich, muy lógica: Fedora Fedorovna y
el muchacho habían convenido que ella, durante el trayecto entre Varsovia y Grodno
(entre Ostende y Lieja), le diría a su marido la verdad, le revelaría poco a
poco la historia de sus amores con el muchacho. Luego descendería en la
estación de Grodno (de Lieja) donde también el joven se apearía para irse
juntos a disfrutar de una nueva vida.
Al ver que
Fedora Fedorovna no había descendido en la estación de Grodno, el muchacho
volvió a trepar al tren, la buscó, la encontró en el compartimiento junto a
Nicolás Nicolaievich, entró, se sentó y se puso a mirarla con aquellos ojos
hipnóticos. Era una manera de pedirle cuentas, de conminarla a que se
decidiese, una forma de recordarle el pacto que habían hecho y de exigirle que
lo cumpliese. ¿Ve? Por fin hemos dado con una explicación razonable para el
proceder del joven belga (o inglés). No insinuó que Verena y el joven hubiesen
proyectado descender en Lieja, ni que Verena se arrepintió y que por eso él
vino al camarote para rescatarla y llevársela con él. Pero usted no me negará
que, en plan de hallar algún motivo del extraño comportamiento del muchacho,
hemos encontrado una hipótesis lógica.
Ahora
continuemos con las cavilaciones de Nicolás Nicolaievich. Repasa la conducta de
Fedora Fedorovna en el tren, antes de la aparición del joven. ¿Usted recuerda
que Verena estaba nerviosa y como malhumorada? Contra su costumbre, se quejaba
de todo y por todo: que en el tren no había calefacción, que el paisaje la
deprimía, que Bélgica era gris (como si no lo fuese Londres, donde se había
sentido tan a gusto). No miró por la ventanilla ni una sola vez. ¿Me equivoco,
o a cada rato echaba furtivas miradas al pasillo, como si temiese que alguien
se introdujera en el compartimiento? No, no me equivoco. Usted le dijo: “¿Tenés
miedo de que vengan otros pasajeros y nos arruinen el viaje en tren?”. Ella no
contestó. Todos estos detalles, en la mente de Nicolás Nicolaievich, significan
que Fedora Fedorovna había estado luchando entre renunciar a su marido o
renunciar al amor.
Apenas el
joven belga (o inglés, decididamente tenía facha de inglés) entró en el
camarote, Verena no habló más, no se movió más, se decidió a mirar por la
ventanilla ese paisaje del que un rato antes había dicho que la deprimía. Sí,
ya hemos convenido en que se sentiría incómoda, furiosa o asustada. No era para
menos. En cambio Nicolás Nicolaievich tiene otra versión. Fedora Fedorovna se
rehúsa a mirar al joven porque le bastaría mirarlo para sucumbir y arrojarse en
sus brazos. Y entonces ocurriría una tragedia: Nicolás Nicolaievich, extrayendo
el revólver que oculta bajo el abrigo de pieles, se suicidaría ahí mismo o los
mataría a los dos. Por eso Fedora Fedorovna no está inmóvil sino rígida,
crispada. Simula contemplar el paisaje con el rostro violentamente vuelto hacia
la ventanilla, pero lo que quiere es hacerle ver al muchacho que ella se ha
arrepentido, que no lo seguirá. Nicolás Nicolaievich descifra el mudo mensaje:
Vete —le grita Pedorovna al joven—, no nos veremos más. Y los ojos del muchacho
le responden, también a los gritos: ¿”Por qué, por qué? ¿Prefieres seguir
viviendo al lado de ese viejo?”.
El resto del
cuento se ajusta a la realidad: la llegada a San Petersburgo (a Bruselas), la
breve escena en el andén con Verena de espaldas a las ventanillas del convoy (Nicolaievich
piensa que Fedora Fedorovna adrede se ha puesto de espaldas) y el joven,
asomado, llorando y mirando al marido. Y ahora el remate. El cuento necesita un
remate. Digamos, que Nicolás Nicolaievich no soporta más y de regreso en su
palacete se suicida. ¿Demasiado melodramático? No crea. Sería melodramático en
otro país, pero no en Rusia.
