-Busquen ustedes unas
sanguijuelas, sángrenla -dijo el doctor Gimp.
-Si ya no le queda sangre -se
quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a nuestra Camila?
-Camila no se siente bien.
-¿Sí, sí?
El buen doctor funció el ceño.
-Camila está decaída.
-¿Qué más, qué más?
-Camila es la llama trémula de
una bujía, y no me equivoco.
-Ah, doctor Gimp -protestó el
señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando usted
llegó.
-¡No, más, más! Denle estas
píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!
-Condenación. Camila está harta
de remedios soberanos.
-Vamos, vamos. Un chelín y me
vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje pues, y haga subir al
demonio!
El señor Wilkes puso una moneda
en la mano del buen doctor.
El médico, jadeando, aspirando
rapé, estornudando, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en una
húmeda mañana de la primavera de 1762.
El señor y la señora Wilkes se
volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camila, pálida, delgada, sí,
pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas, la cabellera
un río de oro sobre la almohada.
-Oh -Camila sollozaba casi-.
¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas atrás, soy un
fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber cumplido
veinte años.
-Niña -dijo la madre-, ¿qué te
duele?
-Los brazos, las piernas, el
pecho, la cabeza. Cuántos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta como una
chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.
-Qué mal terrible, qué mal
misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.
-¿Qué? -preguntó el señor
Wilkes, enojado-. ¿Olvídate del médico, el boticario, el cura, ¡y amén! Me
han vaciado el bosillo. Qué quieres, ¿qué corra a la calle y traiga al
barrendero?
-Sí -dijo una voz.
Los tres se volvieron,
asombrados.
-¡Cómo!
Se habían olvidado totalmente de
Jaime, el hermano menor de Camila. Asomado a una ventana distante, se
escarbaba los dientes, y contemplaba la llovizna y el bullicio de la
ciudad.
-Hace cuatrocientos años -dijo
Jaime con calma- se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero, no, no.
Alcen a Camila, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle,
junto a la puerta.
-¿Por qué? ¿Para qué?
-En una hora desfilan mil
personas por la puerta -los ojos le brincaban a Jaime mientras contaba-. En
un día, pasan veinte mil personas a la carrera, cojeando o cabalgando.
Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le tirarán
de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno de
esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah -dijo el señor Wilkes,
perplejo.
-Padre -dijo Jaime sin aliento-.
¿Conociste alguna vez a una hombre que no creyera ser el autor de la
Materia Médica? Este ungüento verde para el ardor de garganta, aquella
cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien,
¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sabiduría que se nos
pierde!
-Jaime, hijo, eres increíble.
-¡Cállate! -dijo la señora
Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en ninguna calle...
-¡Vamos, mujer! -dijo el señor
Wilkes-. Camila se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de este
cuarto caldeado. Jaime, ¡levanta la cama!
La señora Wilkes se volvió hacia
su hija.
-¿Camila?
-Me da lo mismo morir en la
intemperie -dijo Camila- donde la brisa fresca me acariciará los bucles
cuando yo...
-¡Tonterías! -dijo el padre-. No
te morirás. Jaime, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso, mujer!
Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh -exclamó débilmente Camila-.
Estoy volando, volando...
De pronto, un cielo azul se
abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la calle,
deseosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los perros
bailoteaban, los payasos cabriolaban, los niños dibujaban rayuelas y se arrojaban
pelotas como si fuera un tiempo de carnaval.
En medio de todo este bullicio,
tambaleándose, con las caras encendidas, Jaime y el señor Wilkes
transportaban a Camila, que navegaba como una papisa allá arriba, en la
cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado! -gritó la señora
Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente...
Por fin la cama quedó apoyada
contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que pasaba por
allí pudiese ver a Camila, una muñeca Bartolemy grande y pálida, puesta al
sol como un trofeo.
-Trae pluma, tinta y papel,
muchacho -dijo el padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los remedios.
Los estudiaremos a la noche. Ahora...
Pero ya un hombre entre la
multitud contemplaba a Camila con mirada penetrante.
-¡Está enferma! -dijo.
-Ah -dijo el señor Wilkes,
alegremente-. Ya empieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!
-No se siente bien -el hombre
frunció el ceño-. Está decaída...
-No se siente bien... Está
decaída... -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo
miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí, señor.
-¡Me pareció haber oído esas
palabras! Jaime, toma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor, fuera!
Ya el hombre se alejaba
blasfemando, terriblemente exasperado.
-No se siente bien, y está
decaída... ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer
alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un
dedo a Camila Wilkes.
-Vapores -entonó.
-Vapores -escribió el señor
Wilkes, satisfecho.
-Fluido pulmonar -canturreó la
mujer.
-¡Fluido pulmonar! -escribió el
señor Wilkes, radiante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita un remedio para la
melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¡Hay en esta casa tierra de momias
para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes,
hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos.
Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perejil,
incienso macho...
-Flodden Road, piedra perejil...
¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo, valeriana
póntica...
-¡Aguarda, mujer! ¡Opobálsamo,
sí! ¡Que no se vaya, Jaime!
Pero la mujer se escabulló,
nombrando medicamentos.
Un muchacha de no más de
diecisiete años, se acercó y observó a Camila Wilkes.
