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Libro editorialpuertolibro@gmail.com AÑO VI – Nº 49 - abril de 2017
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo Juan
Foutel - Blog:
foutelej.blogspot.com
Los capitanes, en su cuaderno de
bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos aquellos
acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria. En esta
Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados. Hoy Tenemos entre nosotros a Sławomir Mrożek.
Slawomir Mrozek
Sławomir Mrożek
fue un escritor, dibujante, periodista y dramaturgo polaco que exploraba en sus
obras el comportamiento humano, la alienación y el abuso de poder de los
sistemas totalitarios. Wikipedia
Fecha de nacimiento: 29 de junio de 1930, Borzęcin, Lesser Poland Voivodeship, Polonia
Fallecimiento: 15 de agosto de 2013, Niza, Francia
Partido político: Partido Obrero Unificado
Polaco
Obras: Tango, The Émigrés, At Sea, Vatzlav, The Police, Más
Tomar datos
biográficos de un autor, hoy por
hoy no es tarea dificultosa, pero
escribir un Obituario como el que registra Fernando Valls en las páginas de El País (Cultura) no se si es dificultosa pero sí expresa un amplio conocimiento de
nuestro autor polaco y de la literatura en general.
Es por ello que para recordar a este hombre transcribo
el Obituario del 19 de agosto de 2013.
OBITUARIO
Slawomir Mrozek, maestro de la narrativa breve
El escritor polaco empleó un humor desencantado y cínico
El escritor, dramaturgo y dibujante polaco
Slawomir Mrozek ha muerto en Niza a los 83 años, lejos de su país, como tantos
otros ilustres escritores polacos que optaron por el exilio, con Gombrowiz a la
cabeza, autor muy importante para él, según queda constancia en sus recientes Diarios.
Tampoco Mrozek dejó de vagar de acá para allá a lo largo de toda su existencia,
pues vivió en Italia, Alemania, Francia y México, tras abandonar su país en
1963, regresar en 1996 y dejarlo definitivamente a comienzos del nuevo siglo.
Hasta finales del pasado siglo, en España solo se
tenía noticia de su teatro, sobre todo de un par de obras: Tango
(1964), cuyo montaje en Madrid obtuvo en 1970 el premio El Espectador y la
Crítica; y Los emigrados (1975), pieza escenificada por Wajda en el
mítico Teatro Stary (Viejo) de Cracovia, que fue llevada luego al cine. Pero el
origen de la difusión de su teatro en Occidente se debe probablemente a su
presencia en el clásico ensayo que Martin Esslin dedicó a El teatro del
absurdo (1962), aunque luego el autor polaco renegara de su
encasillamiento en una etiqueta que no lo convencía, sin por ello dejar de
estarle agradecido.
Quizá haya sido su obra narrativa, cuentos breves
y microrrelatos, la que más seguidores haya cosechado entre nosotros, formando
parte de una tradición de narradores centroeuropeos de la estirpe de Kafka,
Brecht, Alfred Polgar o István Örkény, todos ellos maestros de lo breve y del
humor negro. Mrozek se consideraba, de hecho, un escritor centroeuropeo más que
polaco, aunque —como solía recordar— no escribió en otra lengua que la de sus
padres, ni siquiera en francés, país en el que vivió tantos años y de cuya
ciudadanía llegó a gozar.
Mientras disfrutamos leyendo a Mrozek, resulta
difícil no recordar a autores tales como Ramón Gómez de la Serna, Jardiel
Poncela, Mihura, Francesc Trabal, Pere Calders y Javier Tomeo, o los actuales
Quim Monzó, Ángel Zapata o Poli Navarro, quien le dedica la sección con las
piezas más breves de Los tigres albinos a nuestro autor y a
Monterroso.
En El diario de un arribista
escribió Mrozek que “vivimos en una época de guasa, autoironía y parodia”, y
eso vale para el pasado y para nuestro presente rabioso, tanto en el este como
en el oeste.
Un héroe
[Minicuento - Texto completo.]
Slawomir Mrozek
Un buen día, paseando por la orilla de un río, vi de pronto a un niño
escucha que se estaba ahogando. Conozco el lugar, no es profundo, así que
decidí salvarlo en cuanto se reuniera un poco más de público. Me senté en un
banco a esperar. El niño escucha gritaba de lo lindo, por lo que al cabo de
poco se congregó en la orilla un nutrido grupo de gente. Esperé un poco más
para que el público estuviera al completo, entonces me levanté, me acerqué al
agua y animado por los gritos de admiración me puse a quitarme lentamente el
zapato izquierdo. El público me aplaudió. Estaba ya en calcetines cuando me di
cuenta de que un sinvergüenza también se disponía a desnudarse. Me puse
furioso.