¿Y ahora qué
le ocurre, a usted? ¿Por qué no comienza de una vez por todas a redactar el
cuento? ¿Qué espera? Vaya, se le ha dado por cavilar como Nicolás Nicolaievich.
A la luz de los pensamientos de su personaje, usted descubre ciertos indicios
que entonces había pasado por alto y que ahora le parece que encastran² unos
con otros. Por ejemplo, aquel acceso de llanto que acometió a Verena en el
hotel de Bruselas, un segundo después de haber llegado desde la estación de
ferrocarril. Usted se alarmó. Pero ella dijo que era porque estaba cansada,
porque extrañaba Buenos Aires, porque Bélgica era terriblemente triste. ¿Fedora
Fedorovna no lloraría, también ella, en el gélido palacio de su marido,
recordando al muchacho del que se acababa de separar para siempre?
Claro que
pronto Verena recuperó la serenidad. ¿No estaba demasiado calma, casi una
estatua? Como vacía por dentro. Pero hay algo en lo que dije, si usted tiene
alguna sospecha, yo le daré la razón. Fíjese que nunca, ni en Bruselas, ni en
París, ni de regreso en Buenos Aires, hizo el menor comentario respecto del
episodio en el tren. ¿O me va a decir que no se percató de cómo el muchacho la
miraba? ¿No se percató y sin embargo se negó a apartar los ojos de la
ventanilla? Usted tampoco le comentó nada. Por discreción. Para no revivir una
escena que la había irritado. ¿De veras, por discreción? ¿No sería que en el
fondo usted tenía miedo de tocar el tema, de someterlo a cualquier cotejo? ¿No
prefirió, acaso de un modo inconsciente, silenciarlo, olvidarlo? Porque resulta
curioso que usted y Verena hayan contado todo lo que les sucedió en Europa.
Todo, menos la historia del muchacho que miró a Verena durante media hora de
reloj.
¿Qué dice?
¿Que Verena sería incapaz? ¿Incapaz de qué? ¿De abandonarlo? No me haga reír.
Incapaz en el extranjero y con un desconocido. Aquí, en su propio país, y con
alguien a quien conozca bien, no esté tan seguro. Por favor, no me venga con su
teoría de que las mujeres inteligentes como Verena solo se sienten atraídas
por hombres como usted. Llega la hora fatal en que, hartas de abdómenes
hinchados y de musculaturas nacidas, se van detrás de un cuerpo duro y elástico
que las llama desde la irresistible tentación del sexo. El episodio del tren en
Bélgica es un aviso. Más tarde o más temprano, Verena descenderá en una
estación intermedia y usted continuará el viaje solo. Salvo que la extorsione
como Nicolás Nicolaievich a Fedora Fedorovna: con la amenaza del suicidio. De
todos modos Nicolás Nicolaievich se suicidó.
¿Así que,
finalmente, no escribirá el cuento? Hace bien. Verena lo leería. ¿Y cuál cree
que sería su reacción? ¿Enfadarse porque usted convirtió una anécdota inocente
en una historia que la deja malparada? ¿Tomarlo a broma? ¿No darse por aludida
y fingir que ha olvidado aquel episodio, que no advierte, en el cuento, su
soporte real? Confiéselo: cualquiera que fuese la actitud de Verena frente al
cuento, usted sospecharía que se la dicta la mala conciencia. De modo que hace
bien: no escriba el cuento. Pero ¿quién lo salvará, de ahora en adelante, de
sufrir los celos que martirizaron al infeliz Nicolás Nicolaievich?
FIN
1979
1. mujiks:
campesinos rusos.
2.
encastran: acoplan
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