-Está...
-¡Un momento! -el señor Wilkes
escribía febrilmente-. Trastornos magnéticos, valeriana póntica.
-¡Diantre! Bueno, niña, ya. ¿Qué
ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras apenas. ¿Bueno?
-Está... -la extraña joven
escudriñó profundamente los ojos de Camila y balbuceó-. Sufre de... de...
-¡Dilo de una vez!
-Sufre de... de... ¡oh!
Y la joven, con una última
mirada de honda simpatía, se perdió en la multitud.
-¡Niña tonta!
-No, papá -murmuró Camila, con
los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jaime, corre a
buscarla, ¡dile que te explique!
-¡No, no ofreció nada! En cambio
la gitana, ¡mira su lita!
-Ya sé, papá.
Camila, más pálida que nunca,
cerró los ojos.
Alguien carraspeó.
Un carnicero, de delantal
ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.
-He visto vacas con esa mirada
-dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno yo
mismo me curo con este elixir...
-¡Mi hija no es una vaca, señor!
-el señor Wilkes dejó caer la pluma-. ¡Tampoco es carnicero, y estamos en
primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y en verdad, ahora una inmensa
multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una pócima
favorita, o recomendar un sitio campestre donde llovía menos y había más
sol que en toda Inglaterra o en el Sur de Francia. Ancianos y ancianas,
doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión
de bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás! ¡Atrás! -gritó,
alarmada, la señora Wilkes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza tierna!
-¡Fuera de aquí!
Jaime tomó los báculos y muletas
y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca de los
miembros perdidos.
-Padre, me desmayo, me desmayo
-musitó Camila.
-¡Padre! -exclamó Jaime-. Sólo
hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por opinar sobre
esta dolencia!
-Jaime, ¡tú sí que eres mi hijo!
Pronto, muchacho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y señores! ¡Dos
peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por cada
consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y
usted, señor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El gentío bullía como un mar
encrespado.
Camila abrió un ojo y volvió a
desmayarse.
Crepúsculo, las calles casi
desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y los
párpados de Camila temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos noventa y nueve,
cuatrocientos peniques!
El señor Wilkes echó en la
alforja la última moneda de plata.
-¡Listo!
-Tendré un coche fúnebre hermoso
y negro -dijo la joven pálida.
-¡Cállate! ¿Quién pudo imaginar,
oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos su opinión?
-Sí -dijo la señora Wilkes-.
Esposas, maridos, hijos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a nadie.
Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos creyeron
hoy que ellos y sólo ellos conocía la angina, la hidropesía, el muermo,
sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y
doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a
nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos, costó trabajo
alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee la lista, padre -dijo
Jaime-. De las doscientas medicinas, ¿cuál será la verdadera?
-No importa -murmuró Camila,
suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estómago. Quisiera
ir arriba.
-Sí, querida. ¡Jaime, ayúdame!
-Por favor -dijo una voz.
Los hombres que ya se
encorvaban, se irguieron para mirar.
El que había hablado era un
barrendero de apariencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en
medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendidura blanca de una
sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía,
o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.
-No pude llegar antes a causa
del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra sucia-. Iba ya
para casa y decidí venir. ¿He de pagar?
-No, barrendero, no es necesario
-dijo Camila.
-Espera... -protestó el señor
Wilkes.
Pero Camila lo miró dulcemente y
el señor Wilkes calló.
-Gracias, señora. -La sonrisa
del barrendero resplandeció como un rayo de sol en el crepúsculo-. Tengo un
solo consejo.
Miraba a Camila. Camila lo
miraba.
-¿No es hoy la noche de san
Bosco, señor, señora?
-¿Quién lo sabe? ¡Yo no, señor!
-dijo el señor Wilkes.
-Yo creo que es la noche de san
Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien -prosiguió el
barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la hermosa joven
enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta luna creciente.
-¡A la intemperie y a la luz de
la luna! -exclamó la señora Wilkes.
-¡No vuelve lunáticos a los
hombres? -preguntó Jaime.
-Perdón, señor -el barrendero
hizo una reverencia-. Pero la luna llena cura a todos los animales
enfermos, ya sean humanos o simples bestias del campo. El plenilunio es un
color sereno, una caricia reposada, y modela delicadamente el espíritu, y
también el cuerpo.
-Pero, ¿y si llueve? -dijo la
madre, inquieta.
-Lo juro -prosiguió rápidamente
el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada palidez. Una
noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la
luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de la salud recobrada.
-¡Salud recobrada! ¡Plenilunio!
Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos dieron hoy,
madre, Jaime, Camila.
-¡No! -dijo la señora Wilkes-.
No lo permitiré.
-Madre -dijo Camila, mirando
ansiosamente al barrendero.
El barrendero de cara tiznada
contemplaba a Camila, y su sonrisa era como una cimitarra en la oscuridad.
-Madre -dijo Camila-. Es un
presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La madre suspiró.
-Éste no es mi día, ni mi noche.
Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y la madre entró en la casa.
El barrendero se alejaba ahora,
haciendo corteses reverencias.
-Toda la noche, entonces,
recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie las moleste hasta el alba.
Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mejor. Buenas noches.
El hollín se desvaneció en el
hollín; el hombre desapareció.