–Yo estaba aquí
primero –le dije.
Y él me
contestó:
–¿Es tuyo el
niño escucha o qué? –y se puso a quitarse el chaleco.
–¡Tiene razón! –se dejaron oír unas voces entre el público–. ¡El niño
escucha es de todos!
–Deja esos pantalones –le dije–. Tú aún no estabas en este mundo cuando yo
ya salvaba niños escuchas.
–Habrás salvado
a tu abuela –me contestó en un tono insultante.
–Y tú a tu tía.
Vete a hacer puñetas y deja en paz al niño escucha.
El público iba en aumento. Unos estaban de mi parte, otros decían que todo
el mundo tiene derecho a salvar niños escuchas. Vi que las cosas se complicaban
y que todo dependía de quién se desnudase primero. Aunque él había comenzado
más tarde, como llevaba cremallera me alcanzó. Le gané solo al llegar a los
calzoncillos. Al ver que perdía su oportunidad quiso saltar al agua tal como
estaba, en ropa interior. Se me encendió la sangre y le eché la zancadilla.
¡Por hacerse el héroe! No sé qué pasó con el niño escucha porque a nosotros nos
llevaron a urgencias. Yo le disloqué un brazo y él me rompió unos dientes.
Salvar a los
que se ahogan requiere valor y sacrificio.
FIN
El funeral
[Minicuento - Texto completo.]
Slawomir Mrozek
Durante un
paseo, me uní a un cortejo fúnebre. Siempre anima más que vagar uno solo y sin
rumbo. No sabía a quién estaban enterrando, pero ¿qué importaba? Nosotros, los
humanos, formamos todos una gran familia.
Además, siempre
se puede preguntar. Mi vecino de la izquierda del cortejo tampoco lo sabía.
—Voy a la
tintorería a recoger un pantalón. He visto el funeral y, puesto que me pilla de
camino, me he unido. Solo hasta la esquina y después tuerzo.
Pregunté, pues,
al vecino de la derecha.
—¿Que de quién
es el funeral? Y yo qué sé, ¿acaso muere poca gente? El banco no abre hasta las
nueve, así que tengo un poco de tiempo todavía.
El tercero, que
caminaba unos pasos atrás, tampoco era capaz de informarme.
—Yo no soy de
aquí, soy un simple turista. Pero pregunte a esa señora con velo negro, la que
camina detrás del féretro. Tiene pinta de ser la viuda y debe saberlo.
En ese momento
empezó a llover y abandoné el cortejo. No voy a mojarme por alguien a quien ni
siquiera conozco personalmente.
FIN
La encuesta
[Minicuento - Texto completo.]
Slawomir Mrozek
Salgo de un supermercado y los de la tele van y me preguntan:
—¿Existe Dios o no existe?
—Ahora le digo —le contesto al del micrófono—, en cuanto me alise el pelo.
Saqué un peine del bolsillo y me alisé el pelo. Luego, me acordé de que
tenía un grano en la nariz.
—¿Tal vez mejor de perfil? —le digo al de la cámara.
Me puse de perfil ante la cámara.
—¿Y si me acerco a casa para ponerme algo que me favorezca más? Vivo cerca.
No respondieron. Y no me he dado aún la vuelta cuando veo que ya no están a
mi lado. Ahora encuestaban a una tipa. Y ya iba yo a meterme por medio —cómo
voy a permitir que una tipa me arrebate una intervención en la tele—, pero se
me había olvidado cuál era la pregunta, así que me fui a casa.
FIN
Es solo política
[Minicuento - Texto completo.]
Slawomir Mrozek
—¿Tú también, Brutus, hijo mío? —alcanzó a preguntar con una voz en la que
había pena y sorpresa a partes iguales.
—¡Qué va! Es solo política, no hay ninguna motivación personal —explicó
Brutus, y le dio otra propina con el puñal—. Personalmente, no tengo nada en
contra de usted, papá.
—Ah, pues disculpa, yo no quería ofenderte —dijo César, y murió.
FIN
La isla del tesoro
[Minicuento - Texto completo.]
Slawomir Mrozek
Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior de
la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Con un último esfuerzo
encontraríamos el legendario tesoro del capitán Morgan.
—Aquí —dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un
baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado, había
señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un esqueleto
humano.
—Todo concuerda —dijo Gucio—. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol
llega a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el
esqueleto mostraba sus dientes, sonriente. Respirando pesadamente, nos sentamos
encima del cofre.
—Quince años —dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el
tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos
gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito:
“Bésenme el culo. Morgan”.
—El objetivo nunca es lo importante —dijo Gucio—. Lo que cuenta es el
esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.
FIN
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