El señor Wilkes y Jaime besaron
la frente de Camila.
-Padre, Jaime -dijo la joven-.
No hay por qué preocuparse.
Camila quedó sola, mirando
fijamente a lo lejos.
Allá, en la oscuridad, parecía
que una sonrisa titilaba, se apagaba, y se encendía otra vez, y luego se
perdía en una esquina.
Camila aguardó a que saliera la
luna.
La noche en Londres, voces
soñolientas en las tabernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos de
relojes. Camila vio una gata que se deslizaba como una mujer envuelta en
pieles; vio una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos,
silenciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba
desde la casa una voz:
-¿Estás bien, hija?
-Sí, padre.
-¿Camila?
-Madre, Jaime, estoy muy bien.
Y al fin:
-Buenas noches.
-Buenas noches.
Se apagaron las últimas luces.
La ciudad dormía. La luna se asomó.
Y a medida que la luna subía,
los ojos de Camila se agrandaba y miraban las alamedas, los patios, las
calles, hasta que por fin, a media noche, la luna iluminó a Camila, y la
muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.
Un movimiento en la oscuridad.
Camila aguzó el oído.
Una suave melodía brotaba del
aire.
Un hombre esperaba en la calle
sombría.
Camila contuvo el aliento.
El hombre avanzó hacia la luz de
la luna, tañendo suavemente un laúd. Era un hombre bien vestido, de rostro
hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un trovador -dijo en voz alta
Camila.
El hombre, con un dedo sobre los
labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al lecho.
-¿Qué hace aquí, señor, a estas
horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía miedo.
-Un amigo me envió a ayudarte.
El hombre rozó las cuerdas del
laúd, que canturrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuelto en
aquella luz de plata.
-Eso no puede ser -dijo Camila-.
Me dijeron que la luna me curaría.
-Y lo hará, doncella.
-¿Qué canciones canta usted?
-Canciones de noches de
primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal,
doncella?
-Si lo sabe...
-Ante todo, los síntomas:
fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento, arranques de
cólera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de beber agua
de pozo, vértigos cuando te tocan así, nada más...
El hombre rozó la muñeca de Camila,
que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones, arrebatos
-prosiguió el hombre-. Sueños...
-¡Basta! -exclamó Camila,
fascinada-. Me conoce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!
-Lo haré -el hombre apoyó los
labios en la palma de la mano de Camila, y la joven se estremeció
violentamente-. Tu mal se llama Camila Wilkes.
-Qué extraño -Camila tembló, y
en los ojos le brilló un fuego de lilas-. ¿De modo que soy mi propia
dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo siento, sí.
-Los brazos, las piernas, arden
con el calor del verano.
-Sí. Me queman los dedos.
-Y ahora, el viento nocturno,
mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!
-No dejaré que te mueras -dijo
el hombre en voz baja.
-¿Es usted doctor, entonces?
-No, soy sólo tu médico, tu
médico vulgar y común, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal.
La muchacha que iba a nombrarlo
y se perdió en la multitud.
-Sí. Vi en sus ojos que ella
sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con qué
cubrirme.
-Déjame sitio, por favor. Así.
Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo aquí!
-Pero, señor...
-Para sacarte el frío de la
noche, claro está.
-Oh, ¡si es como un hogar! Pero
señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La cabeza del hombre se alzó
rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro del
hombre resplandecían los ojos azules y cristalinos y la hendidura de marfil
de la sonrisa.
-Bueno, Bosco, por supuesto
-dijo.
-¡No es ése el nombre de un
santo?
-Dentro de una hora me llamarás
así, sin duda -acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la sombra,
Camila, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh, ¡el mundo da vueltas! ¡Me
siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!
-El remedio -dijo el hombre-. Y
el remedio es este...
En alguna parte, los gallos
cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos y
golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna...
-Chist...
El alba. El señor y la señora
Wilkes bajaron en puntillas la escalera y espiaron la calle.
-Muerta de frío, después de una
noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No, mujer, mira! ¡Vive! Tiene
rosas en las mejillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas! Mírala cómo
resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camila, viva y hermosa,
sana una vez más.
Padre y madre se inclinaron
junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe, está soñando. ¿Qué
dice?
-El remedio -suspiró la joven-,
el remedio soberano.
-¿Cómo, cómo?
La joven volvió a sonreír, en
sueños, con una blanca sonrisa.
-Un remedio -murmuró-, ¡un
remedio para la melancolía!
Camila abrió los ojos.
-Oh, ¡madre! ¡Padre!
-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven arriba!
-No -Camila les tomó las manos,
tiernamente-. ¿Madre? ¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie nos verá. El sol asoma
apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose, celebrando no
sabían qué, los padres bailaron.
________________________________________________________________________________
La bitácora del Puerto
Capitán a cargo de la bitácora: Eduardo
Juan Foutel
Los capitanes en
su cuaderno de bitácora, permanentemente, dejan debida constancia de todos
aquellos acontecimientos que, de una forma u otra, modifican la rutina diaria.
En esta Carpeta de Bitácora –desde este Puerto-
trataremos de ir dejando nota de aquellos hechos que entendemos son merecedores
de ser destacados.
Hoy a este
Puerto han llegado noticias de…
|
El gran cuentista Abelardo Castillo.
Abelardo Castillo
El 27 de marzo de
1935 nació en Buenos Aires el escritor argentino que vivió en la ciudad
costera bonaerense de San Pedro hasta los
diecisiete años. En 1959, el mismo año en que gana el concurso de la revista “Vea y Lea” con su cuento “Volvedor”,
el autor funda la revista literaria “El Grillo de Papel”, una
publicación que sería prohibida en 1960 por el gobierno Frondizi.
Luego funda El Escarbajo de Oro”. Recibe muchisimos premios por sus escritos.
En relación a sus trabajos
literarios, cabe destacar que el escritor argentino, además de los títulos ya
mencionados, es autor de obras como “El otro Judas”, “Cuentos
crueles”, “Casa de ceniza”, “Los mundos
reales”, “Las panteras y el templo”, “El cruce del
Aqueronte”, “El que tiene sed”, “Las palabras y
los días”, “Crónica de un iniciado”, “Las maquinarias
de la noche” y “El Evangelio según Van Hutten”, entre otras.
Para buscar en google y leer: La madre de Ernesto, bellísimo cuento del
pasaje de la niñez a la adolescencia, con todo su horror.
En síntesis:
- 1935:
Abelardo Castillo nace en Buenos Aires, el 27 de marzo. En 1946 se
traslada con su padre a San Pedro, donde el escritor vivirá hasta los
dieciocho años.
- 1953:
regresa a Buenos Aires.
- 1959:
publica su primer cuento, "Volvedor", que gana un concurso de
la revista "Vea y Lea" con un jurado formado por Jorge
Luis Borges, Adolfo
Bioy Casares y Manuel Peyrou. Junto con Arnoldo Liberman,
Humberto Constantini, Oscar Castello y Víctor García Robles funda la
revista de literatura "El Grillo de Papel", de la que llegarán
a aparecer seis números. Allí aparece su cuento "El marica".
- 1960: el gobierno de Arturo
Frondizi prohíbe
la publicación de "El Grillo de Papel", por su adscripción al
pensamiento de izquierda y, singularmente, a la lectura del marxismo
desarrollada por Jean-Paul
Sartre. Ya en el
editorial del Nº 1 de "El Grillo…" se declaraba: "creemos
que el arte es uno de los instrumentos que el hombre utiliza para
transformar la realidad e integrarse a la lucha revolucionaria".
- 1961: hacia mayo, dirige y funda
conjuntamente con Liliana Heker "El Escarabajo de Oro".
La revista, que aparecerá hasta 1974, apuntó a una fuerte proyección
latinoamericana y es considerada una de las más representativas de la
generación del 60. Formaron parte de su "Consejo de
Colaboradores" Julio
Cortázar, Carlos Fuentes, Miguel Ángel Asturias, Augusto
Roa Bastos, Juan Goytisolo, Félix
Grande, Ernesto Sabato, Roberto Fernández Retamar, Beatriz
Guido, Dalmiro
Sáenz, entre
otros. Allí publicaron por primera vez sus textos Liliana Heker, Ricardo Piglia, Humberto Constantini, Miguel Briante, Jorge Asís, Alejandra
Pizarnik, Isidoro
Blaisten. En
noviembre, la editorial Goyanarte de Buenos Aires publica el libro de
cuentos "Las otras puertas". Un jurado integrado por Juan Rulfo, José Bianco, Guillermo Cabrera Infante y José Antonio Portuondo le concede la Mención Única (Premio
Publicación) en el Premio Casa de las Américas (Cuba), categoría cuentos por Las otras
puertas. La editorial "El grillo de papel" de Buenos
Aires, publica su tragedia "El otro Judas". La obra se estrena
en el Teatro de Los Independientes, con dirección de Onofre Lovero.
- 1962: en marzo, Las otras puertas
se publica en Cuba en una edición de la Casa de las Américas. Castillo
recibe la Faja de honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE)
por Las otras puertas.
- 1963: su obra de teatro Israfel,
en cuatro actos, basada en la vida del poeta Edgar
Allan Poe, recibe
el Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos
Contemporáneos del Institute International du Theatre, UNESCO, París. El
jurado estaba integrado por Eugène
Ionesco,
Claude-André Puget (Francia) Christopher Fry (Inglaterra), Diego Fabri
(Italia), Heinrich Schnitzler (Austria), Marc Connelly y Rosamond Gilder (Estados
Unidos), Arki Kivinaa y
Jack Wtikka (Finlandia), Alfonso Sastre (España) y Bohdan Korseniewski
(Polonia).
- 1964: El otro Judas obtiene el
Primer Premio en el Festival de Teatro de Nancy. Aparece en "El Escarabajo de
Oro" su ensayo Discusión crítica a "La crisis del
marxismo". La editorial Losada, dentro de su colección Teatro
en el Teatro, publica la obra "Israfel". "Abelardo
Castillo era poco pero favorablemente conocido como autor dramático, en
virtud de haber hecho sus primeras armas desde el escenario propicio de
Los Independientes mediante un singular enfoque del mito de Judas,
contrapersonaje evangélico, que poetas, novelistas y dramaturgos de
diversas épocas han coincidido en querer reivindicar, pincelada de
sombra que realza el resplandor de la tragedia del Gólgota. En
’Israfel’, el protagonista, haz de luz y sombra, involucra otro mito que
atañe a otra pasión, y a otro calvario y camino de amargura: aquel
arrebato del espíritu que florece en la pureza del canto poético, y,
consecuente con él, la Vía Crucis del tránsito lastimoso del creador
ante los filisteos. Porque el personaje que revive en este drama se
llamó Edgar Poe, sobre cuyo genio el alegórico cuervo aún clama su
fatídico ’never-more’. (…) El planteo conceptual del drama es en extremo
sencillo y transparente, situándolo en la repulsa a la materialidad,
desde que -como ha dicho Ramón Gómez de la Serna, precisamente de Poe-
vegetar en la plena materialidad es como no vivir, y sólo se vive de
verdad gracias al contraste de lo material con lo espiritual. En el
simbolismo de Castillo, el poeta maldito de yergue con la conciencia de
su genio en ruptura con la incomprensión. Tal la lucha, a vencer más
allá de la muerte. De ahí el título, ’Israfel’, que sugiere un anuncio
de apocalipsis y hace pensar en las terribles trompetas que proclaman la
hora del Juicio Final. (…) Me acojo con placer a las bellas tradiciones
olvidadas de nuestro teatro, al saludar, en Abelardo Castillo, el
advenimiento de un dramaturgo; aparición siempre milagrosa. Palabras
mayores", dirá en el prólogo de la primera edición Edmundo
Guibourg.
- 1965: con dirección de Carlos Giménez,
"El Otro Judas" representa a la Argentina en los Festivales
Mundiales de Teatro Universitario de Varsovia y Cracovia, y obtiene el Primer Premio y el Gran
Premio.
- 1966: la Editorial Jorge Álvarez,
de Buenos Aires, publica "Cuentos crueles".
"Israfel" se estrena en el Teatro Argentino de Buenos Aires
con dirección de Inda Ledesma y protagonizada por Alfredo
Alcón. Luego es
presentada en España, Checoslovaquia, México, Perú y Venezuela.
- 1967: en noviembre, la Editorial
Estuario, de Buenos Aires, en una colección dirigida por Juan Carlos
Martini, publica la nouvelle "La casa de ceniza".
"Escribí este largo cuento, o esta nouvelle, en 1956. Tenía 21
años, estaba en el servicio militar y habitaba el mundo gótico de Poe.
’La casa de Usher’ y las desniveladas habitaciones del colegio de
William Wilson están, notoriamente, en el origen ’arquitectónico’ de mi
casa; mi edad cuando la inventé, y mi incapacidad para la vida
castrense, son quizá su explicación psicológica. Nunca, hasta hoy, pensé
seriamente publicar esta historia, nunca la sentí como un hecho
literario, sino más bien como un homenaje o una despedida. Si ahora me
animo a dejarla ir es porque, al releerla, descubrí que me es menos
ajena de lo que yo sospechaba: he rastreado en ella una idea análoga a
la de ’El candelabro de plata’; he visto, no sin asombro, párrafos
idénticos a los que años más tarde imaginé inventar en ’Israfel’",
dirá el propio Castillo en el Postfacio que escribió para la primera
edición.
- 1968: la Editorial Stilcograf, de
Buenos Aires, reúne con el título de "Tres dramas" las obras
"El otro Judas", "A partir de las siete" y
"Sobre las piedras de Jericó".
- 1969: conoce en el Café Tortoni a Sylvia
Iparraguirre,
quien se convertirá en su mujer.
- 1972: con el título de "Los mundos
reales", la Editorial Universitaria, de Santiago
de Chile, publica
en agosto una selección de cuentos provenientes de "Las otras
puertas", "Cuentos crueles" y "Las panteras y el
Templo", todavía inédito. A través de "El Escarabajo de
Oro", conoce al escritor Julio
Cortázar.
- 1974: con la publicación del número 48,
deja de aparecer "El Escarabajo de Oro".
- 1975: la obra "Sobre las piedras
de Jericó" se estrena en el Teatro Armando Discépolo (Buenos Aires)
con dirección de Luis Vives.
- 1976: Editorial Sudamericana publica el
libro de cuentos "Las panteras y el templo". Dirige "El
Ornitorrinco", revista de la que es co-fundador, junto a Liliana
Heker y Sylvia Iparraguirre. La revista, que se editará hasta 1985, es
considerada una de las publicaciones más importantes en el campo de la
resistencia cultural a la dictadura militar instaurada el 24 de marzo de este año.
- 1982: en enero, la editorial Galerna,
de Buenos Aires, edita la antología de cuentos "El cruce del
Aqueronte". En el prólogo, Castillo explica: "’El cruce del
Aqueronte’ no es, no quiere ni simula ser, un libro nuevo. Es apenas un
nuevo libro: una compilación o mapa personal en el que he reunido
narraciones inéditas, textos no incluidos hasta hoy en libro y, sobre
todo, cuentos publicados hace años. Le debo esta aclaración al lector
atento, suponiendo que esa especie, como tantas otras, no se haya
extinguido en la Argentina. O por decirlo así, se la debo a mi lector,
suponiendo que el pronombre posesivo no suene aquí algo delirante o
descomunal. En todo caso, me la debía a mí mismo: a una cierta ética que
no toca sólo a la literatura (...) Quiero, pues, quedar en paz con quien
me lea. Libros de cuentos, yo sólo he publicado tres: ’Las otras
puertas’, ’Cuentos crueles’ y ’Las panteras y el Templo’. Estos tres, y
los que le sigan, integran un ciclo cuyo título general es ’Los mundos
reales’. El cruce del Aqueronte no pertenece a esa obra: es una
selección a la que deliberadamente no voy a llamar antología". La
obra "El señor Brecht en el salón dorado" es representada en
función única en el Salón Dorado del Teatro Colón de Buenos Aires con
música de Alicia Terzián. Luego se reestrena en Teatro Abierto,
bajo la dirección de Raúl Serrano.
- 1984: recibe el Premio Konex 1984 (diploma al mérito) a la
primera obra publicada después de 1950.
- 1985: en abril, la editorial Emecé
publica "El que tiene sed", su primera novela; la protagoniza,
entre otros, Jacobo Fiskler, un transparente homenaje a Jacobo Fijman.
- 1986: recibe el Primer Premio Municipal
de Literatura por su novela "El que tiene sed". Con la salida
del número 14, deja de publicarse "El Ornitorrinco".
- 1988: en agosto, aparece en Emecé el
libro de ensayos "Las palabras y los días". "El más
antiguo [de estos textos] es anterior a 1960; el más reciente lo estoy
redactando ahora. Su origen es casi oral. Fueron pensados, en su
mayoría, para ser leídos en un programa de radio que, hacia 1975,
compartíamos alegremente con Sylvia Iparraguirre y que tuvo la ambigua
fortuna de ser prohibido tres veces en un mismo día, el 24 de marzo de
1976. Se llamaba "Otras aguafuertes porteñas" y, como es fácil
verlo, estaba puesto bajo la advocación de Roberto Arlt. Las palabras y los días sigue
estándolo. (…) He notado que en este libro abunda lo demasiado personal,
como si no supiera escribir, sobre el tema que sea, más que apelando a
la primera persona. Ya es tarde para corregirme. Hablo siempre de mí
mismo, decía Unamuno, porque soy el hombre que tengo más a mano."
Escribió Abelardo Castillo en el prólogo del libro.
- 1991: en octubre, Emecé publica
"Crónica de un iniciado", novela cuya escritura se extendió
durante casi treinta años. "Comencé mi primera lectura ingenua en
iddish, leyendo de atrás para adelante, leyendo, como se debe, la
contratapa. Al llegar a la parte que dice: ’Las ráfagas de la
posmodernidad’. Confieso que me emocioné. Me trajo recuerdos. ’Recuerdo
–me dije– la última discusión con Castillo sobre los posmodernistas. Fue
hace 25 años’. ’Un cuarto de siglo’, me dije con nostalgia y evoqué el
Tortoni y los posmodernistas en la madrugada. Recuerdo a algunos: Juan
Ramón Jiménez, Alfonsina
Storni, Baldomero Fernández Moreno, González Lanuza y, sobre todo, Pedro Miguel Obligado y Francisco López Merino. Pedro Miguel Obligado y su traducción del cuervo de Poe; Francisco
López Merino y su poema ’Ligeia’, que escribió en homenaje a Poe. Me
decepcionó, pese a la promesa de la contratapa, no encontrarlos en el
libro. Salvo esto, como diría Borges, ’no sé de un libro más ardido y
volcánico, más trabajado por la desolación’. Personalmente, creo que
Crónica de un iniciado es una de las novelas más importantes que ha dado
la literatura argentina. (…) Horacio, en su Epístola a los Pisones,
aconseja guardar nueve años el manuscrito antes de publicarlo. Castillo
se pasó en 21 años. Estuvo treinta escribiendo esta novela. Supongo que
durante esos treinta años hizo otras cosas también. Pero yo recuerdo
muchas noches y madrugadas en el Tortoni, viernes que se extendían desde
el alba al crepúsculo, cuando Castillo solía tener sed y yo podía beber
cosas más interesantes que la estólida agua mineral que bebo ahora, y
Costantini, De Lellis, Marechal, Cortázar, Jobson, no estaban muertos, y
Castillo nos leía las infinitas y cambiantes versiones de los capítulos
de esta novela. (…) El reverendo padre Marcos Pizzariello, en su audición
’Tres minutos con usted’, dijo una vez: ’todo tiene su fruto, todo tiene
su precio’. Castillo nos ha dejado una novela fundamental, una lección
de literatura. Ese es el fruto. Veamos el precio. El pacto
con el diablo de
Esteban Espósito es el pacto de Castillo con la literatura. El precio es
atroz. Justifica el fuego e instaura un lugar donde toda envidia es
vana; toda vanidad, efímera; todo resentimiento, inútil; todo odio,
insignificante; todo dolor, posible. El precio es la palabra,
destrozarse en la palabra. El lema de El escarabajo de oro fue una frase
de Nietzsche: ’Di tu palabra y rómpete’. Creo que la palabra ha sido
dicha, Crónica de un iniciado ha sido escrita, el pacto está
cumplido." (Texto de Isidoro Blaisten escrito para la presentación
de la novela y reproducido en la revista "La Maga" el 28 de
noviembre de 1991).
- 1992: la editorial Emecé publica en
septiembre un nuevo libro de cuentos: "Las maquinarias de la
noche", cuarto volumen de la serie "Los mundos reales".
En este libro se encuentra "El tiempo y el río", un cuento
dedicado a Florencio
Sánchez.
- 1993: muere su padre, Abelardo
Castillo. Recibe el Premio Nacional Esteban
Echeverría por el
conjunto de su obra. En una coproducción argentino-uruguaya y con guion
y dirección de Jorge Rocca, se filma la película "Patrón",
según su cuento homónimo.
- 1994: recibe el Premio Konex de Platino, otorgado por la
Fundación Konex, al mejor cuentista argentino del quinquenio 1989-1993.
- 1995: la editorial Emecé reúne su
"Teatro completo". El 6 de julio se estrena la película
"Patrón", según su cuento homónimo.
- 1996: recibe el Premio de Honor de la
Provincia de Buenos Aires, compartido con Ernesto Sabato y Marco Denevi.
- 1997: la Editorial
Perfil publica el
volumen de ensayos "Ser escritor". La Editorial
Alfaguara reúne en
un volumen sus "Cuentos Completos". "Abelardo Castillo
arrastra desde hace tiempo el estigma de ser algo así como ’el’ escritor
de los ’60. La renovación de la literatura argentina que supuso esa
generación suele resumirse y trivializarse en pocas palabras
(compromiso, por ejemplo). En cambio se da como obvio algo que no lo era
en absoluto hasta entonces: a principios de los '60 empezó a leerse a
Borges no en contra de sino en paralelo a autores como Arlt, Marechal o
Cortázar. Desde entonces, la literatura argentina pudo integrar con
naturalidad dentro de un sistema de lecturas lo que hasta entonces era
una dicotomía insalvable. Mientras Cortázar disimulaba a través de sus
pirotecnias estilísticas que estaba escribiendo siempre el mismo puñado
de cuentos, Borges, en cambio, lo hacía enfáticamente explícito (aun
cuando no lo fueran). Una y otra modalidad son, en realidad, anverso y
reverso de la misma cosa. Después de Borges y Cortázar, no puede no
saberse esta lección, y estos ’Cuentos completos’ permiten ver por qué
Castillo es el cuentista más poderoso de los ’60 (sólo Walsh y Briante,
en sus mejores cuentos, están a la altura de los mejores de Castillo,
pero uno y otro, por diferentes motivos, dejaron una suma de cuentos
menor). (De la reseña de Juan Forn publicada en Radar Libros Nº 7 del
diario Página/12, en 1997).
- 1999: Seix Barral publica "El
Evangelio según Van Hutten", su tercera novela.
- 2000: en mérito al conjunto de sus
obras, es distinguido con el Premio a la Trayectoria otorgado por la
Asociación de Libreros Argentinos.
- 2001: se filma el cortometraje
"Negro", basado en su cuento "Negro Ortega", con
guion y dirección de Eduardo Pinto y Oscar Frankel.
- 2004: recibe el Premio Kónex 2004
(diploma al mérito), otorgado por la Fundación Kónex, al mejor cuentista
del quinquenio 1994-1998. Seix Barral anuncia para marzo de 2005 la
publicación de su quinto libro de cuentos: "El espejo que
tiembla".
- 2007: recibe el Premio Casa de las Américas de Narrativa José
María Arguedas por
"El espejo que tiembla".
Galardones
Abelardo Castillo.
- La
casa de ceniza,
1968
- El
que tiene sed,
1985, Primer Premio Municipal
- Crónica
de un iniciado,
1991, Segundo Premio Nacional
- El
evangelio según Van Hutten, 1999
- Las
otras puertas,
1961
- Cuentos
crueles, 1966
- Las
panteras y el templo, 1976
- El
cruce del Aqueronte, 1982
- Las
maquinarias de la noche, 1992
- El
espejo que tiembla, 2005
[editar] Obras de teatro
- El
otro Judas, 1961,
1er. Premio Festival de Teatro de Nancy en 1964.
- Israfel, 1964, 1er. Premio Internacional
de la UNESCO
- Tres
dramas (incluye El
otro Judas, A partir de las 7 y Sobre las piedras de
Jericó), 1968
- Teatro
Completo (incluye El
otro Judas, A partir de las 7, Israfel, Sobre las
piedras de Jericó, El señor Brecht en el Salón Dorado, Salomé),
1995
- Discusión
crítica a "La 'crisis' del marxismo"
- Las
palabras y los días
- Ser
escritor
- Desconsideraciones
"Patrón”
(Cuento completo)
I
La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y
ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como un
bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos
duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero
no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a
salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más
partos que potros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno,
agregó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía
cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor
Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.
–Mire que no es
obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que
sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno
con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que
haga su voluntad
Sin querer, las
palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su
voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la
hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los
corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser
la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había
entrado al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de
comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por
tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por encima
de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en
las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el
gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis –la
abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el
asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las
manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece
chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es
chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Anteno.
Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le
salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él
salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablarla”.
Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el
cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia
vieja. Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras que
anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el
viejo.
Duro, retorcido como un
alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad,
zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió,
sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la
llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus
estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se
les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el
último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando
llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros
que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor
los enmudeció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más,
vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien
cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los
perros.
Ahora, desde la ventana
alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos,
lejos.
–Todo lo que quiero es
mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a
lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un
relincho–. Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él,
entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo
digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo,
afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos,
hasta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura,
y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo
gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de
treinta.
Paula aguantó la mirada.
Lejos, volvió a escucharse el relincho. El dijo:
–Vení a la cama.
II
No la consultó. La tomó,
del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba
ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el
alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez
subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato
era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles,
arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera
con eso.
–De acá hasta donde
llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano,
que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–.
Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué
clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos,
los más suspicaces, aseguraban que el hombre caído junto al mostrador del
Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una
noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para reventar
el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don
Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadraba, regalarle a un
hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca
lo hizo. Y ahora habían pasado treinta años y estaba acostumbrado a entender
suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la
consultó. La cortó.
Ella lo estaba mirando.
Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera
comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y
poderosa como un animal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba
la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una
rama.
–Contesta, che. ¡Contesta,
te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su
olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.
–¿Y entonces? ¿Me querés
decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un
hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del
hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por
más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de
sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el
cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza
despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella
cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula
había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la espalda, como
en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio
vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca
como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se
sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo
te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscas. Ya te
dije dónde quiero que estés.
En la casa, claro. Y lo
decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en
silencio, mientras otros hombres empezaron a rodear al viejo ambiguamente,
lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la
amenaza. El viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela –dijo ella–. Me
avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida
por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos,
que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella comprendió
que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz
de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una
estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de
las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón
que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en
cuanto me dé un hijo te la regalo.
III
A los dos años empezó a
mirarla con rencor. Mirada de estafado, eso era. Antes había sido
impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los
ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de
vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba
de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista
fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insulto en
los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y
ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre
supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió
la abuela.
–O cuarenta y tantos, es
lo mismo.
Alguien lo había dicho en
el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula
miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la
mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y
quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo
de golpe.
Ésa fue la primera noche
que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un
toro se vino resoplando por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire
y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siempre
olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de
Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta.
Debió de haber sido durante una de esas noches furibundas en que el viejo,
brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola
con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De
pronto sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había
salido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha
mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta! Contéstame,
yegua.
El bofetón la sentó en la
cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy
abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha
de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso
–Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana
mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy
a dar retraso.
La había espiado
seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche,
mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantas cuando
aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba,
al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba
hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”,
incandescente, chamuscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la
ternera.
Al volver del pueblo,
Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los
pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o
caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la
llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo
la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una
tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos
del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y
del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la
jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate.
Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba
agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez,
mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de
la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que
bufaba y hacía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos
desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba temiendo. La
hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina?
–preguntó.
Y todos, repentinamente,
gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de
inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo
del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo
un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la
tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano,
mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre
el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que,
por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor
Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella
pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de
espaldas sobre la cama, sudando, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar
palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la
columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el médico
aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a
moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de
comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–.
La Tomasina me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo
alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber
podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un
tiempo después garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa
misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El
médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas
personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina
–pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más
andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se quedaba
quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en
silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella,
Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al
cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido
transformando. Hablaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo
cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han
propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció ahogarse; Paula
sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo,
ahí, entre las sábanas y a la luz de la lámpara, el rostro de Antenor
Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta
que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de
remedio en los labios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los
ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un
grito:
–¡Va a tener el chico, me
oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde
las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó
todo. Entre ella y Fabio lo subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor
Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el
doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar
el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras
torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un
boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El
viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo,
en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera
empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de
Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro
Negro. Contra el cielo.
Una noche volvió a
sacudirse en un ahogo. Paula dijo:
–Va a tener el chico. El
asintió otra vez con la cabeza.
Con el tiempo, este
diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre
hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo
lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba
llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a
comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir
al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula
era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la
cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a
Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró
la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo,
colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El
sonido de la llave girando en la antigua cerradura anunciaba la entrada de
Paula –sus pasos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha
del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que
Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió.
Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez,
simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una
presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura,
sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su
cara: eso como un gesto estático, interminable, que parecía haberse ido
fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar
callada, apretando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en puntadas
desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla.
Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el
piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo
tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De
pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo
solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de
ella, pero adivinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los
dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara
hacia la pared. Después, cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era
varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día
anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo
del pueblo.
–Ni hace falta que venga
en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo:
–Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció reflexionar
en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que
ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo
–dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás,
mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte nomás a ver tu
chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba,
Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se
metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando
le trajo el chico.
Antes, de cara contra la
pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un
grito largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto
triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco.
De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado,
riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el
cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía
vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde
lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartando
la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya
no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontraron luego. Fue un
segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de
Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el viejo soltó las
correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la
cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de
Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó
hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un ángulo
del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había
quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo
a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió
la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó
así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de
estertor mudo e impotente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido
gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del
cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una
mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de
ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al
salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la
tiró al aljibe.
FIN
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